La estampa es verdaderamente romántica. Un atardecer contemplado desde el mirador situado antes de entrar en el pueblo, desde el que se otea la silueta ruinosa de un vetusto castillo que se recorta en un horizonte que despide al sol. El silencio es roto por el cantar de algún pájaro y por leves silbidos de un viento que hace bailar por momentos las ramas más débiles de los árboles más finos. Tal vez algún vecino ultimando las tareas del día en los alrededores de su propiedad y otra media docena en el interior de sus casas, al calor del brasero o preparando la cena mientras suena de fondo la radio.
Podría ser, en efecto, una tarde otoñal o invernal cualquiera en Trevejo, una pedanía de Villamiel, en la Sierra de Gata extremeña. Alcanza a duras penas la decena de residentes y se vende turísticamente como “aldea medieval”. Y dispone de una taberna -El Buen Avío-, sita donde otrora estuvo la escuela de este minúsculo pueblo. Está regentada por Daniel, buen amigo y un excelente ejemplo de empresario que apuesta por la tierra de sus ancestros. Es productor del aceite AOVE Hacienda Nava del Rey, propietario de un rebaño de ovejas en Villamiel e impulsor de un sinfín de actividades que mantienen dinamismo en la zona durante gran parte del año, como la Feria de la Sostenibilidad o las observaciones astronómicas de Trevejo Celeste. Como digo, todo un ejemplo.
Siempre presto a contar las bondades de este rincón serragatino, han sido muchas las conversaciones y reflexiones que Daniel y yo hemos mantenido en los últimos tiempos. Tenemos, incluso, un interesante proyecto en marcha que pretende revitalizar Trevejo en sentido cultural. Porque este pueblo da para mucho, muchísimo. Confieso mi amor por este lugar, sí, pero es que su historia y su patrimonio no son para menos. Y, sin embargo, yace, ahí, moribundo, a la espera de que más personas como Daniel apuesten por este romántico tesoro.
A falta de intervenciones arqueológicas que ahonden en los orígenes más remotos de Trevejo, solo las hipótesis de trabajo más o menos argumentadas pueden darnos pistas de su primitivo poblamiento. Así, su granítica mole intuye una perfecta sintonía estratégica y militar para haber estado ocupada ya desde antes de la llegada los romanos. Vestigios, insistimos, no hay. No obstante, los restos materiales de época romana que se conservan en los pueblos del entorno, nos hablan de teonimia indígena que apunta hacia un panteón religioso a caballo entre vetones y lusitanos. El caso es que la romanización se impondría de manera más o menos efectiva y tal vez por las cercanías trevejanas discurriría algún secundario camino romano en torno al cual se desarrollaran asentamientos como Valdelospozos y otras villas de esta parte occidental de la Sierra de Gata.
La encomienda de Trevejo abarcó los actuales términos extremeños de Villamiel y San Martín de Trevejo, así como el salmantino de Villasrrubias. Los hospitalarios implantarían la devoción y advocación parroquial de San Juan, darían fuero a la villa en 1228 y (re)construirían el castillo desde el cual ejercerían su mando comendadores como Gonzalo Pérez, Martín Pérez, Fernán Martínez y Alfonso García, todos de la decimotercera centuria. De aquel primer siglo dataría presumiblemente la Cruz procesional trevejana que se conserva en el Museo de Cáceres. Del siguiente apenas hay referencias más allá de una mención a la iglesia de San Ioan de Trebeio (1325) y no es hasta mediados del Cuatrocientos cuando la fortaleza trevejana vuelve a tomar protagonismo en las fuentes.
Según Velo Nieto y Domingo Domené, aunque pertenecía a la Orden del Hospital, la encomienda de Trevejo fue administrada durante gran parte de la Baja Edad Media por la Orden de Alcántara. Por ello se vio inmersa en las luchas por la dignidad maestral alcantarina que inundaron de violencia el solar extremeño durante los años 60 y 70 del siglo XV. Alonso de Monroy, pretendiente a maestre, se hizo con la fortaleza trevejana hacia 1464 y años después sería el legendario Fernán Centeno quien primero pondría cerco -incendiando la aldea, según Cooper- y luego ocuparía el castillo. Por fin, en 1480, un representante de los Reyes Católicos se instalaría en Trevejo comenzando un nuevo periodo de estabilidad que tendría su máxima expresión en la reedificación castrense y repoblación de la aldea de la mano del gallego Juan Piñeiro (ca. 1492-1520). La impronta de este comendador aún se aprecia en la fortaleza y en la villa.
Desde la óptica patrimonial sobresale, sin duda, el castillo. De orden palaciego, la torre del Homenaje tiene estructura pentagonal y otrora estuvo defendida por hasta tres recintos fortificados. Todo se conserva a duras penas, la maleza se expande por doquier y el peligro de derrumbe amenaza en cada rincón. La consolidación de la ruina resulta mucho más que urgente. La potencialidad cultural de este Bien Patrimonial es infinita y vital para que Trevejo no se convierta en un yacimiento arqueológico. En lo que resta del recinto amurallado exterior se alza una torre-espadaña cercana a la iglesia, y utilizada por ello como sencillo campanario. El complejo eclesiástico, unido a la proliferación de sepulcros antiquísimos en su alrededor y la visión del entorno serrano y villamelano, llama a la evocación poética.
Por último, el pueblo -popularmente llamado aldea- custodia un saber y un sabor popular de enorme riqueza. El granito se hace casa humilde, de apenas dos plantas, una para oficio y animal y otra para vivienda, a la que se accede por escalera. Todo estrecho y gris, salpicado de musgo verde. Solo en la plaza, también minúscula, se respira aliviado. Vigilado por el busto de Chon -quien fuera alcaldesa pedánea hace unas décadas-, rodeado por casas rurales y detalles a priori sin importancia. Y, sin embargo, este poco dice tanto que abruma. Aquí, en la terraza del Buen Avío. ¿Qué futuro le depara a esta joya? Ponme otro café, Dani, que tenemos que seguir hablando de Trevejo.
Juan Rebollo Bote