Sin necesidad de fantasear con lugares fabulosos: en Madrid las librerías que siempre me llamaron la atención fueron los puestos de la cuesta de Moyano, entre la populosa Atocha y el bucólico Retiro. Desde mis tiempos de soldado en el Madrid golpista de finales de los 70 asocio el lugar a un domingo soleado, a un agradable paseo sin rumbo, a un pegar la oreja en las conversaciones de libreros de voz ahuecada, casi siempre pontificando, que me recordaban los personajes barojianos. Quizás por Baroja mismo, que leo ahora amaba aquel espacio singular recostado sobre el monumental Ministerio de Agricultura. En las baldas de estos humildes bouquinistes siempre encontré, como en París a las orillas del Sena, buenos libros de ocasión o lance, no tanto antiguos como baratos, descatalogados, de editoriales autóctonas o de allende los mares. Allí hallé, por ejemplo, Ni Oriente, ni Occidente. El universo visto desde el Albayzín, de Rodolfo Gil Benumeya (1930), La simulación de los maravilloso, de Pierre Saintyves (1927), o Fez la andaluza, de Enrique Gómez Carrillo (1926), que luego hice reeditar en la colección “Archivum” de la Universidad de Granada, dirigida a la sazón mi buen amigo y maestro Manuel Barrios Aguilera. Productos todos de un fracaso, bien sea del editor o del autor, o de ambos, o peor aún de un éxito efímero. Desde luego, el libro de lance, barato, está connotado de un tipo de lector curioso que no es precisamente un bibliófilo. Quizás por ello también me atraen esas ferias del libro antiguo tan concurridas que recorren las plazas españolas generalmente en otoño. Son de lo mejor porque su género no ha sido depurado por la propaganda ni las tendencias a la moda.
De Barcelona, retengo librerías como Canuda, también de lance, que era un verdadero emporio de libros fuera de circulación, o con una segunda vida, más secreta, a cuya llamada sólo acuden los iniciados. Cuando la descubrí ya era tarde, y la pude disfrutar poco, ya que Ruiz Zafón había comenzado con su La sombra del viento a darle gloria, y los propietarios alardeaban de ello con un modesto letrero a la entrada, orgullosos de haber conseguido centrar la atención de un escritor de éxito. Cuando un buen día quise enseñársela a mi familia, encontré que la Canuda había desaparecido; pregunté en un comercio de helados cercano qué pasó, y me contestaron con un ¡los alquileres! Canuda había capitulado ante la ley de alquileres, que liberalizaba el centro de las ciudades históricas a favor de las franquicias.
Desde luego existen las librerías de bibliófilos, pero no me seducen. El coleccionista de libros se me representa un perverso, una suerte de diletante que no pasará de la posesión del libro. En una de ellas, creo haber contado ya, quizás de las más antiguas de Barcelona, con bellos y caros ejemplares, se me ocurrió preguntar por libros iberistas, pensando que sería un clásico de la casa, y la librera de mediana edad, desconcertada, le preguntó a su padre, gritándole al fondo del comercio, qué era aquello del iberismo. Desde el interior del almacén trastero contestó el viejo: ¡Pi y Margall! Se había perdido el rastro del iberismo en uno de sus núcleos fundacionales.
Cuando Lisboa se estaba transformando, allá por los primeros ochenta, un buen día en la rúa Nova da Trinidade encontré la Livraria Barateira, que saldaba sus colecciones económicas. Una serie era literalmente la “colecção económica”, suerte de folletos con una “gravura a cores na capa”y dieciséis páginas Un poco como la “Novela corta” o “La Novela semanal” que se editaban en Madrid por entre cinco y veinticinco céntimos en los años veinte. En la Barateira encontré títulos tan jugosos como O oráculo de Napoleão. Livro dos destinos do célebre Imperador Napoleão I, donde podías averiguar tu futuro en una tabla de combinaciones. Compré algunos otros ejemplares, entre ellos Cavalo encantado, Vida de Cacasseno. Filho do simples Bertoldinho-Neto do astuto Bertoldo o la História completa da Princessa Magalona. Me quedé con las ganas de llevarme folletos como la História do galego que trocou a mulher por uma vaca o Leda do homem que foi buscar o estandarte à Espanha, pero ya estaban agotados. Esta librería tenía en su fondo también en su colección “do Povo”, en cuyo catálogo figuraba un O libro dos sonhos, donde ni siquiera se empleaba a Freud sino a la cabalística para escrutar el significado de los sueños. Me fascinó aquel sitio que explotaba aún la credulidad sin malicia y lo maravilloso. El papel ácido, pobre, de edición baratuna, no aguanta el paso del tiempo de aquellos folletos, y un día veré caer sus hojas, como si de un otoño se tratara, de las baldas de mi biblioteca.
Por supuesto quien habla de Lisboa tiene que hacerlo de la librería Bertrand, a la entrada del Chiado, que a pesar de su antigüedad –pasa por ser la más antigua de Europa, abierta desde 1732–, se me representa un tanto falta de ángel. No ocurre igual con la librería Lello, de Oporto, de espectacular estilo neogótico, que bien es sabido sirvió de marco hace un par de décadas a las películas de Harry Potter, adaptación precisamente de libros de éxito. Reencantada por esta circunstancia y aprovechando la afluencia de público, sin embargo, hoy la librería sigue vendiendo libros editados por ella misma. En particular una colección de clásicos, bien publicados, en buen papel, pasta dura y lomos dorados. En mi última visita me llevé Os maias de Eça de Queirós, soberbiamente estampado a precio popular. Es evidente que las librerías para sobrevivir necesitan del ingenio que sale de sus libros.
Siempre he detestado las librerías con un librero que se las tilde de listo, que te sugiera, sin tu pedirlo, lo último de lo último. Prefiero a los libreros que venden libros como lechugas. Ambos tienen hojas. En mi ciudad, Granada, hubo en los ochenta una saga de libreros que antes de serlo fueron contrabandistas, amén de comerciantes del libro de viejo comprado por kilos. Uno de ellos, tras salir el hermano mayor huyendo con el capital acumulado con la venta del género libresco, fue congruente y puso un honorable supermercado de alimentación. Los recuerdo, muy serviciales, no haciendo más preguntas que las imprescindibles. Yo, por mi parte, era un cliente anónimo que los estimaba tal cual, en su brava inteligencia natural. En la ciudad, en los círculos intelectuales refinados, los detestaban.
Creo que los libros tienen un ciclo mistérico que no está en nuestras manos conocer. Hay que manosearlos. Me gusta hurgar, como en la película La biblioteca de los libros rechazados (2019), de Rémi Bezançon, en aquellos volúmenes frecuentemente intonsos, cuyas páginas plegadas hay que abrir con un cortaplumas, pues nunca mancilladas por mirada humana alguna, conteniendo un secreto saber, quién sabe si una obra de arte desapercibida. Washington Irving, en una narración que me sorprendió, encontrada por azar, contó con humorismo que en un sueño descabezado en una biblioteca británica los intonsos y sus autores, de tiempos pretéritos, le gritaban que abriese por el amor de Dios sus páginas.
En el camino de los libros de Iberia, seguramente mucho más complejo de lo que yo aventuro, me cabe constatar que no nos distingo del resto de la Humanidad. En esto no somos diferentes, agraciadamente.
José Antonio González Alcantud