Norteamericanismo versus sudamericanismo. Esta sería la clave de la vieja disputa de fondo entre el Gobierno mexicano y el brasileño. Y, ¿qué sería el latinoamericanismo para uno y otro? México lo disolvería en un panamericanismo; Brasil -sin embargo- lo lideraría desde un sudamericanismo. Estamos -en la práctica- ante una autoexclusión mexicana del ámbito latinoamericano que puede dar algunos dolores de cabeza.
En consecuencia, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), presidente de México, y Luiz Inácio Lula da Silva, presidente de Brasil, tienen visiones geopolíticas diferentes para América Latina. Esto ya se ha evidenciado con un par de menosprecios. A saber: AMLO no fue a su toma de posesión de Lula ni a la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en Buenos Aires, lo que implica una desconsideración también con Argentina, que se suma a las diferencias en la elección del presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Además, en el mensaje en vídeo que envió a la CELAC, AMLO reitera su panamericanismo. Días más tarde, su canciller Marcelo Ebrard ha apoyado la Alianza para la Prosperidad Económica en las Américas, proyecto de la Casa Blanca, sin ningún contrapeso ni estrategia. Es posible comprender el norteamericanismo de México por su ámbito específico con Estados Unidos y sus obligaciones del área comercial dados los beneficios de su sector exportador, pero no deja de ser un suicidio cultural y geopolítico. Alguien podría alegar que, al igual que España y Portugal se unieron a la Europa transpirenaica, los mexicanos pueden aspirar a su unión económica con los angloamericanos. La experiencia ibérica lo que dice es que hacen falta tener contrapesos y diversificación de estrategias.
Tal vez sea posible hacer compatible una coordinación intercontinental iberófona en clave policentrista. Si Iberia tiene su ámbito europeo; los iberoafricanos la Unión Africana; los hispanos de Estados Unidos, de México y de Canadá quizá tengan otro ámbito (norteamericano), por la importancia de la comunidad emigrante y su vieja hispanidad, en un escenario que no se sabe bien quién es caballo de troya de quién. Eso sí, para que fuera virtuoso, primeramente, México tendría que renunciar a querer arrastrar a otros países latinoamericanos al ámbito de América del Norte. Es decir, es importante preservar un marco ampliado de América del Sur y el Caribe, que vendría a ser Latinoamérica, desde donde se ejerciera ese liderazgo de esa coordinación intercontinental y policentrista iberófona.
Como decíamos, el conflicto entre Brasil y México no es nuevo. Estas contradicciones ya se expresaron entre ambos países a lo largo del siglo XX y XXI. La profesora María Cristina Rosas afirma que “la rivalidad entre México y Brasil ha sido la norma, quizá porque cada uno percibe al otro como un intruso en su respectiva región geográfica de influencia”. La visión latinoamericanista brasileña tiene una racionalidad contrahegemónica regional, sobre la base de la exclusión de Estados Unidos y Canadá. Brasil quería y quiere negociaciones en bloque con diferentes potencias del mundo, incluida Estados Unidos, de tú a tú, sobre la base de respeto mutuo. El Partido dos Trabalhadores sabe que Brasil puede hacer política bilateral, pero sienten que no es suficiente para afirmarse en la arena política internacional.
Pese a la otrora retórica antiimperialista bolivariana de Hugo Chávez, el proceso real de integración latinoamericana estuvo sometido a reglas objetivas compatibles con el Mercosur (Mercado Común del Sur), exigidas por el Itamaraty. Otra cosa muy distinta fue y es el ALBA. Brasil -antes de 2016- siempre fue árbitro de las tensiones entre varios países, especialmente graves fueron las de entre Venezuela y la Colombia conservadora antes de Gustavo Petro. Lula mantuvo una centralidad política al margen de sus simpatías.
Actualmente, México está dentro de un área de libre comercio con Canadá y Estados Unidos. Brasil -por su parte- está dentro del Mercosur (libre comercio + unión aduanera + libre circulación de personas), junto con Argentina, Uruguay y Paraguay (con Bolivia en proceso de admisión y con Venezuela suspendida). En 2011 llegó a existir algo parecido a un área de libre comercio de Sudamérica (con una serie de acuerdos de exenciones arancelarias mutuas en función del Mercosur), que fue la base económica de la breve y frustrada integración política del Tratado Constitutivo de Unasur (Unión de Naciones Suramericanas), donde también había un Consejo de Defensa. En el ámbito crediticio, además de los bancos regionales tradicionales, el BNDS, el gran banco del desarrollo brasileño, financiaba grandes obras en toda América del Sur y el Caribe, que -algunas de ellas- se vieron salpicadas por corrupción de algunos directivos y políticos.
Asimismo, la desdolarización de la región estaba en la agenda de la convergencia monetaria, pero para eso hacían falta muchas etapas de convergencia macroeconómica y discusiones de cómo realizarla. Por eso Lula y Alberto Fernández han vuelto a poner encima de la mesa la cuestión de primero una moneda comercial y después una moneda común, como una forma de señalar a sus equipos el alto grado de ambición para retomar el proceso de integración, que no parece que vaya a ser rápido por las fuertes inercias nacionales.
El pasado ciclo político latinoamericano, dominado por sectores proclives a Estados Unidos, ha destruido o congelado buena parte de la primigenia integración, con excepción del Mercosur. Las alternativas de las derechas, como la Alianza del Pacífico, el Grupo de Lima o Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur), se quedaron a años luz de lo que fue Unasur. La conclusión es obvia: la integración latinoamericana tiene que ser una cuestión de geopolítica de Estado. Unos tienen que evitar ideologizarla y otros tienen que incorporarla a su ideario y acción de gobierno.
La visión brasileña de la integración latinoamericana (que está en su Constitución nacional como objetivo de su política exterior, aunque la derecha no lo asuma) parte de una ampliación de su sudamericanismo, que nace a su vez de una alianza de la Cuenca del Plata sobre la base de la hermandad argentino-brasileña. Es decir, para Brasil, la CELAC es una América del Sur ampliada, sin tutelas de Estados Unidos, Canadá, Portugal y España.
Brasil cuenta con muchas simpatías en el Caribe y en América Central; es -precisamente- México su piedra en el zapato en el marco de la CELAC. No obstante, Brasil puede encontrar aliados exteriores para su proceso de integración, como por ejemplo Portugal y España. En el caso español, coincide que existe un interés mutuo similar, digamos que un interés mediano-alto recíproco. A veces ocurre que un país tiene interés por otro, pero no es correspondido, por diversas asimetrías. Por eso, España y Brasil, si afinan sus narrativas diplomáticas, con el soporte de lo empresarial, académico y cultural, pueden intensificar sus relaciones estratégicas. En el México de López Obrador, nada de esto es así: AMLO instrumentaliza a España como una forma de hacer política de consumo interno, poniendo zancadillas a una relación histórica. Brasil puede hábilmente ocupar el espacio dejado por México; por eso tiene sentido que Brasil se tome más en serio el ámbito iberoamericano, del que nunca se interesó demasiado, pero del que tampoco fue hostil.
En marzo en la República Dominicana veremos el poder de convocatoria y de interés suscitado por la Cumbre Iberoamericana, que es un organismo internacional que ha sobrevivido a numerosas crisis, cuya finalidad ha sido más de coordinación y mantenimiento de las relaciones, que de articular algún tipo de bloque geopolítico. No obstante, el futuro pacto entre Mercosur-Unión Europea, que Lula prevé que este cerrado para el fin del primer semestre, puede facilitar los intercambios comerciales iberoamericanos.
Con 80 años, Celso Amorim, cerebro de la política exterior brasileña, es la única esperanza a corto plazo para articular mínimamente el espacio panibérico. A medio y largo habrá otras oportunidades porque la tendencia es una realidad. El mérito de Lula está en su capacidad de mediación en ese espacio (y en el mundo), independientemente de los objetivos finales que tenga. Es el único en entusiasmar y ser reconocido simultáneamente como líder por figuras tan distintas como Evo Morales y Felipe VI, así como en iniciar una serie de movimientos diplomáticos para reequilibrar el poder mundial para un futuro más pacífico.
El nuevo Itamaraty, que vuelve a ser el viejo, con un reimpulso lulista, va a pasar por varias pruebas en su reinserción internacional. Esta primavera está plagada de reuniones. Estemos atentos al Mercosur, la CPLP, la Zona de Paz y Cooperación del Atlántico Sur (ZOPACAS), la visita de los Reyes de España a Angola, la Cumbre Iberoamericana de la República Dominicana, la visita de Lula a Portugal el 25 de abril y la Cumbre CELAC-UE bajo Presidencia española en el verano. Por último, desde las sociedades civiles tenemos que desde ya reimpulsar las relaciones hispanobrasileñas y promover visitas productivas entre ambos países.
Pablo González Velasco