Estas semanas atrás he estado envuelto en lecturas relacionadas con el momento histórico en que Carlos I/V decidió fijar su residencia junto al monasterio de Yuste a esperar la muerte. Confieso que, pese a que mis visitas al cenobio verato han sido varias desde hace algo más de una década, no ha sido hasta ahora cuando creo haber obtenido algunas claves y enseñanzas de su singularidad y potencialidad simbólica. La estancia del rey-emperador marcó a fuego el devenir de aquel rincón altoextremeño dotado por la gracia de la naturaleza y reconocido mundialmente por su oro rojo en polvo: el famoso Pimentón de La Vera.
El acontecimiento imperial, como decimos, eclipsa otras exuberancias veratas como la abundancia y limpidez de sus saltos de agua, sus legendarias manifestaciones antropológicas, como la de la Serrana de la Vera, o el buen y tradicional hacer de sus habitantes, tal y como se percibe en sus conjuntos arquitectónicos de entramado. Y no es para menos. Ese y ningún otro lugar del viejo continente fue el elegido por el hombre más poderoso de aquel decisivo siglo XVI en que se ponían los cimientos de la Europa moderna. De ahí que muchos intelectuales consideren al emperador como el padre del primer proyecto unificador europeo -fracasado, todo sea dicho-. Luego vendrían la Academia y la Fundación Europea de Yuste -desde hace pocos años también Iberoamericana-.
La elección de Yuste como lugar de retiro, en tanto que monasterio humildísimo, enclavado en territorio agreste y mal comunicado en su contexto del siglo XVI, ha hecho correr ríos de tinta a los estudiosos. Hay teorías para todos los gustos, pero la mayor parte de la historiografía parte del deseo de Carlos V de ser acompañado por los jerónimos en su tránsito y de que fuera Castilla el reino que le viera morir. En efecto, Yuste es sito en plena cordillera divisoria del otrora reino castellano y pertenecía a la Orden jerónima desde 1415. Una hipótesis no documentada, más tradicionalmente aceptada, es la de la influencia que el placentino Luis de Ávila y Zúñiga podría haber ejercido en el emperador a la hora de convencerlo. La bondad del clima o la abundancia de caza también son argumentos que se esgrimen aquí y allá.
Suele apuntarse, de la misma forma, la lejanía de Yuste con respecto a los grandes centros de poder urbano de la época y que ésta era otra de las voluntades del emperador. Sin embargo, apartarse del mundo no parece que fuese una intención real de Carlos, como demuestra su mandato para que la correspondencia se desviase a La Vera y él pudiera seguir al tanto de cuanto ocurría. Es más, pese a las deficientes y serranas comunicaciones, aquella esquina extremeña se encuentra relativamente cercana al eje Valladolid-Toledo y en plena conexión con Lisboa y Sevilla. Es decir, la ubicación de Yuste, más que alejada de todo, resultaba extraordinariamente estratégica.
Hay que advertir también, casi a modo de curiosidad, que Carlos no sería el primer rey castellano que moriría o se enterraría en la región extremeña, pues su abuelo Fernando sufrió su óbito en Madrigalejo cuatro décadas antes y su tío-abuelo Enrique IV estaba sepultado en Guadalupe. En esta última villa monacal, administrada igualmente por los jerónimos, era asimismo tradicional sede de la monarquía desde que los Reyes Católicos construyeron una hospedería real a finales del siglo XV, por lo que la incrustada en Yuste tampoco sería la primera residencia regia en la región.
El caso es que, por el motivo que fuere y frente a los intentos por parte de algunos miembros de la corte y su propio hijo Felipe para que desistiera de esta elección, la decisión imperial fue firme. Cuando Carlos atravesó el puerto nuevo entre el valle del Jerte y la Vera dijo que no volvería a franquear otro que no fuera el de la muerte, y así sería. Hubo de estar, no obstante, tres meses en el castillo de Jarandilla, propiedad de los condes de Oropesa, hasta la finalización de los aposentos anexos a la iglesia del monasterio. Visitó las obras a finales de noviembre de 1556 y volvió a Jarandilla encantado, pues se lo habían pintado mucho peor. Por fin, el 3 de febrero de 1557 entraba el rey-emperador en Yuste y allí viviría poco más de año y medio hasta que le sobrevino la muerte el 21 de septiembre de 1558.
Es probable que, visto con la perspectiva que da el tiempo y haciendo un poco de historia-ficción, de no haber ocurrido el retiro y la muerte de Carlos V en Yuste, el conjunto monacal y palaciego no se hubieran restaurado mediado el siglo XX -propaganda política mediante- para renacer de la destrucción provocada por las tropas napoleónicas y a consecuencia de las desamortizaciones de comienzos del XIX. Sería uno más de los numerosos inmuebles patrimoniales arruinados en España. Cómo una decisión, tal vez precedida de una interesada recomendación de aquel noble placentino, ha supuesto que hoy el nombre de Yuste sea reconocido a nivel europeo y que ese trocito altoextremeño no haya caído en el olvido.
Pero quiero también pensar, como he dicho más arriba, que la posición estratégica entre el centro castellano y los puertos del suroeste jugaron un papel relevante en dicha decisión conocida la visión política del emperador. Así, una región como Extremadura, tenida por humilde, mal comunicada y alejada de todo, tal vez es el lugar ideal para establecerse en ella aunque solo sea por el potencial futuro que ostenta al encontrarse entre Madrid y Lisboa.
Juan Rebollo Bote
Lusitaniae – Guías-Historiadores