Olivenza, es sabido, constituye una suerte de Gibraltar portugués, una piedra, pequeña eso sí, en el camino del iberismo. Una afrenta que dura desde la “guerra de las naranjas” de 1801 que enfrentó a España y Portugal, marionetas en las disputas europeas entre Francia y Gran Bretaña, que tuvo incluso su proyección hacia sus colonias americanas. En el actual estadio de las relaciones hispano-portuguesas el asunto hasta cierto punto es irrelevante, pero cuando las tensiones afloran por cualquier motivo vuelve a la palestra, dando vuelos al nacionalismo prelógico.
Prescindiendo de los hechos históricos, nos acercamos a partir de Olivenza a la realidad de las fronteras. Las naciones europeas han puesto mucho interés en enfatizar la “naturalidad” de las suyas, eliminando todos los hechos transitorios. Si los Estados del antiguo régimen eran más bien núcleos territoriales con hinterland hasta donde alcanzaba su vista e influencia, con límites ambiguos, los de la edad contemporánea, tuvieron verdadera obsesión por marcar claramente, con precisión topográfica, dónde empezaba el uno y terminaba el otro. En la postmodernidad, paradójicamente, las fronteras poseen una suerte de erótica perversa que, al contrario de lo pretendido por la globalización, han fracturado el mundo hasta el más mínimo detalle. De ahí la dificultad para nómadas y apátridas para sobrevivir al poder omnímodo de las naciones.
La primera vez que visité Olivenza, antes de estar Portugal y España bajo el cielo protector de la Unión Europa, con la sugestión del español de a pie que vive confortablemente en su nicho “natural” sin dudar de su homogeneidad, quedé conmocionado por la omnipresencia del estilo manuelino allí presente, indiscutible una marca de la portugalidad que destila el lugar. El estilo artístico es de esas cosas que también han llegado a parecer naturales para definir a una cultura. En los años treinta varios antropólogos e historiadores del arte quisieron capturar en una suerte de historia de los estilos lo que era y no era un estilo. Uno de ellos era el etnólogo Alfred Kroeber, otro un historiador del arte, que siempre equivocadamente tuve por antropólogo, Meyer Shapiro. Según ellos el estilo acababa necesariamente asociado a una nación, en la que estaba depositada el genio creador.
Años después de aquella primera y reveladora visita retorné a Olivenza para un curso de verano en el que estudiábamos la cultura popular. El promotor, Julio Alvar, tozudo y bravo aragonés, había investigado en el territorio brasileño, en Guaraqueçaba, en el sur del país, y publicado un libro que basculaba entre el mar y el mato. Me hice idea al cabo del tiempo de lo atractivo de aquella zona de Brasil cuando la visité, en particular la exótica Ilha do Mel. En particular, recuerdo de Julio sus películas en súper 8 mm, y como nos hablaba de cuando en aquella región remota se había ido perdiendo el uso de la rueda, quizás por la fragosidad del terreno. Bueno, pues, con Julio y Janine, su esposa, nos reuníamos en un convento de monjitas, que nos sisaban la comida, tras habernos enseñado suculentos platos que nos retiraban de improviso. Todo parecía natural, otra vez, desde que las monjas nos hurtaran alimentos, sin saber la razón exacta, hasta la frontera incluida, menos razonable aún.
Más adelante, un grupo de antropólogos realizamos un congreso de nuestra materia también en Olivenza, donde hice un viaje azaroso con mi amigo Manuel Lorente, cantaor flamenco. Siempre nos acompañó en el largo periplo desde Granada, en un enorme y destartalado Mercedes, el sonsonete de sus cantes y quejíos. Un flamenco lleva obsesivamente su ser anclado a la música. Y, entonces, me volvió la extrañeza de aquel estilo, de la fachada del ayuntamiento de Olivenza o de la iglesia de la Magdalena. Lugares que han sido destacados por sus formas gráciles, de un gótico con un estilo muy particular, que algunos catalogaron acertadamente de sensual.
Sabido es que una de las características definidoras de lo portugués, junto al fado, probablemente sea el “estilo manuelino”, de connotaciones esotéricas y mesiánicas, que por doquier se extiende por Portugal, y también por algunos lugares de sus colonias y ciertos espacios limítrofes de España. El manuelino, por el rey don Manuel I, volcado a construir un imperio verdadero, fue un singular gótico sin aspiraciones internacionales, creado por el genio portugués, que sólo traspasó tímidamente sus propias fronteras. Ahora bien, en su solipsismo fue un estilo de fuerte personalidad, capaz de evocar ensueños de tierras lejanas. Un estilo capaz, en definitiva, de inspirar a viajeros como británico William Beckford en plena época romántica. Este abrumado por el onirismo del monasterio de Alcobaça escribió significativamente: “Yo me abandoné por completo a mis románticas ensoñaciones que el decorado de alrededor tanto me inspiraba. Dos majestuosos pórticos, anchamente abiertos para acoger los soplos de la brisa, dejaban ver los claustros y patios principales de este inigualable monumento del más puro gusto del siglo catorce. Una luminosidad regular y tranquila bañaba esas superficies amplias y grandiosas”. A través de la mirada de un viajero romántico nos hallamos ante un estilo que destaca por su luminosidad, y que es singular, con algo de exótico.
El problema que nos plantean las fronteras es que son “imaginarias” en buena medida. Yo, sin ir más lejos, acabo de publicar en París, en la editorial L’Harmattan, un volumen que se llama justo así Frontières imaginaires, para definir la relación entre Andalucía y Marruecos a través del arte y la fotografía. En esa lógica definí en otro momento a esa frontera como “líquida”, tomando prestado el término del gran historiador Fernand Braudel, para una exposición que se realizó en Tetuán y diversas partes de Andalucía. Líquidas o imaginarias las fronteras no siempre coinciden con sus trazados político-cartográficos. Es la conclusión principal de estos devaneos a mi cargo.
Pero las fronteras tienen igualmente algo de material, no son puras abstracciones, se acaban naturalizando, y sus habitantes se agrupan en un lado y otro y se otorgan argumentos para su existencia. Las fronteras, por consiguiente, existen, no se pueden negar, aunque unos y otros las hayan estado traspasando durante siglos. En Olivenza se percibe esa extrañeza: estamos en una tierra arrebatada, apartada, donde se nos impone el manuelino. Es un verdadero limes, donde nos sentimos extrañados, por la presencia de un estilo fantástico, construido sobre una imaginación diáfana, imperial incluso, que no ha ideado el ocupante ulterior.
Me gusta Olivenza, precisamente por la extrañeza que destila –estilo singular en tierra ajena– y me encantaría que fuese un polo importante de la iberidad, un lugar de reencuentro y no de tensiones, por más mínimas que fuesen. Un modelo de lugar hospitalario post-globalidad.
José Antonio González Alcantud