Saudade

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El mar se rompe en mil pedazos contra las oscuras cuerdas de las naos.

Sus gotas efímeras, livianas, apenas perceptibles, llegan cargadas de olor a sal que pinta de blanco y azul las fachadas portuguesas.

Un instante después de cruzar La Raya, el cielo cambia, el aire se llena con un suave aroma de océano.

Las casas ya no presentan el aire ocre de Castilla, diríase que la tierra se vuelve marinera y pinta con esmero las cornisas, las paredes, los tejados, de añil y blanco, que asemejan velas esperando el viento que las arrojará en brazos de ese mar que, más que amado es amante, que embiste, unas veces con furia, mientras que otras se vuelve filibustero y seduce con labios de plata la suave arena que lo enmarca.

Nostalgia. Saudade.

¡Qué hermoso vocablo del habla lusitana!

¿Cómo no sentirla al abandonar la dulzura de sus gentes, de su acento, de su mar y de su cielo?

¿Cómo evitar que el corazón se quede anclado entre redes entrelazadas con las notas de un fado?

Resulta imposible no querer hincharse con el color de los lienzos y seguir la línea del horizonte hasta el lugar donde se oculta el sol.

Portugal huele a cera de una vela que se va derritiendo lentamente, formando gotas que son lágrimas opacas, encima de una mesa de madera que es maestra en canciones que se quedan con tu alma, al solo contacto con la cadencia de su voz.

Saudade, su sola pronunciación llena la boca, se desliza suave por la lengua y estalla en el paladar, llenando el pecho de una nostalgia que resulta a la vez placer y dolor.

No puede, sino venir acompañada del eco de las doce cuerdas de la guitarra portuguesa, sonido que se torna acuático y reverbera dentro de las caracolas.

El fado con aire porteño atraviesa la mar océana y se convierte en idioma del ser que añora. Se vuelve universal, usado por aquel que lo necesita, poesía cantada.

Cántigas d’amigo, en el siglo XIV, nostalgia galaico-portuguesa, semilla sembrada que hoy, siete siglos después, continúa volando de Oeste a Este, puesto que nacieron hermanas de los villancicos y las jarchas.

Cántigas de amor, que resuenan a uno y otro lado del mar, del monte, de la tierra, de La Raya.

Distancia que se llora en forma de lamento dulce y amargo.

Saudade es lo que siento, siendo española, pero de Iberia, al fin y al cabo, por Oporto.

Mar, cielo y tierra que sueño nuestros. Tan míos como si mi mirada de niña se hubiera vuelto verde, o azul, o negra, como sus rocas desgastadas por los besos del mar.

El recuerdo de sus puentes, del punto donde se unen el río dulce y la mar salada; de la cadencia de sus olas que se funden en un eterno abrazo con Iberia, que la rodean, que la cortejan, que van y vuelven, como los amores reñidos que son siempre los más queridos, hace que siendo meseteña sienta saudade.

Orfandad del romper de la espuma de unas aguas bravas, frías, eternas, que son tuyas, que son mías, que son nuestras.

Porque lloramos juntos esperando volver a ver el puente de Luis I, su magnífico arco, la perfecta conjunción con los tejados rojos hace que sus enormes vigas de hierro se fundan con el río, con el sol que se refleja coqueto en él y llena mi ser de un vino dulce y hace que la saudade me embargue en esta noche que se llena de rumores de fados traídos sólo para mí por el viento del mar.

Beatriz Recio Pérez es periodista, con amplia experiencia en La Raya central ibérica.

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