Portugal es metáfora en todas las primaveras. En su referencia germinaron todas las flores, los fusiles como tiestos, los cuarteles como invernaderos, y el perdurar de la libertad como emblema y una melancolía cierta y literaria, sentida e imaginada, de océanos y descubrimientos y colonias y un cierto aroma a café recién tostado entre una nostalgia humeante.
Portugal es más, mucho más que un país vecino, hermano, próximo y sentido, es mucho más de lo que un turista pueda desear, es muchísimo más de lo que los propios portugueses parecen añorar con un cierto pesimismo incomprensible, propio de su naturaleza e impropio de los ciudadanos de una nación europea, moderna, que sabe afrontar retos y superarse a cada momento, con cada crisis, como en un milagro.
Todas las respuestas reales a este prodigio están en la magia de un país que hay que entenderlo tras pasearlo con serenidad, con el ritmo pausado del caminar hacia Santiago o hacia Fátima, que debe saborearse con lentitud de espíritu, con una predisposición al goce permanente de lo humilde entre quienes supieron entender antes que nadie en la era moderna lo universal, con la esperanza puesta en cada amanecer, en cada horizonte, siempre bajo el embrujo sabio de saberse real, olfateable, palpable y, en el fondo, feliz tierra de prodigios.
Eso lo conocen sus buenas gentes, ya sea en Lisboa o en Oporto, en las grandes urbes o en las pequeñas aldeas, en la Región Norte o en el Algarve, ante las frontera que casi se desdibuja con España o frente a la inmensidad oceánica, en lo continental o en las islas, en la montaña o ante un hermoso edificio de Siza, de Távora de Souto de Moura, ante una obra de Cristina Rodríguez, en Serralbes o en Calouste Gulbenkian, admirando azulejos, escuchando fados o recorriendo hermosas fortalezas, librerías, mercadillos o comercios peculiares.
Recuerdo vagamente una tormenta de palabras estremecidas por Fernando Pessoa. Quizás un preludio, observado por Bernardo Soares desde una ventana cerrada, o que así habría de terminar, una tormenta anunciándose a lo lejos, sobre el final observable de Lisboa. Una tenue brisa y unas gotas sobredimensionadas sugerían ya un cierto olor a tierra fresca en aquel día abochornante. Todo es previsible, aun distante. Y se me antoja hermoso y balbuciente, unos espacios capaces de emocionar en cada requiebro de sus caminos y ríos. Y así es siempre, del Miño al Duero, del Duero al Tajo, como aguas benditas por la naturaleza en la riqueza de sus riberas, en sus playas de vigor atlántico entre Caminha y Faro, en su acantilados que se precipitan sobre un mundo inmaculado de posibilidades infinitas.
Y todo, claro, se ha de celebrar en la mesa siempre espléndida, con vinos do Douro, Oporto, do Alentejo o de Madeira, de Carcavelos, o el moscatel de Setúbal, tinto de Borba o Dão, que tanto da lo verde o lo dulce que se elija, siempre se escogerá entre los mejores caldos del mundo para brindar ante viandas de mariscos y pescados -bacalao, sardinas, etc.- o carnes -de cerdo, aves-, siempre presentados con buenas patatas y arroces para soñar, con panes infinitos y aceites de mil aromas y matices.
En la condimentación también se refleja la influencia de las excolonias portuguesas de Asia, África y América (cocina brasileña), sobre todo en el uso de las especias, que incluyen el piri piri, el pimentón y la canela. Y al final los postres pasteles de Belém, confites con dulces de naranja de Setúbal, Baba de camelo, quesadas de Sintra, pasteles de huevo de Alentejo, serraduras, tigelada, bola de Berlim, y quesos en mil formulaciones entre las que recomiendo una de manera especial el delicioso Queso de la Serra da Estrela degustado en la hermosa Gouveia o en cualquier otro hermoso lugar de la tierra lusitana.
En Portugal el tiempo es arte, los instantes se renuevan como en una revolución pacífica de hermosura y 49 años después los claveles siguen creciendo con el calor primero del año y el color del corazón humilde de un pueblo que tiene el alma grande y entre ellos una revolución siempre pendiente: la de ser admirados y queridos. Lo son y mucho.
Alberto Barciela – Periodista