Reseña del libro “El país que nunca exitió” de Gabriel Magalhães

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A Gabriel Magalhães le duele Iberia; le duele como le dolía España a Unamuno. A pesar de no tener tan clara como Unamuno su adhesión sin complejos a un iberismo del entendimiento, se trata de un gran unamuniano por su anti-latinismo indigenista ibérico y su sentimiento y resentimiento trágico de la vida. La hipótesis del libro de Magalhães es que los ibéricos tenemos un trauma por el miedo a la imposición de los unos sobre los otros. Este trauma también se expresa en la guerra de narcisismos o vanidades regionales, que -según su teoría- vendría de los tiempos de la romanización, denotando un cierto indigenismo sentimental en sus palabras. El trauma se resume en el temor a desaparecer, lo que impediría una utopía iberista.

Sin percatarse, mientras que el autor exploraba las constelaciones nacionales ibéricas, un nuevo marco jurídico iberista entraba en vigor el pasado 11 de mayo. Ha sido indoloro. Por tanto, todo ese gratuito tormento psicológico del iberismo vivencial es sólo un exceso de dramatismo típico del Mediterráneo que lo sufren afortunadamente sólo algunas personas. Y lo más importante: tiene remedio. Ahora toca darse una ducha de realidad. Hemos llegado al iberismo: tenemos una confederación europea de facto y dentro de la misma una cooperación reforzada de facto: el nuevo Tratado de Amistad y la Estrategia Común de Desarrollo Transfronterizo. A lo que hay que sumar que ya existe una unión ibérica comercial, económica y monetaria, sin fronteras, así como una política energética iberista: la Excepción Ibérica. Los ministros ibéricos se coordinan antes de las reuniones europeas e internacionales. El iberismo, por tanto, está vigente. Ha entrado y no ha dolido. El iberismo gubernamental lo podemos ver en Europa, Iberoamérica y La Raya. Incluso se ha reconocido la identidad ibérica en un comunicado de los ministros de Exteriores por ocasión del quinto centenario de la vuelta al mundo. En el nuevo Tratado se institucionaliza la celebración de cumbres bilaterales anuales, una instancia política de seguimiento de los compromisos asumidos en las cumbres, reuniones anuales de los ministros de Asuntos Exteriores y de Defensa, la cooperación parlamentaria y la promoción de mecanismos estructurados de diálogo entre ambas sociedades civiles. Asimismo se reconoce el espacio de la Comunidad Iberoamericana de Naciones.

Para Magalhães el iberismo es una pesadilla, aunque sin embargo no percibe que ya es una realidad. Creo que Saramago le hubiese dado un merecido papel en La Caverna o el Ensayo sobre la Ceguera. Si yo considerase que el iberismo genera ese sufrimiento, retiraría la propuesta por compasión, pero la realidad es que ya tenemos ese marco jurídico iberista. Demasiado tarde. Por tanto, ya sólo queda digerir el estrés postraumático. Al marco iberista sólo falta ponerle nombre y crear una opinión pública ibérica. Yo, sugiero: Alianza Ibérica. Creo que las nuevas generaciones de iberistas e ibéricos, como se expusieron en testimonios de ibéricas e ibéricos actuales en el evento de presentación, la doble o triple identidad, o la alianza peninsular, se viven con total naturalidad, entusiasmo y alegría. El trauma puede ser real para quien lo vive, pero para los que no lo tenemos es algo exótico. Lo que provoca el trauma es la ausencia de iberismo cultural y la presencia de un nacionalismo de campanario. El ombliguismo existe por no asumir naturalmente un iberismo geopolítico, con total respeto a las soberanías nacionales. Los ibéricos, en definitiva, no tenemos ninguna tara diferente al resto de la humanidad.

Don Gabriel habla de los visigodos como si no se hubiesen romanizado. “Ellos eran, en formato rubio, lo que nosotros habíamos intentado ser, sin conseguirlo” (p. 55). Un auténtico disparate de sujeto, verbo y predicado. En sus explicaciones sobre las civilizaciones que pasaron por la Península rezuma un sentido de pasividad y de falta de asunción del sentido activo incorporativo de las diversas alianzas. Bajo mi punto de vista, los ibéricos fuimos “agentes” de todo ese proceso. Minimizar el impulso nativista al proceso histórico es un error. Parece como que proyectase baja autoestima y complejo de inferioridad. Don Gabriel considera a los ibéricos como exportadores del citado trauma al mundo.

Magalhães afirma que España y Portugal deben exigir a Roma que pida perdón por la romanización (p.84). Ganivet le hubiese contestado de este modo: “Por esto habla usted de la instauración de las costumbres celtibéricas, y cree que el mejor camino para formar un pueblo nuevo en España, es el que Pérez Pujol y Costa han abierto con sus investigaciones. Yo, en cambio, he nacido en la ciudad más cruzada de España, en un pueblo que antes de ser español fue moro, romano y fenicio. Tengo sangre de lemosín, árabe, castellano y murciano, y me hago por necesidad solidario de todas las atrocidades y aun crímenes que los invasores cometieron en nuestro territorio. Si usted suprime a los romanos y a los árabes, no queda de mí quizás más que las piernas; me mata usted sin querer, amigo Unamuno”. Siempre usé esta frase contra quienes minusvaloran o criminalizan la herencia andalusí; nunca pensé que tuviera que hacer lo mismo con la romana.

Hay varios problemas en el libro de Magalhães. El primero es el uso impreciso del recurso del argumento en zigzag que exige, para que salga bien, aclarar cada ángulo del punto de vista. Debo agradecer que ejerza un iberismo metodológico al diagnosticar el trauma, pero es lamentable que haya enfangado el concepto de iberismo y que no haya dialogado con militantes o intelectuales iberistas actuales. El segundo problema es que está desfasado y desconoce los acuerdos entre ambos Estados y ambos Gobiernos de los últimos años, así como el cambio fundamental operado desde el Gobierno portugués que no percibe ni se ha dado cuenta. El tercer problema es que le ha faltado bibliografía y búsquedas de internet actuales sobre los últimos libros (y producción teórica en general) publicados por Almuzara y EL TRAPEZIO. El cuarto problema es que en varias ocasiones patina en su forma de enfangar el iberismo con un supuesto imperialismo (p. 280) o relacionándolo con la extrema derecha. Una cosa es que el (pan)iberismo intente sacar a la Península de la periferia del sistema-mundo, disputando parcialmente su centralidad, y otra es recrear un imperialismo, que por otro lado siempre hay que criticar y ser preventivos para no producir un nacionalismo ibérico, pero esto no se ha producido. Desde luego que el iberismo triste de Magalhães nunca será iberismo. Los destellos siempre serán del poder atractivo de nuestro modo de vida. Nuestro soft power. El quinto problema es que no entiende que una crítica a la modernidad burguesa centro-norte europea, que forma parte del acervo del iberismo intelectual de Lourenço, Saramago o de Gilberto Freyre, autores ibéricos y brasileños, no significa que se sea contrario a la pertenencia de la Unión Europea o que no se reconozca el hito del fin de la frontera. Con la crisis de la pandemia y de Ucrania, el centro-norte de Europa ha cambiado la política monetaria y la relación de poder con los países del sur. El nuevo iberismo es muy realista y quiere jugar la partida mundial también el seno de la Unión Europea.

El iberismo crítico a la UE (Natália Correia, Lourenço o Saramago) tiene que ver una resistencia cultural y una alianza iberófona como contrapeso a la integración económica. Desde luego que todos estaban de acuerdo con el fin de la frontera luso-española. Hoy en día se discute mucho la modernidad ibérico-barroca inicial, que está unida a los debates de iberismo filosófico y que son actuales por la época neobarroca en que vivimos. Esa multiculturalidad, que se refiere don Gabriel (con un término erróneo), es precisamente de lo reflexionaba la intelectualidad iberista portuguesa a finales de los ochenta. En sus palabras rezuman exceso de occidentalismo, por eso es tan importante entender el Mediterráneo, del que Portugal también es parte como decía Orlando Ribeiro. Tampoco entiende que el españolismo lusitano de un sector minoritario de la población portuguesa, que existe y existió, no sea iberismo. En la página 275 parece que lo entiende, pero previamente ha calificado al iberismo como amenaza y chantaje. No es recomendable tirar la piedra y esconder la mano. Se requiere de exactitud en la definición y reconocimiento del ángulo de visión para mantener la honestidad intelectual del argumento. Es completamente falso como se dice en la página 276 que hay “planteamientos ibéricos que, teniendo origen en España, pretenden al fin y al cabo anular a Portugal”.

Menciona el término multiculturalismo como algo propio de la ibericidad, lo cierto es que cualquier antropólogo podrá explicarle que a lo que se refiere con “multiculturalismo” en el espacio ibérico, iberoamericano o panibérico es interculturalidad y mestizaje, porque el multiculturalismo anglosajón pretende una convivencia alejada y separada, es decir, mixófoba. En el caso ibérico es mixófila, o, por lo menos, es uno de los trazos de la tradición. En algunas ocasiones habla de centralismo español. Evidentemente existen centralistas, actitudes centralistas, pero el sistema político español no es centralista. Sólo hay que compararlo con la República francesa, que lo reconoce de forma aislada en la página 199.

El autor recomienda una reforma constitucional. El problema es que es necesario que haya el consenso suficiente. Todo grupo parlamentario debe evaluar si la reforma –una vez modificada en la negociación– mejora al texto actual o supone un retroceso. A muchos se le quitan las ganas por eso y termina valorando la ambigüedad actual como una virtud. Sorprende que don Gabriel desconozca o, mejor dicho, se haya dado cuenta tarde de la existencia de la tercera España, federalista, pluralista, en muchos casos bilingüe. Incluso en la derecha no es tan fuerte el jacobinismo.

En varias ocasiones el autor acusa a Largo Caballero de defender la Unión de Repúblicas Socialistas Ibéricas sin mostrar ninguna prueba. Lo digo más que nada para citarlo positivamente en el futuro, pero nunca lo he visto y he podido consultarlo con el historiador que más sabe de iberismo: lo ha negado. Es cierto que Azaña, la FAI y el POUM asumieron cierto iberismo y que el primero por apoyar a la oposición a Salazar despertó las alertas del régimen, pero en ningún caso estaba sobre la mesa una invasión militar, que sí se produjo al menos indirectamente con los miles de voluntarios de los Viriatos salazaristas. Esta fue la única invasión real, material, dentro del siglo XX entre los Estados portugués y español. Los únicos que cruzaron armados la frontera, lo hicieron de Portugal a España. También hubo algunos brigadistas internacionales. Magalhães afirma que “el progresismo hispánico amenazaba la autonomía lusa” (p.128). Según se deduce por el libro de Magalhães la Segunda República fue más imperialista que el régimen de Salazar. La realidad dice lo contrario. Es una irresponsabilidad que don Gabriel mantenga el mito del peligro español al menos en el siglo XX.

El autor vuelve con la cantinela de lo hipotéticos planes de Franco para invadir Portugal. El dictador Franco demostró con creces su lealtad con Salazar, a quien admiraba sin reciprocidad y del que tenía profunda gratitud por su determinante actuación en la guerra civil en el frente logístico-militar occidental y de ayuda a Nicolás Franco en su coordinación internacional como embajador en Lisboa, además de los citados viriatos. La devolución del favor también se expresó en el suministro clandestino de armas españolas para la guerra colonial portuguesa. Los posibles planes hipotéticos de España de invasión de Portugal no pasaron de ejercicios teóricos, en el marco de la Segunda Guerra Mundial (también justificables fuera de la misma). Evidentemente el Ejercito portugués también tendrá documentos en ese sentido como operaciones de autodefensa preventiva. Y hacen bien en que se hagan hasta hoy. Hasta los germanófilos españoles rechazaron el plan de los nazis de recuperar Gibraltar e invadir Portugal en caso de que fuera ocupado por británicos. El muy citado de forma sensacionalista -para vender libros en Portugal- documento Cómo invadir y conquistar Portugal en 72 horas, escrito por el joven Franco, hasta la fecha nadie lo ha publicado. Es una leyenda. Y, si apareciese, sería irrelevante.

El presidente Gerald Ford y Henry Kissinger llegaron en visita oficial a Madrid el 31 de mayo de 1975. En su reunión con Franco, trataron la situación en Portugal y, para sorpresa de los norteamericanos, el gallego manifestó con convicción “que la situación portuguesa volvería a su cauce”. Mário Soares contó, en una entrevista a La Voz de Galicia, que, ante la petición norteamericana de intervenir en Portugal contra los comunistas,Franco les respondió: «Yo soy gallego y no acepto que Portugal no sea lo que quiera ser», eso es lo que está escrito en los documentos, y a su vez fue lo que me había transmitido Fraga. «Yo no autorizo que los marines pasen para actuar contra Portugal», fue lo que dijo Franco. Fue fabuloso”. Qué conste que esto es una defensa de la verdad y no del dictador Franco.

Gabriel Magalhães atribuye un iberismo a Vox (p. 271 y 286) por su idea de la iberosfera. Entiendo que sea tentador hacer esa operación para desacreditar al movimiento iberista, pero es un brochazo deshonesto intelectualmente. Don Gabriel podría haber explicado con trazo fino los motivos por los que se incluye el españolismo o el hispanismo en el iberismo, pero no lo hace y lo que sí hace es cometer una injusticia contra los activistas iberistas, que son estrictamente lusófilos y siempre promueven o concilian los intereses de Portugal en España. La verdad es que los iberistas respetan el Estado de Derecho portugués y español. Vox ha rechazado el iberismo. La Iberosfera de Vox se basa en subordinar los países iberoamericanos a la internacional de Trump. Esto no tiene nada que ver con el paniberismo de la Iberofonía, que no excluye ningún continente y respeta a los Estados soberanos y el pluralismo ideológico, aunque es cierto que en una ocasión Abascal copió los argumentos de la Iberofonía, aquí lo cuento.

Para más inri, el autor atribuye a Vox “una de las últimas referencias más recientes al iberismo” , algo totalmente falso. Magalhães no cita ningún comunicado del movimiento iberista ni la política iberista de ambos Gobiernos que se haya realizado en los últimos años. Abascal, Vox y su entorno ha rechazado explícitamente en dos ocasiones el iberismo (aquí y aquí). No obstante, la transversalidad de una idea no la inhabilita inmediatamente; al contrario, quizá sea transversalmente atractiva por no ser sectaria, pero claro hay que analizar las propuestas explícitamente iberistas que están encima de la mesa y si atentan (o no) a algún Estado de Derecho ibérico. Si quitamos al movimiento iberista y a los Gobiernos, la última propuesta iberista ha sido el Iberolux del alcalde de Oporto, Rui Moreira. Y, desde luego, no se me ocurriría de calificarla como un imperialismo agresivo portugués.

En la página 284 don Gabriel dice que en el discurso de Abascal había iberismo político. Ninguna prueba aporta. Mentira. Y remata insolentemente su brochazo, no digno de un ensayista meticuloso, de la siguiente forma: “Resulta curioso que el trans-iberismo de Saramago algo tenga que ver con la “iberosfera” de Abascal” (p. 286). Pues precisamente en la última Cumbre luso-española de Lanzarote fue Saramago la narrativa en común, su transiberismo en torno al Atlántico sur, pluralista y respetuoso. ¿Qué dirá Pilar del Río cuando lea esa vinculación Saramago-Abascal? ¿Qué dirá el Instituto Camões que organizó un congreso en torno al transiberismo en Barcelona?

El iberismo de hoy en día está en el Tratado de Amistad, suscrito por ambos Parlamentos, con todas las bendiciones democráticas y soberanas. Es irrebatible. Es, precisamente, lo que defiende el actual movimiento iberista. Una alianza ibérica de dos Estados Soberanos en convivencia plurirregional y plurilingüística muy avanzada. El iberismo que defiende los que se autorreconocen como iberistas (Foro Cívico Ibérico, Plataforma Ibérica, Sociedad Iberista, mPI, Íber, EL TRAPEZIO) es exactamente el mismo que el que en las páginas finales del libro, reproduce Magalhães, de Ángel Ganivet.

En vez de enfangar o regocijarse en las heridas, los gobernantes, intelectuales y activistas lo que deben hacer es clarificar y advertir siempre -al iberismo naíf del recién llegado– que ya existe un marco jurídico iberista, e invitar a todo el mundo a implementar proyectos de cooperación en su ámbito. En el mío, apoyo la creación de una opinión pública ibérica e investigaciones universitarias con perspectiva ibérica, iberoamericana e iberófona.

En la pagina 175, don Gabriel afirma: “De entrada, debemos evitar que ese trauma ibérico que hemos descrito pueda tragarse nuestro futuro y conviene ver, por ello, de qué modo está actuando en nuestro presente”. Este ha sido el problema del libro. Desconoce el presente iberista (no traumático) en vigor. Tenemos probablemente la frontera más respetada de Europa y una de las Penínsulas donde el plurilingüismo es un hecho por su resistencia y convivencia -siempre mejorable obviamente-. Probablemente ese trauma tenga que ver con lo que decía Ganivet de un problema de exceso de semejanzas y no de diferencias. Una vez que ya tenemos el marco jurídico iberista en vigor, ya sólo nos queda la “unidad intelectual y sentimental ibérica”, que defendía Ganivet y defiende Magalhães, porque así lo cita. Estamos, pues, finalmente de acuerdo.

 

Pablo González Velasco

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