La crisis colonial (1898-1975): Golpe de realidad pro-iberista

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Las crisis coloniales fueron vividas en España y Portugal, en su fase terminal, con casi un siglo de diferencia. La razón no estriba tanto en la capacidad que tuviesen ambos Estados peninsulares para solventar, por medios más o menos lógicos, sus crisis con las colonias, sino en el enfrentamiento, generalmente soterrado, con las nuevas potencias que iban abriéndose paso con el colonialismo del gobierno indirecto (Indirect Rule) o en el imperialismo democrático (Democratic Imperalism). El enfrentamiento de Estados Unidos con España fue una guerra espléndida, ganada de antemano por los norteamericanos, y jaleada por su prensa. En la fortaleza que defendía la enseñada de Santiago de Cuba hay en la actualidad una placa, promovida por los cubanos, que homenajea a aquellos soldados españoles que lucharon y murieron heroicamente combatiendo contra la moderna flota estadounidense, a sabiendas que iban a ser hundidos en sus vetustos barcos. Por contraste, Portugal prolongó sus extensas posesiones africanas y asiáticas a la sombra en una división internacional del trabajo colonial, con el que se complementaba gracias a la necesidad de contener al inveterado expansionismo francés o al comunismo de la Guerra Fría.

Américo Castro, nacido en Brasil, fallecido en Cataluña, y hombre de fuerte impronta granadina, de donde era natural su familia, y donde él hizo su carrera universitaria, tenía que verse abocado obligadamente a tratar la lusofonía. En 1928, cuando ya es un hombre maduro, con numerosos viajes a sus espaldas, a América, a Europa e incluso a Marruecos, publica un artículo en la prensa sobre Portugal donde acaba de hacer una incursión turístico-intelectual. De su experiencia señala que el “ánimo se nos vuelve convexo”, prometiendo salirse por la tangente, consciente de la complejidad psicológica de las relaciones hispano-portuguesas, atravesadas por malentendidos e intereses encontrados desde siglos atrás. Pero a pesar de esa convexidad, escribe, “al irse a Portugal, realmente nos sentimos cóncavos”: “Se trata sin duda del extranjero –añade–, más de un extranjero interpeninsular, con estadios en su evolución que nos son comunes con resonancias de un añejo abolengo hispánico, junto a esenciales diferencias y discrepancias”. El tono del artículo, que nos parece importante para desentrañar su pensamiento maduro, destila simpatía personal por lo luso, aunque detecta unos grados de curiosidad muy dispares en los ciudadanos de un lado y otro de la raya: “Un portugués en Madrid es ser extraño, y son contados quienes saben de Portugal otra cosa sino que en los últimos años el orden público se altera allí con bastante frecuencia, y que el fado es la danza [sic] nacional de los lusitanos”. La curiosidad estaría invertida entre las élites lusas, más atentas a todo lo que viene de España: “Desde luego son conocidas [en Portugal] las manifestaciones de la vida intelectual y artística, desde Cajal hasta Gómez de la Serna; lo que dice mucho en favor de sus cultas minorías”.

Cuenta esta curiosa anécdota sobre la compleja relación ibérica: “Al despedirnos de Lisboa, en una fiesta íntima en la que se hallaban valiosos elementos intelectuales, el discurso de un eximio escritor acabó así: “siempre novios, mas sin hablar nunca de casamiento’”. Sensación de fracaso, que, para Castro, se debe en parte a que Portugal padece fatiga histórica. Lo expresa de esta manera: “La verdad es que Portugal no se siente feliz; está cansado y no de muy buen humor; la vida, por el momento, abunda en dificultades”. Quizás, la predominancia del espíritu de la “saudade” sería el indicativo más serio de ese cansancio. Termina su informe con una sentencia que hubiese sido muy propia para su conciudadano Ángel Ganivet: “El ilusorio peligro ibérico no está en España, sino en los nervios heridos de Portugal”.

En este punto, vayamos a la crisis del 98, que para Castro es un momento clave que hizo morder el polvo a los españoles en su orgullo. De la guerra “hispano-norteamericana” de Cuba –ojo, porque hoy en la isla te reconocen que ellos por sí solos no la hubiesen ganado, sin apoyo yanki– dice que “la nación salió de ella seca y descarnada, se quedó sola”, si bien también quedó “sin trabas exteriores de clase alguna”. De manera que “los mejores españoles se pudieron a rabiar, a escudriñar el pasado y el presente de su patria; y sobre todo a trabajar un poco más y mejor que antes, con el rostro muy vuelto a Europa”. Esta profunda crisis, que se materializó en la llamada “generación del 98”, según Américo Castro, al humillar profundamente a los españoles, hizo que paradójicamente Madrid progresase, y que “el español posee [hoy] más dinamicidad interior, si bien se ha hecho muy cazurro e indiferente para los temas de política universal”. Consecuencia de ello es que “aunque ahora sea uso hablar de hispanoamericanismo, en realidad no hay sospecha de lo que sea una política exterior”.  Frente a esta crisis, de la que se sale España con voluntad y “charakter”, como señalaron los alemanes con admiración, los portugueses siguen con su fatigante imperio a cuestas, sin dejar ver sus debilidades, quizás sostenidos artificiosamente por potencias extranjeras, y enviando sus “soldaditos” –así les llama Castro– fuera, a las guerras europeas, para mostrar poderío. De forma y manera, que la lección de Cavite y Santiago, con sus estrepitosas derrotas, “fue dura, más fue lección”. Le llama la atención a Castro que no se vean “huellas de una vida colonial y exótica” en Lisboa, por lo que infiere: “Con todo amor, con todo respeto para este noble pueblo portugués, cuyo progreso nos es tan necesario, me parece que padecen nuestros vecinos, quizá el único, es el ilusionismo”. Y ese ilusionismo es la conservación de las colonias, más por voluntad ajena que propia.

Termina sus notas de viaje, Castro, indicando el camino de la realidad, la crisis, como la España de 1898, para que Portugal salga de su letargo: “Portugal cuenta con unas minorías llenas de inteligencia y sensibilidad. España tiene mucho que aprender de la organización de sus liceos y universidades. Hay escritores y hombres de ciencia tan notables como los de cualquier parte. Mas el pueblo y las clases medias necesitan oír horrores algo parecidos a los que los españoles vienen oyendo desde hace treinta años”. Sólo este principio de realidad, la decadencia colonial, y la crisis absoluta, harían volverse a mirar en espejos semejantes.

Su visión americana pudo extenderla en un libro divulgativo publicado en Nueva York en 1946 titulado Iberoamérica, cuando ya ejerce en medios anglosajones. Se trata de un volumen sintético donde Castro expone para un público medio su visión de las dos Américas, ya que de ese contraste extrae su fuerza argumentativa. Desde luego su idea de América hispana está muy lejos de la de Ramiro de Maeztu, y su Defensa de la Hispanidad, de tres lustros antes. Este interpretaba las independencias americanas como un episodio de “guerra civil”, que habría que sobrepasar para restituir la unidad de lo hispánico. Maeztu convertido en propagandista de una “hispanidad” que buscaba la tornavuelta de la derrota frente a Estados Unidos en Cuba, donde él mismo había combatido voluntario, encontraba cierto eco en medios del neo-imperialismo cultural hispano de América y España misma.

Américo Castro toma sus distancias de Maeztu y sus apologetas ulteriores: “La relación de tipo íntimo entre Iberoamérica y España nada tiene que ver con el sueño imperialista del fascismo español sostenido por Alemania a fin de dañar a los Estados Unidos. El ideal, por el contrario, sería que una Iberoamérica muy fuerte produjera frutos cada vez más valiosos de los de España y Portugal, aunque todos brotaran del mismo y remoto origen. La llamada Hispanidad de los fascistas españoles fue una malévola tontería”. Si bien, se opone también al cortocircuito que un sector de los norteamericanos quiere hacer entre Iberoamérica y la península.

Castro que había sido enviado por Ramón Menéndez Pidal a “españolear” por Buenos Aires en 1923, quiso entonces retomar el famoso eje matricial “diamantino” de Ganivet, pero al no encontrarlo por ningún lado, abandonó toda veleidad ensayística y ocurrencial para tirar por el lado de la ciencia racional. De ahí su solvencia. Sus pensamientos historiológicos le permitieron permitían establecer bases profundas, partiendo de la crisis colonial y del “ser”, que nos interroga racionalmente, para rehacer la “morada vital” en el ámbito peninsular, con su particularidad semítica, sin igual en Europa.

El caso es que, hasta el pronunciamiento libertario del 25 abril de 1974, Portugal no comenzó a liquidar su imperio colonial, por imperativo geopolítico y democrático. Y algo más que casualidades: poco después España volvería a entrar en crisis colonial profunda con la entrega del Sáhara occidental a Marruecos en 1975, en plena transición a la democracia. Una vez más ambas naciones, unidas por la geografía y separadas por la historia, volvían a reencontrarse con en la crisis del colonialismo. El iberismo actual nace justamente de la crisis de los colonialismos, formulada en diferentes tiempos y lugares, sobre bases muy semejantes, y en las preguntas que emergen de las configuraciones geopolíticas epocales. En ese punto estamos ahora, tras haber entrado de la mano en el 86 en la UE, y haber encontrado su sitial en la Europa nueva, liberadas de complejos coloniales.

 

José Antonio González Alcantud

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