Cuando Lusitania era al-Andalus (I)

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Conocido es que las realidades histórico-territoriales de Lusitania y al-Andalus refieren, al menos desde el punto de vista teórico, a ejes temporales distintos. Mientras que la lusitana fue la provincia creada por los romanos en el suroeste de Hispania a fines del siglo I a.n.e., que pervivió durante todo el Imperio y que tuvo continuidad en época visigoda en forma de ducado militar, el espacio andalusí surgió precisamente tras la disgregación del reino godo de Toledo con la conquista arabo-islámica, a partir del siglo VIII, siendo abarcador de una porción peninsular mucho mayor que la lusitana. Es incuestionable que el tiempo de al-Andalus es, en el occidente ibérico, sucesor del de Lusitania. Que la otrora provincia romana y visigoda quedó inserta en la nueva realidad política y cultural andalusí es una evidencia histórica.

No obstante, más allá de esa cierta y efectiva interpretación territorial de la Historia o de clasificaciones academicistas excesivamente rígidas, aquella realidad nominal puede ser matizada conceptualmente según adoptemos diferentes perspectivas. En efecto, no existe ninguna entidad administrativa llamada Lusitania en el esquema organizativo de al-Andalus. Su espacio aparece dividido en numerosas coras (kura, pl. kuwur) o distritos provinciales capitalizados por algunas de las ciudades que tuvieron rango administrativo en tiempos precedentes, como Mérida, Santarem, Beja (capitales de conventus iuridicus romanos, además de sedes episcopales tardoantiguas) o Lisboa, Ocsonoba, Egitania -entre alguna otra- (igualmente sedes episcopales visigodas). Esto deja ver en mayor o menor medida un continuum “intertemporal” en el protagonismo de muchas de las civitas lusitanas, aunque esta circunstancia se da en gran parte del espacio peninsular que pasó a constituirse como al-Andalus.

Ni que decir tiene que es imposible conocer si dichas demarcaciones provinciales coinciden con las de etapas anteriores. Es posible que en algún punto sí, pero no en muchos otros. Por ejemplo, dada la nueva condición fronteriza del espacio norte de la antigua provincia lusitana, algunos núcleos urbanos que habían sido sedes episcopales, como Coimbra o Coria, parece que quedaron adscritas a otras coras, Santarem y Mérida en estos respectivos casos. Otras incluso quedaron fuera del dominio de al-Andalus, como Salamanca o Ávila, también obispados de la Lusitania visigoda. Por otro lado, hay indicios que apuntan a que el territorio bajo la órbita municipal emeritense se amplió más allá del límite sur lusitano en algún momento indeterminado de época visigoda o andalusí emiral. Resumiendo, la región administrativa de Lusitania no sobrevivió inalterada al nuevo tiempo de al-Andalus.

Ahora bien, sí creemos que su noción territorial, aun mermada y reinterpretada, continuó existiendo durante la mayor parte del Emirato cordobés, esto es, hasta inicios del siglo X. No es este el lugar para desarrollarlo en extenso pero sirvan algunas anotaciones a modo de síntesis. De un lado, tengamos en cuenta que el propio nombre de Lusitania aparece puntualmente en las fuentes. En su forma arabizada, Laydaniyya, se usa para referirse a la civitas romano-visigoda de Egitania -actual Idanha a Velha-, urbe de relevancia entre Tajo y Sistema Central, sede episcopal, capital de cora y enclave militar por su posición fronteriza a partir del siglo VIII. Esta identificación tal vez sea resonancia de la zona nuclear que habitaron los lusitanos antes de la llegada de Roma. De otro lado, las crónicas cristianas (de finales del siglo IX) mencionan en más de una ocasión a Lusitania para aludir al territorio hoy extremeño y portugués bañado por el Tajo y el Guadiana en las acometidas de los reyes asturianos, muestra manifiesta de la pervivencia de la idea lusitana, por lo menos la clásica, entre la élite culta del reino.

Es de suponer que, de la misma forma, la élite política y social de origen hispano-godo que siguiera habitando la región lusitana tras la conquista árabe, habiéndose convertido al islam -muladíes- o permaneciendo en la fe cristiana –“mozárabes”-, conservaría durante cierto tiempo su noción territorial. Así pudiera intuirse tras analizar los espacios por los que se extienden los movimientos de rebeldes como Mahmud b. al-Yabbar o Ibn Marwan durante el siglo IX, circunscritos al ámbito lusitano y debido posiblemente a los lazos que unían a estas élites locales y comarcales desde tiempos preandalusíes. Más claro aún pudiera estar el concepto de Lusitania entre la jerarquía eclesiástica, quienes fundamentarían su influencia territorial y espiritual en la historia y tradición de su archidiócesis, cuya cabeza fue Mérida, y en su división administrativa en una docena de sedes sufragáneas.

La llegada del nuevo poder árabe a la Península no supuso una ruptura brusca en lo social o en lo cultural. Si algo ocurrió, fue que aumentó la diversidad étnica, lingüística y religiosa que durante el siglo VII había menguado tras la asimilación de suevos, la desaparición del arrianismo, de los resquicios de la lengua germánica, la persecución de judíos y probable conversión de muchos de ellos, la permisividad de los matrimonios mixtos entre hispano-romanos y godos o la profesión de fe católica de todo el reino. Las aguas pluriculturales volvían al cauce natural de Iberia con el arribo de contingentes poblacionales norteafricanos, arábigos y de otras partes del Oriente mediterráneo, con una nueva creencia religiosa y la tolerancia –discriminatoria, por supuesto- de las “gentes del Libro” -cristianos y judíos-.

Así, los siglos VIII y IX estarán caracterizados -y Mérida es el ejemplo mejor conocido de Lusitania- por la complejidad social y cultural que imprimieron tribus bereberes de toda procedencia, con sus diferentes lenguas y tradiciones de carácter más o menos nómada, árabes -baladíes- ostentadores del poder y concentrados principalmente en el ámbito urbano, hispano-godos convertidos -muladíes- o persistentes en el cristianismo, judíos, sirios, etc. Es este aspecto, por tanto, uno de los cambios más importantes que se introdujo en la octava centuria pero que a su vez permitió las pervivencias del tiempo anterior que representaba la población autóctona. Hay que resaltar en este sentido que no todo el espacio lusitano experimentó la novedad y mientras que los árabes de etnia sabemos que ocuparon ciudades como Mérida, Beja o Coria, los bereberes sí quedaron repartidos por gran parte del ámbito rural, destacando, por ejemplo, la tribu Masmuda en las tierras fronterizas de Coimbra, Egitania o la citada Coria o los Nafza y Miknasa en el este extremeño.

El nuevo carácter fronterizo del solar lusitano representó un cambio evidente, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo VIII, momento en que queda establecida en torno al Duero en su sector portugués y al Sistema Central en la parte española la zona de “separación” -y por tanto de inseguridades e influencias mixtas, tierra de nadie y de todos– entre el joven reino Astur y el emirato entronizado por los Omeya. Y, aun así, de nuevo, podemos reconocer similitudes geo-territoriales entre la Lusitania -que, recordemos, llegaba hasta el Duero- y lo que se denominará Frontera Inferior de al-Andalus -en las fuentes a veces como tagr al-Adna (“frontera próxima”), otras como tagr al-Yaws (“frontera media”) o más genéricamente al-Garb (“occidente”)-.

Los cronistas árabes no dudan en otorgar a Mérida la distinción como mayor y más importante ciudad de todo el occidente andalusí, independientemente de que su papel administrativo sea distinto al de tiempos preandalusíes. Su indiscutido protagonismo territorial durante los dos primeros siglos de dominio islámico es sin duda uno de los aspectos más determinantes a la hora de reconocer la continuidad lusitana. En ello tuvo mucho que ver, como hemos expuesto, la permanencia del elemento social y cultural muladí y mozárabe, particularmente de sus élites, así como del lazo que unía la capital emeritense con las sedes episcopales sufragáneas detentoras igualmente de papel protagonista en sus delimitaciones territoriales. Otros dos aspectos coadyuvaron: la red de comunicaciones siguió tejiendo y estructurando el espacio lusitano -todos los caminos llevaban a Mérida- y la inercia atlántica de la región continuó enfocada al estuario del Tajo. Lusitania seguía existiendo, islámica, pero lusitana.

 

Juan Rebollo Bote

Lusitaniae – Guías-Historiadores

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