“Apenas amanece, te me apareces (Lisboa) posada sobre el Tajo, como una ciudad que navega”. Con la profunda resonancia de esta frase de José Cardoso Pires, nos despertamos hoy. Es un amanecer en el que el corazón se siente encogido por la tragedia, pero, al mismo tiempo, henchido de una esperanza que, en esta orilla del Atlántico, no es solo un sentimiento, sino una convicción arraigada en la historia compartida de dos pueblos hermanos. El alma de Lisboa, una ciudad que navega y persiste, es, a pesar de los avatares, incombustible. Es el espíritu de una nación, la portuguesa, que, como la gallega, conoce el “desasosiego” y un “fatalismo” que no es resignación, sino la conciencia estoica de la lucha contra la adversidad, la de un pueblo que no teme a su propia fragilidad.
Lisboa ha sido siempre un puerto seguro para la emigración gallega, la patria de hombres y mujeres de un corazón inmenso como su pasado. Pienso en amigos como Manolo Bello, un productor que ha sabido llevar la esencia portuguesa al mundo, y en el discreto y grandioso hotelero Amancio, un referente con sus establecimientos en la Baixa y su alta cocina, que honra la memoria del gran Cordo Bullosa, todos de la zona entre A Cañiza y Ponte Caldelas. Ellos son parte de esa profunda historia de hermandad que se ha tejido entre Galicia y Portugal, un vínculo que nos une desde la misma intrahistoria, a través de los ríos que son fronteras líquidas y abrazos telúricos.
No hay luto que pueda silenciar la voz de Amalia Rodrigues, cuya esencia vive en los versos que le dediqué en mi canción “Un tranvía de flores para Amalia”. Ese tranvía, que para mí es un símbolo de amor, admiración y respeto, invita a los lisboetas, incluso en el dolor, a llenar sus calles de claveles, el símbolo de la más poética y hermosa de las revoluciones, la que en 1974 devolvió la libertad a un país. Es el eco de una ciudad que sabe de sacrificios y de resurrecciones, que se levanta siempre sobre el fado, un sentimiento que, como el gran Pessoa nos reveló, no es ni alegre ni triste, sino la sublime expresión del “cansancio del alma fuerte”.
Y mientras el mundo se absorta ante las noticias de la tragedia, es crucial recordar que la mejor forma de honrar a Lisboa es seguir acudiendo a ella, no solo para admirar su arte o su historia, sino para abrazar a su gente. La industria turística, que también se nutre del músculo inversor gallego, como el de Amancio López Seijas, cuyo Foro La Toja en Lisboa iguala o supera en éxito a la edición de O Grove; o las inversiones de Amancio Ortega y Juan Carlos Escotet, de ABANCA; o el legado de los Regojo redondelanos que, con Pepe, mantienen en el ámbito inmobiliario la estela de don José y su hija Teté en la moda, es un acto de amor y de fe en el futuro. Es verdad que el progreso tiene sus desafíos, pero no debemos permitir que la masificación o las pequeñas lacras urbanas, como las que representan los carteristas en los tranvías, una metáfora sutil de quienes se aprovechan de la generosidad de los otros, oscurezcan la luz de una ciudad que es, en su esencia, amable y noble. No hay que temer el turismo, sino abrazarlo con la misma hospitalidad que los portugueses nos han brindado siempre.
La pronta recuperación de Lisboa reside en la fuerza inagotable de su gente. En su capacidad para reconstruir, para abrazar –um abraço profundo e respeitoso ao Presidente Marcelo Rebelo de Sousa e a esse grande autarca Carlos Moedas, e neles a todos-, para cantar incluso en el dolor. En la poesía que fluye de sus calles y en su certeza, pues como me dijo un amigo, es “lo que el mar no ha querido”, y por eso mismo, ancorou em terra para ser, com toda a sua luz e história, um farol de humanidade e beleza que nunca se apaga (se ancló en la tierra para ser, con toda su luz y su historia, un faro de humanidad y belleza, que nunca se apaga).
Alberto Barciela
Periodista

