Una realidad que no cabe en varios idiomas

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Los griegos llamaban “bárbaros”, es decir, tartamudos, a los que no hablaban su idioma.

Alberto Manguel cuenta como “en enero de 1976 el lexicógrafo norteamericano Robert Laughlin se arrodilló ante el juez de la ciudad de Zinacantán, en el sur de México, esgrimiendo un libro que había tardado catorce años en compilar: el gran diccionario tzotzil que vertía al inglés la lengua maya de 120.000 nativos de Chiapas, conocidos también como “Pueblo del Murciélago”. Al ofrecer el diccionario al más anciano de los tzotziles, en la lengua que tan penosamente había registrado, Laughlin dijo: “Si algún forastero viene a decirles que son unos indios estúpidos y asesinos, hagan el favor de mostrarle este libro. Muéstrenle las 30.000 palabras de su saber y su razonamiento”. Con eso debería bastar.” El proverbial escritor, traductor y editor argentino recoge esa historia en su muy recomendable obra “En el bosque del espejo. Ensayos sobre las palabras y el mundo”.

En una inolvidable entrevista concedida a Josep Massot,  publicada en “La Vanguardia” hace once años, Herta Müller novelista, poetisa y ensayista alemana nacida en Rumanía, Premio Nobel de Literatura 2009, manifestaba el día previo a la presentación de la exposición sobre su vida “El círculo vicioso de las palabras” en el CCCB Barcelona, en el que ofreció la conferencia “El idioma como patria”, que Jorge Semprún decía que “la patria del escritor no es la lengua, sino lo que se dice con ella”. El que fuera ministro de Cultura de España, según recordaba Herta, afirmaba que “necesitas vivir la hostilidad que se puede ejercer con la lengua, y más aún si esta lengua es la tuya y la entiendes. Esto pasa ahora en Irán, en Cuba, donde las víctimas hablan la misma lengua que sus guardianes”.

Todas las palabras, las de todos los idiomas, pueden resultar insuficientes para comprendernos como cultura particular o en nuestro significado como pueblo democrático, con todos sus matices, con su segura belleza, con sus tonalidades, con su libertad para discrepar o coincidir en lo esencial. Por seguir con un ejemplo idiomático, la dong, la lengua tonal de una tribu minoritaria china, considerada como la más complicada del mundo, con sus quince tonos -el mandarín no tiene más de cinco-, inaudibles para nuestros oídos, cuenta la vida, con sus alegrías y desdichas, en 44 tipos de cantos que obedecen a unos estrictos códigos de rimas musicales. Existen cantos codificados de cortesía, para la ebriedad, para practicar el arte de apartarse del camino, para las óperas, las veladas de leyendas, para los encuentros amorosos y las separaciones, cantos para reconciliar a los esposos separados…” según se cuenta en el maravilloso libro “China” de Yann Layma, de Lunwerg Editores. Entenderse es posible.

La palabra más difícil de traducir en el mundo según los lingüistas es “ilunga”, del idioma tshiluba, se habla en la región suroriental del Congo, significa “una persona que está dispuesta a perdonar cualquier abuso la primera vez, a tolerarlo la segunda, pero nunca la tercera”. Es bueno comprenderlo.

El problema de España no son sus lenguas, ni sus culturas regionales, ni los matices y particularismos autonómicos, ideológicos, o la memoria histórica, siquiera el tercer perdón de las tribus africanas, el drama es que nuestros políticos no quieren entender el mandato de los ciudadanos: encontrar consensos que hagan posible una convivencia en una democracia actual y corregida en sus deficiencias, con separación real de poderes, equilibrios solidarios en los presupuestos, respeto por el diferente, adaptaciones constitucionales si precisas fueren, una economía sostenible y no impositiva, tendente a la creación de riqueza y empleo, etc. La duda, la gran pregunta, la cuestión trascendente, la incógnita, el dilema, el enigma, el rompecabezas, el asunto esencial es saber si los parlamentarios son capaces de aceptar una realidad que para ellos no parece caber en ningún idioma. Alguien debería traducirles la verdad antes de que se crean sus propios cuentos. Que alguien les regale un diccionario de realidad y sentido común y que lo lean. La cultura del pinganillo resulta incomprensible cuando sobran las palabras para saber lo qué pasa en cada escaño.

 

Alberto Barciela – Periodista

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