La Semana Santa terminó, ahora es tiempo de viajar

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Ríos de gente por doquier, enclaves patrimoniales abarrotados y terrazas e interiores de negocios de hostelería repletos, esa es la pauta común de la pasada semana en España y Portugal. Ya era hora -afirma gran parte de la sociedad- de que se retomaran los hábitos de turismo anteriores al COVID-19. El sector, que tanto ha sufrido en estos dos años de pandemia, ha valorado muy positivamente los datos de los últimos días, como es obvio. Ahora bien, pueden darse otras interpretaciones no tan benignas de lo acontecido esta Semana Santa. Nos referimos al impacto negativo consecuente del turismo de masas en muchos pueblos, ciudades y entornos naturales de nuestra península.

Partamos primero que la inmensa mayoría de los trabajadores solo puede permitirse desplazarse y desconectar en fechas festivas, por lo que resulta completamente lógico que la Pascua y demás “puentes” que salpican nuestro calendario anual sean los tiempos en que se producen las mayores aglomeraciones. Esta dinámica continuará ya que no parece que a corto plazo vayan a cambiar nuestras jornadas y semanas laborales de ocho horas -o más- y de cinco días -o alguno más en muchos casos-, respectivamente, ni nuestros periodos vacacionales. Por ello es necesario pararse un momento a pensar cuáles serán las consecuencias si la inercia turística sigue por el mismo camino en determinadas fechas festivas.

La capacidad que tienen la gran mayoría de los núcleos urbanos, rurales y naturales para recibir contingentes humanos no es infinita. La solución no parece que sea el otorgamiento ilimitado de licencias de aperturas de hoteles o apartamentos turísticos. Esta problemática ya es manifiesta en Baleares, Madrid, Lisboa o Barcelona. Recordemos que la población local que vive en los cascos históricos y en edificios que cada vez ofertan más apartamentos destinados a los visitantes es la que más sufre las molestias que ocasionan quienes no actúan con empatía para con las personas residentes. Las administraciones locales son en este punto las responsables de gestionar esta cuestión, que ha de pasar indispensablemente por anteponer el bienestar de la población residente. Siempre. No se puede tolerar el “solo son unos días de molestias”.

De otro lado está el sufrimiento patrimonial. Más allá de la suciedad que dejan las aglomeraciones (colillas, orines, plásticos, mascarillas, etc.) en el urbanismo y, mucho peor, en la naturaleza, está la falta de respeto a los espacios histórico-artísticos y paisajísticos. Aquí tiene mucho que ver la errónea consideración social de que todo lo cultural es susceptible de convertirse en turístico. No. Auschwitz no es un lugar para selfies, es enclave de reflexión. Y hay pasos de Semana Santa en los que se ha de estar en silencio, y vivirlo, no grabarlo con el teléfono. El Patrimonio no es únicamente algo antiguo, bello y potencialmente fotografiable, tiene su razón de estar ahí, de conservarse y de extraerse un aprendizaje de ello. La excesiva afluencia y las prisas no son buenas consejeras. En todo esto la responsabilidad es principalmente de la persona que viaja.

Tengamos en cuenta, por tanto, qué tipo de turismo queremos, si de cantidad o de calidad. La semana de las aglomeraciones ya ha pasado, aprovechemos ahora para disfrutar sosegadamente de nuestro patrimonio, con tranquilidad, huyendo de la comida rápida, de las visitas guiadas de gigantescos grupos y, sobre todo, obteniendo aprendizaje del lugar que recorremos. Como dice el escritor Sergi Bellver, “si el viaje no cambia al viajero, entonces es solo turismo”.

 

Juan Rebollo Bote

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