Manuel Patinha une las piezas de sus obras con entreveradas cicatrices de vida. Sus dibujos, esculturas, pinturas, grabados, fotografías, libros y poesías están heridas de verdad, de llagas propias, de fractales que se prolongan desde lo más íntimo y que se irradian en una necesidad inexcusable de exteriorizar un disimulado y matizado dolor, nunca una queja.
En sus anhelos encumbra los estudios en la Escuela Industrial de Vila Franca de Xira y cuanto se le ha ido agregando de tanto viajar por el mundo como voluntario de la Marina de guerra portuguesa, trabajos en plataformas petrolíferas del mar del Norte, o de la delineación en estudios de arquitectura o de sus trabajos en el paraíso ferrolano. En él están el pueblo y la universalidad, la materia y el espíritu, el campo y el mar, los estudios y la voluntad autodidacta. También figuran referencias como las de Cruceiro Seixas, Julio González, Brancusi; la alegría y el dolor, la familia, la amistad, el compañerismo y el amor y, como una constante, la educación y el ansia de encontrar formas nuevas. Pero de manera fundamental, en el artista y en su obra subyacen su profundo humanismo, su compromiso ético con los demás, sus convicciones prudentes, su ansia de mostrarse auténtico sin lastimar, su respeto por el otro y una intuición creadora única, singular, definible, que originan transcendente y distinguible su obra.
Manuel Patinha es un polímata del pueblo, un creador que ha sabido hacer aparente sencillez de los dominios de sus conocimientos en diversas materias, y que los sabe desarrollar hacia consecuciones cada vez más delicadas y minimalistas: el ser se aproxima al alma, la obra a la elegante sencillez, la reflexión a la plasmación de una verdad interior e intuitiva. El hombre permanece, sus hallazgos perfilan una punta de lanza, un ansia de vanguardia y la asunción de riesgos genuinos.
El artista nacido en Portugal aglutina en sí toda la cultura de dos pueblos que son uno. Al contrario que Almada Negreiros que escribió: “Não tenho culpa de ter nascido em Portugal, e exijo uma pátria que me mereça”, Patinha se siente orgulloso de su ubicuidad geográfica, es permeable a la multiplicidad de referencias, a los matices enriquecedores, al iberismo, a lo peninsular y a lo europeo, a la universalidad.
En el arte, en la creación no puede haber más fronteras que las de la libertad de encontrar inspiración y plasmarla. En todo ello hay una ventaja sutil: cuando el luso llora emerge lo hispano que se rebela, y viceversa. El corazón es siempre el mismo. En toda esta historia existen prodigios. Divina y Álvaro son los dioses celtas, los mitos fundadores de un escultor, las reseñas exactas, el prodigio, el entendimiento referencial de cómo es posible renacer sin dejar de estar vivo, de reencontrarse como ser y realizarse como artista. En esos dos seres, a través de las imborrables huellas emocionales que supieron trasladarle, es posible entender cuanto de gratitud se traslada en cada una de los logros de Manuel Patinha. En esa relación traslúcida se plasman desde la tragedia griega al romanticismo, pasando por el mundo caballeresco o el estricto sentido de la vida, la reciprocidad filial, escogida, los valores y la capacidad para compartir con generosa lealtad las vivencias agridulces que la existencia nos propone, el pan y la sal.
Malea la piedra, el bronce y el acero, estiliza con el lápiz bocetos bellísimos sobre papel, logra dibujos y pinturas en los que muestra, como en sus grabados, sus capacidades. Son alcances expresivos referenciados en la naturaleza que parten de lo figurativo para evolucionar hasta abstracciones geométricas, plasmadas en refinadas propuestas y variados formatos, cada vez más ricos por sencillos. Y todo responde a un estilo personal, único, distinguible. No hay casualidad, hay búsqueda, preguntas y respuestas nítidas, una trayectoria fiel a sí misma, creciente, y notables emociones que trascienden al espectador, destinatario y contemplador partícipe, cómplice al fin de un diálogo. En el receptor termina por un instante la obra, que habrá de renacer con el siguiente visionario.
Manuel Patinha sabe quién es, de donde viene. En él y en sus trabajos es evidente el huellado de la vida, el transcender consciente con sus tristezas y alegrías, la necesidad de avanzar hacia lo incierto desde el sosiego de la conciencia limpia, de cumplir su misión con el arte y con las exigencias existenciales. Tras ser escultor vuelve a pintar con cierta intensidad, lo hace con colores y con palabras, fotografía el viento y, con sutil delicadeza, en él sitúa a las personas, con sus claroscuros y sus arrugas como surcos de un campo labrado, el rostro marcado por la estela de los años, con sus discapacidades y posibilidades, debilidades y fortalezas, feminidad y masculinidad y ambigüedad. En su obra expuesta en los mejores museos, galerías y colecciones reside una parte de la eternidad.
De todo eso hablamos estos días en la deliciosa casa de Manolo de la Ciudad Departamental con Juan Rodríguez, Juanjo, un hombre esencial en el puerto, uno de los que más y mejor hizo por la promoción de la urbe. Eso conté en la revista del Club de Prensa presidido por Julia Díaz Sixto, sucesora del gran Siro López, con el que dialogué hace unos días en el Encontro de Artistas de Brión.
La vida tiene su arte, como bien sabía Laxeiro, como repiten José María Barreiro, Antón Pulido o Xavier Magalhaes, como expresa Manuel Patinha. Todos ellos de momento ausentes de la Real Academia Gallega de Bellas Artes Nuestra Señora del Rosario. Su presidente, Manuel Quintana Martelo, hará honor a su responsabilidad ecuánime. Las cicatrices del arte supuran en tanto no haya justicia, lo subjetivo acaba por resultar surrealista.
Alberto Barciela – Periodista