La tierra de los caparenses

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Sus habitantes han perdido la noción del tiempo y del espacio, ya hace mucho que no se nombran como caparenses. Los castros que ocuparon sus ancestros de hace más de dos mil años yacen ocultos y la urbe que monumentalizaron los romanos se consumió tras la crisis del Bajo Imperio, poco a poco. Ansí se despobló Cáparra, se decía en el Renacimiento. Pero aún retumban sus ecos en forma de verracos en Segura de Toro, de piedras labradas en Jarilla, de natatios donde se daba culto a las ninfas caparenses en Baños de Montemayor, de una granjuela en Casas del Monte o de necrópolis -ya de época más tardía- en los entornos del pantano de Gabriel y Galán.

Para arribar a la tierra de los caparenses hay que atravesar preciosas ondulaciones serranas si se viene desde el norte o cruzar el Tajo si se llega desde del sur. El puerto montañoso -de Béjar- y el puente que otrora solventaba el río –Alconétar- formaban parte de la calzada que Roma construyó para unir Mérida con Astorga. Con el paso de los siglos, el iter pasó a denominarse calzada de Guinea por los norteños y al-Balat por los del sur. De esta última provendría su denominación actual: Balata à Blata à Plata. El protagonismo que ostentó el Municipium Flavium Caparense lo recogería hacia finales del siglo XII una urbe fundada por Alfonso VIII ut placeat -para “agradar” (a dios y a los hombres)-: Plasencia.

Al norte de la ciudad placentina, a partir de la curva del río Jerte, es donde verdaderamente se halla la zona nuclear caparense. Las montañas de Traslasierra van creando rincón junto a los cerros que confinan con la provincia salmantina hasta encajonar al río Ambroz, también denominado como río de Cáparra. Hacia poniente, la sagrada Sierra de Dios Padre pone límite con la Sierra de Gata. Por el suroeste, en algún punto menos concreto de las extensas llanuras del Alagón, se fundiría la tierra de los caparenses con la de los caurienses en la más remota antigüedad.

Mientras hubo caminantes, peregrinos y trashumantes en la Vía de la Plata, hubo mesones en Cáparra. Las ventas sucumbieron definitivamente a inicios de la Edad Contemporánea. Su Arco cuadrifronte o tetrapylon fue y es símbolo de esta comarca de refugio, del esplendor de Roma, de la calzada vertebradora, de ciencia arqueológica y de teatro, de Cultura con mayúsculas. El nombre de Cáparra pervivió en este norte extremeño, e incluso trascendió el Atlántico y se asentó en Puerto Rico. El gentilicio apenas ha quedado, sin embargo, en la memoria de algunas aras funerarias. Urge recuperarlo como identificativo histórico y cultural de esta región lusitana.

Gran parte del territorio de Cáparra quedó identificado en la Edad Media con la villa y tierra de Granadilla. Los caparenses, al menos los ubicados al oeste del camino de la Plata, pasaron a reconocerse como granadillanos; al este de aquella, como placentinos o bejaranos. La calzada ejerció de frontera entre León y Castilla, entre las diócesis de Coria y de Plasencia, entre los señoríos de los Alba y de los Zúñiga. A partir de 1833 los pueblos “extremeños” -o granadillanos- de La Alberca y Sotoserrano pasaron a formar parte de la provincia de Salamanca y los “salmantinos” -o bejaranos- de Baños, La Garganta y Hervás se incluyeron en la de Cáceres. Tierra de transición.

Este trocito de la Alta Extremadura está dividido hoy en varias mancomunidades: Las Hurdes, Trasierra-Tierras de Granadilla y Valle del Ambroz. Hervás tomó el testigo de Granadilla tras el traslado del partido judicial y actúa como localidad más dinámica en la actualidad. Granadilla acabó como Cáparra, desalojada y despoblada, esta vez por decisión gubernamental tras la creación del artificial lago. Por cierto, el poblado levantado para albergar a los constructores del embalse, también yace fantasmal. La sombra del vaciamiento demográfico no abandona la tierra de los caparenses.

Y, entretanto, campos de olivos de manzanilla verde cacereña, cuyo aceite resultante es de intensísimo sabor; quesos en Zarza de Granadilla; pimentón en Aldeanueva del Camino; extensas y preciosas dehesas de encinas y alcornoques donde pastan cabañas ganaderas como en pocas regiones de Iberia; la tradición pastoril escondida en dos cañadas reales y en un sinfín de cordeles y veredas, con arquitecturas vernáculas -chozos, muros, bóvedas- esperando a ser reconocidas y rehabilitadas; un castañar Gallego y muchos castaños singulares, una Chorrera y un Pozo Hondo; una vía verde y cientos de senderos donde se conecta con la naturaleza; un moderno mirador en Cabezabellosa y otro para admirar el cielo en La Garganta; meandros, cascadas y mitos en las serranías hurdanas.

La santidad de San Pedro de Alcántara en Santa Cruz de Paniagua; el recuerdo del castillo de Altamira en Casar de Palomero y del convento de San Marcos en Marchagaz; el resquicio de una misa mozárabe en Ahigal; la poesía de Gabriel y Galán por doquier y especialmente en Guijo de Granadilla; las novelas y reflexiones de Víctor Chamorro; el arte de Ángel Duarte, de Pérez-Comendador o de Magdalena Leroux; el heroísmo de Martín Batuecas; las construcciones entramadas; campanarios exentos; el convento trinitario de Hervás; el franciscano de Abadía; la joya palacial de Sotofermoso; las aguas termales y el sosiego en Baños; el susurro del Ambroz; el surco de las traviesas -¡ay, el tren!- de la Plata.

Bendita la tierra de los caparenses.

 

Juan Rebollo Bote

LusitaniaeGuías-Historiadores

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