24/06/2025

El patrimonio intangible ibérico, objeto de controversia

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El Consello da Cultura Galega, una institución específica, de difícil comparación con ninguna otra peninsular, por su dependencia directa del Parlamento gallego y no del Gobierno regional, y el Museo do Pobo Galego, una veterana institución etnográfica de orígenes y propiedad asociativa, tuvieron la idea de invitarme el pasado mes de mayo a unas jornadas sobre patrimonio inmaterial en el pueblo lucense de Fonsagrada, en las montañas que limitan con la alejada comarca asturiana de los Oscos.

No sé si pesaría en mi elección el haber logrado construir, por encargo del madrileño Teatro de la Zarzuela, y del Ministerio de Cultura, el dossier para declaración de “bien representativo del patrimonio inmaterial” de la zarzuela. Yo, que no soy muy amante de la zarzuela como género dramático-musical, ni de la idea de “patrimonio intangible” (prefiero ahora esta formulación a “inmaterial”, porque se me insinúa más fantasmática), sino de la ópera wagneriana, y del patrimonio cultural a secas, acepté en su momento, sin embargo, el reto.

El director del Teatro de la Zarzuela, Daniel Bianco, de orígenes uruguayos, cuando me llamó por vez primera me pareció un gran innovador del género, buscando su modernización. Además, me señaló Daniel, que la zarzuela estaba en peligro por el empuje agresivo del Teatro Real, patrocinador de la ópera, y por la competencia de diferentes medios del espectáculo, desde el music hall hasta el cine. En este punto me sentí plenamente identificado, pues hacía muchos años yo mismo intenté modernizar una fiesta castiza, como era la de moros y cristianos en Andalucía oriental.

Acepté pues el reto, y formé un equipo pluridisciplinar. Nos propusimos mostrar aspectos de la zarzuela que debieran sacarla como expresión de su casticismo españolista, que, aunque cierto en parte, sólo sería una de sus versiones. Para ello quisimos mostrar su popularidad, a partir del empleo de “voces naturales”, no tan educadas académicamente como en la ópera, de su anclaje con la cultura material artesanal, de su conexión con la vida coral amateur, y sobre todo de sus contactos y evoluciones con diferentes expresiones musicales, lingüísticas y culturales, desde Filipinas hasta Cataluña, Galicia, Cuba, América Latina o el País Vasco.

Popularidad, transculturalidad y peligro sobre su futuro, fueron los argumentos definitivos para que el Consejo de Ministros de España aprobase su declaración “como muestra representativa del patrimonio cultural inmaterial”, que finalmente se convirtió en el Real Decreto 134/2024, de 30 de enero de 2024. Me sentí reconfortado, como el día en que vi una extraordinaria puesta en escena de Pan y toros de Asenjo Barbieri, en el Teatro de la Zarzuela, comparable a cualquier ópera en su factura musical y escénica. Se hacía realidad aquella fascinación que sintió Nietzsche por este género cuando vio La Gran Vía de Chueca y Valverde, por lo demás una divertida crítica de la especulación urbanística del Madrid del último tercio del XIX.

Todo este preámbulo, justifica en cierta manera mi presencia en la jornada de Fonsagrada. Pero en realidad, me llamaban para hablar de algo sobre lo cual cualquier andaluz, se supone casi por derecho de nacimiento, debe tener una opinión fundada: el flamenco. He de confesar que hice una intervención bastante a contracorriente, impropia de un andaluz, que no esperaba que encontrase eco. Dibujé un panorama sombrío para el flamenco tras su declaración como patrimonio cultural inmaterial de la Humanidad en 2010. En primer, lugar porque el flamenco, que sería identificado en la reforma del Estatuto de Andalucía de 2007 como “competencia exclusiva” de la región (algo inconstitucional), no estaba en peligro. Muy al contrario, gozaba de una salud extraordinaria. De hecho, no sólo estaba muy vivo en Andalucía, sino que al haberse grandemente internacionalizado su “propiedad” ya no era dependiente del “complejo de autoctonía” o “genuinidad” andaluza.

El problema residía en los réditos de orden político que el flamenco podía generar al Gobierno regional andaluz. Consciente de ello se había propuesto gestionarlo, y por ende “controlarlo”, sobre todo después de que dos figuras hubiesen alcanzado el carácter de mitos de masas, como Camarón de la isla, al cante, y Paco de Lucía, a la guitarra. Se creó primero el Centro Andaluz de Flamenco, luego la Agencia Andaluza de Flamenco. Los entes públicos fueron los que contrataban los “circuitos” regionales, nacionales e internacionales, compitiendo con los antiguos agentes artísticos y con las peñas flamencas locales, venidos a la ruina.

A la par el flamenco se iba transformando de un espectáculo para iniciados en un espectáculo de masas, al modo como veía estos fenómenos Guy Debord en La sociedad del espectáculo. Ya no se trataba del artista cantante a capella o con un acompañamiento de una sola guitarra, sino de amplios equipos con megafonías y puestas en escena costosísimas. El Estado, como veía premonitoriamente Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, se iba colando por todos los poros, controlando lo civil.

En el año 2005 la Junta de Andalucía hizo un primer ensayo para lograr en la Unesco la calificación de “patrimonio inmaterial de la Humanidad”, pero lo planteó de manera conjunta con la música andalusí del Magreb. Los estados marroquí y argelino se desentendieron. La cosa es que los primeros intentos de “fusión” de la música andalusí y flamenca de la transición, con El Lebrijano y Chekara al frente, sólo vinieron a demostrar que la música andalusí era orquestal y cortesana, y que no conjugaba, excepto en el uso del melisma, con el flamenco.

El dossier, además, no había sido bien preparado, según los especialistas. El segundo dossier, el del 2010, ya fue exclusivamente flamenco, y patrocinado con fuerza por el Gobierno regional, ante el organismo internacional. La nominación positiva para formar parte de la lista fue celebrada por la región grandemente. Hubo fuegos de artificio. Pero pronto, como ocurre con otras declaraciones de la Unesco, las expectativas creadas fueron defraudadas, y los flamencos, faltos de trabajo, fueron a manifestarse delante del palacio de San Telmo, sede de la presidencia de la Junta de Andalucía en Sevilla.

Aprovechando el éxito político del flamenco, y previendo sus réditos, los políticos de cada momento comenzaron a hacer solicitudes en el primer peldaño, en el regional, donde se fueron declarando Bien de Interés Cultural o Patrimonio Inmaterial de Andalucía desde el mollete, a la mesa camilla o el puchero. Llegado a este punto los asistentes a la reunión de Fonsagrada estallamos en una hilaridad compartida. La cosa quedó completada cuando les enseñé que en BOE fue aprobada en 2023 una “Ley del Flamenco”, a propuesta de la Junta de Andalucía, que vuelve a incidir sobre el control estatal sobre este mundo, mientras los cantaores, guitarristas, palmeros y bailaoras del barrio de Santiago de Jerez, por poner un ejemplo clásico, pasan fatigas crónicas por falta de trabajo.

Yo mirando a las caras de mis interlocutores creía que iba a encontrar una incomprensión u hostilidad. Pero, no. Tras la intervención Dulce Simõens, de la Universidade Nova de Lisboa, quedé encantado por el grado de complicidad que se estableció. La profesora Simõens no expuso, contra todo pronóstico, el caso del fado, que fue declarado patrimonio de la humanidad poco después del flamenco, con gran gozo de los lisboetas, sobre todo, como pude comprobar en vivo poco después de la declaración. Nos habló, por el contrario, del canto alentejano, popular, de origen proletario, de voces graves, un canto coral que nos sobrecogió con la Revolución de los Claveles y ulteriores acontecimientos de lucha social. Ahora, nombrado patrimonio intangible, se ha convertido, descontextualizado, en un reclamo para la venta de los productos típicos del país, en las grandes superficies comerciales del Alentejo. Una perversión más que añadir a la del flamenco.

En el turno de los gallegos, le llegó la vez a la foliada, una danza comunitaria, con gaita, que está muy soportada en el tejido asociativo, y cuya declaración como patrimonio inmaterial está en curso en Galicia. Los gallegos querían oír nuestra opinión por esto. Entonces, una profesora de instituto, Ana García Lenza, que formaba parte de estos grupos de baile popular, nos presentó toda la complejidad de la declaración. La intervención asociativa, con continuas interpelaciones, impedía el curso que los políticos querían darle a la declaración, para ser instrumentalizada en su favor.

La representante del Ministerio de Cultura, Sara González Cambeiro, encargada de los dosieres de patrimonio intangible, debía estar estupefacta ante nuestras intervenciones, ya que con anterioridad en otros foros semejantes todo debieron ser parabienes a favor de la corriente. Yo enfaticé, y muchos asintieron, que la cuestión del patrimonio inmaterial se había transformado en un verdadero negocio para mantener los grupos de investigación formados por antropólogos, en complicidad con la clase política regional. Amén de un recurso de la UNESCO para hacer política internacional sin dinero. Pura magia, en consecuencia.

Cuando terminó el acto, los más jóvenes bailaron una foliada frenética, mientras el tabernero nos daba una comida de canónigos. Creo que, dada la trascendencia para los folclores ibéricos de las declaraciones de patrimonio intangible, se debiera dar a la luz un libro negro, con los ejemplos nefastos de los últimos veinte años, e ir hacia un análisis del folklore y las músicas populares en línea con lo que propuso el brasileño Paulo Carvalho-Neto en sus libros Folklore y psicoanálisis y Las luchas sociales en el folklore allá por los lejanos años setenta, cuando los humos fatuos y especulativos del espectáculo aún no había triunfado.

José Antonio González Alcantud