Entrevista a González Alcantud: «El iberismo y el orientalismo ibérico al unísono pueden darnos esperanza»

El autor granadino acaba de publicar el libro “Qué es el orientalismo” y está organizando unas jornadas de antropología e historia sobre iberismo

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José Antonio González Alcantud es catedrático de antropología social de la Universidad de Granada y académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Premio Giuseppe Cocchiara 2019 a los estudios antropológicos, González Alcantud tiene una prolífica obra. EL TRAPEZIO ha realizado esta entrevista cuando acaba de publicar el libro Qué es el orientalismo. El Oriente Imaginado en la Cultura Global (2021), fruto de una amplia investigación y reflexión a lo largo de su vida.

¿Qué significa el orientalismo para la historia y la identidad de la Península Ibérica (España, Portugal y sus regiones)? ¿Es una herencia positiva?

Planteado como “orientalismo” el tema del Oriente no debe encontrar contradictor alguno. El orientalismo, como el norteamericano Edward Said dejó planteado en su célebre libro Orientalismo, allá por 1978, puede ser concebido como un “discurso”, o sea como una visión sobre el Oriente, y hasta una moda artística, literaria, fílmica, etc. El orientalismo en sí no encierra ninguna amenaza; muy al contrario. En España y Portugal el orientalismo es una experiencia, además, íntima, porque de alguna manera hemos sido objeto y sujeto del orientalismo. Desde un lord Byron viajando a Sintra a absorber los tenues perfumes orientales del sur hasta viajeros como Chateaubriand o Irving que veían en el palacio nazarí de la Alhambra de Granada el colmo de lo oriental, y allí desarrollaron libros suyos como Le dernier abencerrage o The Alhambra. En este sentido el orientalismo como problema “doméstico” es parte de nuestra historia ibérica.

De hecho, hemos ensayado un estilo arquitectónico y literario híbrido entre las influencias orientales y occidentales que llamamos “mudéjar”. No obstante, en Portugal el ocultamiento del Oriente ha sido mayor, a pesar de los contactos que hubo entre Portugal y Marruecos en los siglos XV-XVI, y que dejaron una huella profunda. Las fuerzas colonizadoras de Portugal las absorbieron más los proyectos americanos y extremo-orientales. A ello contribuyó la derrota de don Sebastián en Alcazarquivir, que diezmó a la nobleza lusa, y puso fin a cualquier aventura nueva en el norte de África.

España dejó inacabada su conquista, a pesar del mandato de Isabel la Católica. Había capturado varias joyas islámicas de la máxima relevancia –Giralda de Sevilla, mezquita de Córdoba, Alhambra de Granada–, lo que en los exiliados andalusíes y moriscos generó una gran nostalgia, y una enemistad histórica. No obstante, los españoles y los andalusíes estaban de acuerdo en algo fundamental: no dejar avanzar al imperio otomano. España puso su pie en África, a lo cual contribuyó la retirada portuguesa, que le entregó Ceuta. Continuó el mandato de la reina Isabel, presente en su testamento. El Emperador Carlos V lo tomó al pie de la letra y organizó expediciones a Túnez y Argelia, pero Felipe II no continuó esa política, sino que la estabilizó creando una frontera hasta el día de hoy, con las posesiones españolas en el norte de África. De esta manera se controlaba sobre todo la piratería y el corso.

España más que Portugal a partir del Romanticismo pasó a convertirse en el oriental de Europa, y sus habitantes se adaptaron gustosamente a cultivar ese estereotipo.  No podemos culpar al resto de los europeos, como hubiese hecho E. Said, de convertirnos en orientales domésticos, por debajo de la escala evolutiva del progreso que cabía esperar de un continente cultivado y centro de la civilización. Quizás sólo los napolitanos y sicilianos podían competir en esto, como se observa en el “Manuscrito encontrado en Zaragoza” del polaco Jan Potocki.

En lugar de inferir de esta experiencia algo negativo, yo me he esforzado a lo largo de mi carrera intelectual y de investigador en revertir la mirada. Creo que somos propietarios, españoles y portugueses, de un “problema” que es sólo nuestro, y es la convivencia con los fantasmas de nuestra propia historia. Nueve siglos de presencia islámica en la península, del 711 al 1611 han dejado una huella profunda, por más que nos empeñemos en ocultarla o disimularla. Pero es una huella original, no es una extranjeridad, una “invasión”, es una modificación profunda del carácter de los autóctonos. Así lo veían, por ejemplo, Américo Castro y Gilberto Freyre, dos de los referentes en los años posteriores a la segunda Guerra Mundial, de la antropología histórica en lengua española y portuguesa. Nada se explica ya sin esa impronta. Y hay que extraer de la misma toda su positividad: la inclinación a la convivencia, la absorción popular del humanismo y la sensibilidad estética, sobre todo.

A diferencia de lo manifestado por ciertos críticos, el nuestro orientalismo es una arma cargada de futuro.

¿Qué significa el orientalismo para la América Ibérica, por ejemplo, para México y Brasil?

En los últimos veinticinco años México y Brasil, pero también Argentina y Colombia, entre otros, han ido descubriendo la parte oriental que tienen dentro. Cierto que Colón cuando llega a América oye unos sonidos que no comprende y que cree que es árabe, puesto que busca las Indias. Cierto que los métodos de catequización de América se tomaron en los primeros momentos de los del recién conquistado reino nazarí de Granada. Pero pronto se contempló que el indio no era un moro. La comprobación está hasta en Bartolomé de las Casas: al enseñarlos a los amerindios una cruz no la abominaban como los musulmanes, lo cual era signo de que no eran “enemigos”, sino seres ingenuos, a los que sí se podía convencer y atraer de su idolatría. Los moros eran irreductibles, y practicaban la taqiyya u ocultación. Los jesuitas lo entendieron bien y decidieron pasar del mundo islámico, dedicándose a América y a las Indias y Japón. El tema se olvidó, aunque las formas viajaron: me refiero a toda una arquitectura religiosa mudejarista que pobló toda América durante varios siglos, y que es perceptible en muchos templos a lo largo del continente. El islam se vivificó a través de la esclavitud negra, de aquellas zonas que a lo largo del río Níger, en África, estaban en contacto con la religión mahometana, y cuyos miembros eran llevados a Brasil, por ejemplo. Pero no dejó tener sólo un carácter testimonial, pues esté islam estaba muy mezclado con creencias animistas. Cuando realmente se produjo un redescubrimiento fue con la llegada de los sirios-libaneses, sobre todo a partir de la ocupación del Líbano en 1923 por Francia. Como su nacionalidad era otomana fueron conocidos en América como “turcos”. Dedicándose fundamentalmente al comercio, se aclimataron muy bien al mundo latino, y encontraron en él una suerte de fraternidad. Y por vía de identificación creyeron que ellos pertenecían a la diáspora de al-Ándalus, tanto musulmana como hebrea, y crearon círculos andalusíes en muchos lugares de América. El modernismo latinoamericano le dio un impulso estético también. Lo curioso es que quienes promovían esta política solían ser maronitas, es decir católicos libaneses. Ahora, como decía, se ha reverdecido esta alianza, y es un recurso cultural que utilizan muchos países iberoamericanos para hacer política exterior con el mundo árabe, turco y persa. En definitiva, es una mezcla de recurso cultural y político.

¿Cómo definiría la corriente de pensamiento de(s)colonial que han asumido algunos profesores universitarios? ¿Existe una decolonialidad buena y otra mala? ¿Qué diálogo se puede establecer con estos sectores? ¿Identifica alguna evolución en esa corriente?

Bueno, yo siempre me he considerado “poscolonial resistente”. Es decir, la poscolonialidad nos planea el problema urgente de llevar a cabo una descolonización más profunda que la puramente política. Esta última se logró en los años 60. Quizás la guerra argelina fue el episodio más relevante, ya que, en ella, en su violencia extrema, estaba presente que el colonialismo era un mecanismo discursivo para inferiorizar al autóctono y así dominarlo mejor, profundamente, psíquicamente. Octave Mannoni, Frantz Fanon y Albert Memmi así lo vieron desde Madagascar a Argelia. En particular Fanon, que era martiniqués, veía que existía un vínculo entre enfermedad mental y colonización. Y propuso que la vía de la violencia era la única posible no sólo para liberar un territorio sino para liberarse a sí mismos los “indígenas” de la inferioridad cultural –en la lengua, los vestidos, las creencias, etc.–. Cuando irrumpió el postmodernismo, este era una derivación lógica de las sociedades que se ponían por norte la gestión democrática de la descolonización imaginaria, científica y académica. Pero, entonces fuimos comprobando que las antiguas metrópolis, y en particular Francia y Gran Bretaña, más el imperialismo democrático norteamericano, basado en una aerocracia –en el dominio aéreo– y no en la ocupación territorial, querían seguir manejando la tramoya de los países independientes a distancia. En Marruecos, por ejemplo, tras la independencia en 1956 hubo más “cooperantes” franceses que antes coloniales. Raro, ¿no?

Consecuencia de los años dos mil –y ahí está mi libro Políticas del sentido. Los combates por la significación en la posmodernidad (2000)– era completar, profundizándolo democráticamente, mediante la multilateralidad y las nuevas tecnologías, el proceso descolonizador. Y ello exigía liberar al colonizado de sus ataduras infames, pero también al colonizador de la pesada carga de la dominación, que tampoco es plato de gusto excepto para los sádicos. El marxismo como ideología estaba en retroceso en la época, y eso facilitaba las cosas. Pero… en su agonía descubrieron los viejos estalinistas que podían redirigir el discurso periclitado de la lucha de clases a la de razas y géneros, más actual. Y aplicaron la misma diagnosis y terapia maniquea: buenos y malos, negros y blancos… Tuvo un cierto éxito en América Latina, en sus universidades, pero la madre de los vientos, la matriz de todo procedía de las universidades estadounidenses y canadienses, que habían contratado a pensadores “subalternos”, que por regla general eran cooptados desde las universidades británicas. Estos inicialmente eran indios que pertenecían a las castas superiores de su país, y que exigían expresarse y descolonizarse a través de exhibir los mecanismos de dominación en el medio académico. En fin, una tramoya que yo veía ya en Estados Unidos por aquellos años.

Entiendo que no han llegado a ningún lado quienes se han proclamado “descoloniales” –un barbarismo o anglosajonismo, puesto que tendrían que decir “descoloniales”–, y se han propuesto radicalizar a la juventud. Me horroriza el radicalismo verbal de los marxistas de cátedra. Pero me niego abandonar mi posición poscolonial resistente, que entiendo es más humana y dialógica, puesto que en fondo es menos fanoniana y más freudiana. Voy a seguir apostando por comprender qué cosa es no sólo el orientalismo sino el colonialismo.

¿Cree que es necesaria una producción propia de teoría y pensamiento en la comunidad cultural y lingüística iberoamericana (e iberófona) frente al exceso de influencias francófonas y anglófonas?

Es un viejo ideal, que atraviesa el hispanoamericanismo, aunque también con connotaciones neocoloniales, sea en español y/o portugués. No se trata de ir contra nadie, sino a favor del derecho a constituir una comunidad académica en lenguas ibéricas, y también itálicas, que nos permita emanciparnos de la tutela anglosajona y francesa, sobre todo. Eso exige algo elemental, que es que la circulación de nuestra literatura tenga el respeto que le conferimos al inglés o al francés, y que se pueda constituir una red mercantil de circulación de libros entre nuestros países. Hace mucho que se pretende hacer esta política, pero no es posible hasta el momento presente. Somos unos necios, porque hoy día China e Irán han apostado por el castellano –del portugués no tengo noticias– como una lengua internacional. Tenemos que pensar en términos ibéricos, como Saramago sabía, y antes que él Oliveira Martins, Gilberto Freyre, Américo Castro, Pi y Margall, y hasta los anarquistas de Federación Anarquista Ibérica.

¿Qué relación debería tener el mundo hispano con el mundo lusófono? ¿Cuál ha sido su experiencia personal y profesional?

Para mí Portugal en particular siempre fue mi segunda patria afectivamente. La conocí al poco de caer la dictadura, en el verano del 74, y he vuelto siempre que he podido, en muchas ocasiones. En Portugal me siento cómodo, sencillamente. Antes del confinamiento actual estuve en Oporto y Guimarães. Ahora bien, no he encontrado una manera de mantener el contacto profesional estable a lo largo de los años, a pesar de haber tratado y conocido a antropólogos e historiadores lusos. Tengo la impresión que siempre actúa entre nosotros la mediación británica y/o francesa. Creo que debemos avanzar por esa senda de emancipación, y creo que además nos va a llegar por vía de América. Ahí, Brasil ocupa un lugar súper importante. Cuando pienso en Brasil quisiera hacerlo como lo hizo Stefan Zweig, aun a riego de idealizarlo. No quiero pensar ni en el Brasil de Gobineau, con su racismo primigenio, ni tampoco en el de este demente actual de Bolsonaro. Estoy convencido que Brasil es la clave en estos momentos. En definitiva, siempre fue el país que quería ser moderno, y eso nos congratula. Allí sí he encontrado más posibilidades. Ahora mis amigos de Recife se proponen traducir mi libro “Racismo elegante” allá. No es por vanidad, es por justicia, mi agradecimiento. Creo que Brasil es una potencia iberista.

¿Qué nos puede contar de las próximas “Jornadas El Iberismo: Antropología e Historia” de la Fundación Lisón-Donald? ¿Qué significa el concepto de singularidad de la Península Ibérica para Carmelo Lisón y para usted?

La singularidad es un concepto que trasciende el de identidad. Carmelo Lisón Tolosana, maestro mío, fallecido en marzo de 2020, siempre apostó por la idea de collage cultural. Las identidades regionales y locales eran para él, como antropólogo, fundamentales para entender España. La mayor parte de su obra la hizo sobre la Galicia rural. Una de las última se titulaba justo así, “La singularidad cultural de Galicia”. La península ibérica amén de una cuasi-isla, que nos obliga a entendernos, por mandato geográfico, es un conjunto políticamente federal, con una historia y un tronco lingüístico común, que es un valor añadido. Incluso la historia colonial común nos tiene curados de aventuras externas, cosa que otros no acaban de comprender. Véase Francia que sigue queriendo mantener a toda costa sus departamentos de ultramar en América, África y Oceanía que no son otra cosa que colonias encubiertas.

Al hacer en la Puebla de Alfindén, en Zaragoza, en el que fue su pueblo natal, estas jornadas, damos continuidad a ese espíritu lisoniano. Lo propuse en el pleno de patronos, y fue aceptado. El profesor Honorio Velasco, presidente, nos hizo el encargo a Paz Gatell y a mí de organizar unas jornadas en torno al iberismo, desde la antropología y la historia, que serán el 12 y 13 de marzo. Creo que es una iniciativa importante, pues que visibiliza ante la comunidad académica la existencia del iberismo, de esa pulsión cristalizadora de la península ibérica, que de operarse políticamente nos convertiría en una potencia dentro de Europa, con repercusiones benéficas en el plano de la estabilidad internacional. Nosotros atendemos a la ciencia, pero no somos ilusos, y todo esto tiene su cuota política. Es nuestra obligación en una Europa en crisis, y con una zona inflamable en el Magreb, que no acaba de encontrar su estabilidad. De alguna manera iberismo y orientalismo ibérico al unísono pueden darnos esperanza. Es una obligación histórica y moral.

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