Canción de Navidad

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Una a una se van encendiendo las bombillas. Primero una lucecita tenue, cristalina, ilumina la noche negra que nos envuelve. Le sigue otra y otra más formando arcos góticos dignos de la mejor catedral que pueda poblar nuestro suelo.

La gente se arremolina alrededor con la boca abierta bajo una mascarilla, o no. En el iris se reflejan todos los colores posibles, desde el más tenue malva hasta el rabioso rojo que centellea en el fuego.

Cada vez se nota mayor movimiento, un zumbido sordo envuelve el ambiente, miles de hombres polilla se arremolinan alrededor de tan bello espectáculo. El murmullo va subiendo en intensidad, su cadencia se encarna, se hace infinita, plausible, tocable.

Miles, cientos de miles de respiraciones, de bocanadas, de risas, se van sucediendo, se balancean en un aire turbio, contaminado. Alguien fuma, las volutas azules llegan al otro lado de la calle y se cuelan por una mascarilla mal puesta, tal vez demasiado usada, cansada de la respiración de su portador que la humedece con su aliento.

Una, dos y tres copas y un ¡qué coño, vamos a cenar con los padres, con los hijos, con los suegros, los abuelos, los vecinos! Allegados todos al fin y al cabo.

¡Es Navidad, mira las luces hijo, vamos a casa de la yaya, que son tristes las Navidades en soledad!

La yaya tiene 80 años y está bien. La cabeza le funciona, pese a su cadera operada y su tensión alta, ella se defiende.

Total, las luces de este árbol de corteza amarilla, rosa y verde, infinito, cuya copa finaliza más allá del último balcón, invitan a celebrar, nos llenan de alegría y ahuyentan el temor ¡mira el espectáculo hijo, mira con tus ojos inocentes, mira el cielo, ya es Navidad!

Yo voy a traer a mi madre desde Salamanca, se escucha, a lo lejos, en una animada conversación. Pues nosotros, seguramente la pasemos con los suegros y los cuñados en León, así aprovechamos y vemos la nieve, tanto tiempo aquí es que ya se hace pesado, oye.

Un hombre pasa a lo lejos y mira tristemente el espectáculo. En su cara se clavan los bordes de la mascarilla. Heridas de guerra lo llama él. Sus manos tiemblan un poco, levanta la vista hacia los arcos insumisos, repara en el árbol altivo y en sus luces de colores, maldice por lo bajo. Se sube el cuello del abrigo y aprieta el paso camino de su casa, de una soledad eterna que ya siempre será suya desde el momento en el que ella se fue.

Una tos, un jadeo, fatiga, cansancio de mil batallas entre sábanas húmedas por el sudor de la fiebre. Una guerra perdida.

Oye sus pasos sobre las baldosas graníticas de una acera insalvable, echa un vistazo rápido, procura no cruzarse con nadie.

Saca un pañuelo de papel y abre el pomo del portal, lo mete en un sobre, sube las escaleras, saca las llaves y se quita los zapatos, los deja en el descansillo, entra en el baño, se lava las manos, se quita la mascarilla y se vuelve a lavar, la ropa va directa a la lavadora, se ducha, se pone el pijama que ella siempre le dejaba dobladito a los pies de la cama, se pasa las manos, otra vez, con gel desinfectante, se mira en el espejo de la cómoda y sólo alcanza a ver cicatrices de mascarillas y dolor.

Se sienta en el sofá y piensa en todos aquellos hombres polilla que revolotean por las luces navideñas. Reflexiona sobre cuántos llegarán a febrero con vida, sin secuelas, sin pérdidas, sin nadie.

Enciende la tele ¡vuelve, a casa vuelve por Navidad! Canta un actor de un anuncio de turrones. En su cabeza resuena el último pitido de la máquina de la UCI donde dejó la vida. Esa estridencia que oyó a través de la última videollamada.

Las carreras, el respirador que ya no vale, el corazón acelerado, los esfuerzos de los sanitarios y por fin, antes del corte de la llamada, ese pitido plano, agudo, constante, universal, que lleva clavado en el alma, en los pies, en las palmas de las manos, en la mirada.

El pitido, ese pitido que se colará entre las luces de colores, el besugo y los centollos, que chupará las cabezas de las gambas y se atragantará con las uvas de la Nochevieja.

Beatriz Recio Pérez

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