La Abadía o la Extremadura que se vacía pese a su excelso patrimonio

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El jueves 1 de noviembre de 1613, al amanecer, una intensa luz comenzó a irradiar desde el interior de la capilla del Santo Cristo de la Bien Parada, en la población altoextremeña de La Abadía. El suceso fue tomado por milagro en tanto que ninguna persona había echado aceite en la lámpara, hacía más de dos meses que nadie entraba en aquella capilla y su reja se mantenía cerrada. El prodigio duró trece días y fue observado por más de mil creyentes, según relata en 1671 el fraile franciscano José de Santa Cruz en su Crónica de la provincia de San Miguel de la Orden de San Francisco (capítulo XIV, págs. 490-491) y que recoge el infatigable investigador Sebastián Caballero en su libro La Abadía, un centro de conocimiento y de la cultura, único en Extremadura (pág. 124).

Fue el primero de una serie de hechos milagrosos atribuidos a partir de entonces a una talla que había permanecido en el olvido durante mucho tiempo. En efecto, el Santo Cristo de la Bien Parada había sido una imagen de culto de una pequeña ermita medieval -documentada desde finales del siglo XIV- que los Duques de Alba, señores de la Comunidad de Villa y Tierra de Granadilla a la que pertenecía La Abadía, pretendieron revitalizar en el siglo XVI promocionando la fundación de un convento en aquel lugar. Tras varias tentativas fracasadas con carmelitas y con trinitarios, fue la rama reformada de aquellos la que consiguió instituir la vida conventual en los últimos años de la centuria pero abandonaron el retiro apenas una década más tarde. Así, en 1608 y en contra de la primera voluntad de los Alba -que preferían a los carmelitas reformados- el convento pasó a manos de la Orden de San Francisco.

El hecho de que apenas cuatro o cinco años después de comenzar la vida conventual franciscana en La Abadía se iniciaran “los milagros” del Santo Cristo de la Bien Parada no es sino muestra de la buena visión de futuro de los nuevos frailes, conscientes de que su proyecto monacal solo podía prosperar con una resonante propaganda. Usaron, pues, un elemento antiguo, arraigado en la villa pero venido a menos -la talla del Santo Cristo- y revitalizaron su devoción con un novedoso relato -nuevas historias o milagros-. No era algo nuevo, desde el mismo momento de expansión del cristianismo la erección de iglesias y monasterios vino aparejada de invenciones y tráfico de reliquias y leyendas milagrosas para atraer devotos. El éxito franciscano fue tal que tardaron muy poco en atraerse también a los Alba, que se intitularon patronos y establecieron una feria junto al convento. Estos fundamentos posibilitaron la construcción de un robusto edificio e incluso la instalación de unos estudios de Teología que hicieron de aquel lugar un centro significado de la cultura en la Alta Extremadura hasta inicios del siglo XIX, cuando guerras y desamortizaciones comenzaron el proceso de destrucción de su patrimonio.

El convento de la Bien Parada de (La) Abadía yace hoy en ruinas a la espera de dignos sucesores en el siglo XXI de los franciscanos del siglo XVII. Afortunadamente, hace unos años pasó a titularidad pública y fue declarado Bien de Interés Cultural. Si la Administración Pública no confunde ese interés cultural -social- con el interés turístico -económico-, el inmueble debería destinarse a un proyecto que tuviera a la población local como objeto de aprovechamiento. No hay en todo este sector norte-extremeño -valle del Ambroz y Tierras de Granadilla- otro edificio patrimonial más indicado para revitalizar culturalmente estas comarcas. Retomar el testigo histórico de la observancia del conocimiento es posible y recomendable para enfrentar el reto demográfico. El ejemplo franciscano lo tenemos ahí mismo.

En La Abadía apenas viven hoy tres centenares de personas. Después de Segura de Toro, es el pueblo de la comarca del Ambroz menos poblado y, por tanto, más cercano a la desaparición si la tendencia demográfica continúa por la senda de los últimos lustros. Pero al contrario que Segura -anclada en la sierra y de más tortuosa carretera-, La Abadía goza de fácil acceso a/desde la autovía, de buena y rápida comunicación con Hervás -15 minutos- y con Plasencia -30 minutos-, de llanas y fértiles tierras para la actividad agrícola y ganadera y hasta de una reconocida piscina natural que permite sobrellevar los rigores veraniegos. Incluso -he aquí otra clave-, en el caso de que algún día el extraordinario y singular Palacio de Sotofermoso pasara a ser dignamente visitable -esto es, diariamente y sin limitaciones- y se pudiera invertir en su conservación y rehabilitación -tal vez parte de lo que fue su Jardín del Renacimiento-, podría convertirse en un referente regional para el turismo.

Pero, en lo que aquí interesa, sería la Cultura la que de verdad pudiera alzar a La Abadía al Olimpo del norte extremeño. Reconocer la importancia que para toda la región tuvo el su puerto, la cañada real que atraviesa el término o el puente contadero, la arquitectura pastoril que aún pervive en sus chozos o los retazos de su iglesia de Santo Domingo -con un campanario que acaso fuera eco del primigenio asentamiento de pastores en el Saltu fermoso-. Concluyendo, La Abadía es un pueblo aparentemente insignificante en la ya de por sí desconocida Extremadura que, sin embargo, tiene un potencial manifiesto, especialmente en lo cultural, para destacar en el futuro. Solo hay que saber revalorizar su Historia y su Patrimonio, como hicieron los franciscanos, y divulgar sus excelencias, como cantó Lope de Vega.

 

Juan Rebollo Bote

Lusitaniae – Guías-Historiadores

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