La diversidad humana y paisajística de la península es un hecho que se impone y que es concebido por todos los habitantes esta ínsula incompleta, unida por la pequeña lengua de tierra pirenaica a Europa, como un logro. La generación castellana del 98 –el “salmantino” Unamuno y sus coetáneos– angustiada por el futuro de España se preguntaban en torno al paisaje castellano quintaesenciando por lo hispánico. Sin lugar a dudas el paisaje de Castilla, evocador de soledades, en el fondo da cuenta de los combates heroicos librados en él, que han quedado subsumidos en los páramos, y en los fabulosos castillos que los puntean. Gentes bravas que, a pesar del entorno belicoso, tuvieron fuerzas, como el marqués de Santillana, en el siglo XV, para acoger, patrocinar y difundir lo más granado del Renacimiento. Por cierto, en la biblioteca del de Santillana el peso de la lengua galaico-portuguesa fue grande. Ahora en el hall de la Biblioteca Nacional en Madrid se puede ver algunas de las obras de su biblioteca personal, que impactan por la magnificencia artística. Son verdaderas joyas del humanismo castellano, que contrasta con la aridez de los paisajes que las albergaron.
Cierto que cuando se penetra en Galicia por el sur limítrofe del paisaje cambia, casi abruptamente. La vista de las tierras orensanas desde las cumbres de O Cebreiro es fabulosa. Mi maestro Carmelo Lisón Tolosana, originario de otras estepas, las que circundan al río Ebro, consagró buena parte de su vida a estudiar el modo de vida gallego, hasta cierto punto exótico para él, donde había complicidades con lo hispánico, innegables, pero también una potente “singularidad cultural”.
En ese orden, Alfonso Rodríguez Castelao (1886-1950), el ideólogo, amén de artista, del galleguismo contemporáneo, en época republicana, habiendo sido elegido por la candidatura del Frente Popular, afirmaba ante Azaña que, “los castellanos comprenden que en la unión pactada de los dos Estados peninsulares reside la posibilidad de una futura grandeza, pero temen la identificación cultural de Portugal y Galicia, porque es esta identificación reside el fin de la hegemonía de Castilla”. Para trazar su propia utopía: “Con el fin de la hegemonía de Castilla terminaría el “peligro español”, que tanto temen los portugueses”.
Del histórico desencuentro entre España y Portugal Castelao saca un sentimiento de pérdida, de verdadera saudade, por la lejanía irremediable de tener que vivir de espaldas dos países “naturales” como eran el gallego y el luso. Sabía que no debía enfrentar el norte de Portugal, regido desde Lisboa, y su propia Galicia arrinconada desde Castilla. En su libro Sempre en Galiza, donde las alusiones a Portugal son recurrentes, acaba responsabilizando a Castilla de ese desencuentro: “A hexemonía política de Castela fixo medrar a súa retrasada cultura, até poñela, de súpeto, por riba da nosa, como a independencia de Portugal trocou en frores de xardín (civilización) as frores ventureiras (cultura) do noso lingoaxe; mais é o certo que por culpa de Castela perdeu Hespaña canto nós podíamos darlle, e vendo a nosa cultura frorecida en Portugal podemos medir o ben que Galiza i Hespaña perderon”. Para Castelao, Portugal ha surgido de “las entrañas de Galicia”, y desearía que al unísono constituyesen una alianza capaz de doblegar la supremacía de España/Castilla.
Siendo pragmático, Alfonso R. Castelao, en paralelo con su tenaz defensa del estatuto de autonomía para Galicia, en los años treinta, pretendió que las relaciones transfronterizas fuesen lo más fluidas posible. Lo manifestó en un artículo titulado “Portugal y Galicia”: “Nunca reconocemos, de grado, el derecho de los portugueses a pedirnos un pasaporte cuando atravesamos el Miño ni el derecho de España al impedir que los portugueses entren libremente en Galicia”. Derecho al contacto cultural y social, pues, sin fronteras.
Empero Castelao, de la misma manera que defiende los derechos de la galleguidad, manifiesta una gran incomprensión de lo que significa el “sur”, en una de cuyas regiones, Extremadura, estuvo desterrado en 1934, y que con toda probabilidad por esta experiencia negativa consideraba una “tierra miserable”. Y no acaba ahí su rechazo: ve un peligro en el avance del andalucismo por el sur, el Algarve-Alentejo: “Estamos viendo como desde el Mediodía lusitano se irradia una especie de andalucismo que desvirtúa la originalidad galaico-portuguesa, base de la autonomía moral”, apostilla.
Lo entiendo, como andaluz, solo con la distancia debida. Pero, sobre todo, lo comprendo más cuando me acerco a su obra gráfica, de caricaturas precisas e incisivas, con esos personajes cargados por el peso de la Galicia rural, y del caciquismo, que él mismo tuvo que soportar en su pueblo, Rianxo, bajo el equívoco manto liberal de los Gasset. Castelao se hizo conservador por puro rechazo al caciquismo de un sector de los liberales.
Tengo en mi haber tres amigos “gallegos”. El más galleguista de todos, Basilio Fernández Magdalena, camarada del servicio militar obligatorio, matemático, que me hizo descubrir la historia cultural de su disciplina en nuestros largos días cuarteleros, y que ahora me cuenta que estuvo impartiendo hasta la jubilación sus clases de matemáticas en gallego porque “era lo natural”. Él me libró de ir a una prisión militar, en un acto reflejo, que Basilio ha olvidado, pero yo no, en aquellos tiempos oscuros del franquismo declinante. Juntos descubrimos los bares de la calle de la Libertad, de Madrid, donde se podía respirar algo oyendo música y tomando licores, en una ciudad que a mí como andaluz y a él como gallego nos era ajena. Con Basilio descubrí el sur de Galicia, y el norte de Portugal.
José Antonio Fernández de Rota, catedrático de Antropología de A Coruña, fallecido tempranamente, con quien viajé a plenitud por el Perú donde había él había tenido una vida previa, que escribió la historia cultural de un viejo paisaje gallego, sacando el asunto noventayochista de los caminos trillados del impresionismo, llevándolo a la comprensión científica. Con él descubrí la ría de El Ferrol, cuando Tejero acababa de dejar el hueco de su presencia como presidiario en el castillo que la vigila.
Y para finalizar, el profesor Carmelo Lisón Tolosana, que fue quien más indagó en la personalidad cultural de Galicia, desde una mirada externa, que yo aprecié, antes de trabar amistad, leyendo la mayor parte de los once volúmenes que dedicó a los hombres y mujeres gallegos. “El quid ethnicum gallego –sentenció Lisón– es algo que veo no sólo como pura esencia figurativa sino como una realidad empírica también, objetivado etnográficamente en sus instituciones, modo de vida, formas de familia, creencia en sus cultos, con sus hierofantes y sacerdotisas, ritos, santuarios densos en vida, profundidad semántica y trascendencia, cánones de pensamiento y arte”. Carmelo hizo miles de encuestas por la Galicia rural de los años sesenta para sacar conclusiones profundas.
Los tres de una manera u otra, además de darme su amistad, me han invitado a comprender Galicia, desde la experiencia.
Todo este paisaje y paisanaje lo he podido recuperar ahora con motivo de un viaje, en el que hice alto en Ávila, revisitando, en el claustro de su hermosa catedral, las tumbas de Adolfo Suárez (“triunfó la concordia”, reza en su lápida) y de Claudio Sánchez Albornoz (al lado justo, pero donde no se hace alusión alguna a la condición de presidente de la Segunda República en el exilio); en La Bañeza, en la que los miembros de la Academia de la Máscara Ibérica, de Bragança, me hablaban en portugués, a pesar de ser sobradamente peritos en el castellano, dejando así patente la irreductibilidad de lo luso, detalle interpreto como un signo de amistad verdadera; en la Galicia profunda del granioso río Minho; en los pazos aristocráticos donde se cultiva el albariño; en el taller del ceramista de Nacho Porto, que domina con sus cerámicas plenas de triunfante ironía, las inmensidades de las playas de Carnota…
Todo ello no obsta para en los doloridos pueblos semi abandonados de León y Castilla me hayan hablado también de sus presentes sufrimientos, es decir del vaciamiento intencional del mundo rural. No soy quién para certificar esto, pero lo cierto es que los habitantes que pierde el mundo rural centro-peninsular van todos a parar a Madrid, que va tomando tintes de megalópolis… Mas, en estos viajes peninsulares “a lo Gaziel” uno siente por fin que Iberia marcha por el camino de esa concordia en la diversidad, tan elocuente, tan fantástica, que imagino todos deseamos, a pesar de las sombras que proyecta el crecimiento desmesurado de Madrid.
José Antonio González Alcantud