Serranos

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Así se denomina una céntrica calle de Salamanca. Los historiadores no dudan en atribuir su origen a uno de los grupos repobladores que se asentaron en la ciudad allá por finales del siglo XI o comienzos del XII. Sin embargo, mientras que unos les otorgan una procedencia norteña -las montañas asturleonesas, cántabras, vasco-navarras o riojanas-, otros opinan que tal apelativo podría estar relacionado con gentes venidas de la Cordillera Central. Aquí somos de esta segunda opinión. Sin poder ahondar en una cuestión compleja y acaso irresoluble, necesitada, al menos, de mucha argumentación, digamos que resulta convincente que entre los más antiguos pobladores -o repobladores- salmantinos se encontrasen los que acudieran de las cercanas sierras del sur y que ello justificara su centrada ubicación urbana, contiguos a las áreas judía y a la calle de los moros y no muy lejos de la rúa de los francos, encargados éstos de la primera administración política -Raimundo de Borgoña- y eclesiástica -Jerónimo de Perigord- de la ciudad del Tormes.

Francos serían, según la tradición, los que acometieron, tal vez en connivencia con los propios serranos, la incorporación y/o reorganización de las onduladas comarcas meridionales en los esquemas del reino de León con el correr del siglo XII. La hidronimia y toponimia mayor -río y sierra de Francia- apunta en esa dirección, también algunos apellidos que aún perduran -Giral, Bernal, Gascón-, advocaciones parroquiales -San Martín de Tours, San Ginés de Arlés- y otras historias más o menos legendarias. Causal o casualmente, el señor de San Martín del Castañar fue el obispo de Salamanca. Parece, pues, evidente la relación histórica entre la urbe salmantina, las sierras y los habitantes del sur provincial y el protagonismo franco de los primeros tiempos. Ello no entra en contradicción, qué duda cabe, con la presencia de otros grupos repobladores atestiguados en la ciudad y en toda su provincia.

En la sierra del sureste salmantino, sin ir más lejos, predominaron los repobladores procedentes de Castilla, ya que a este reino pertenecían los territorios situados al este de la calzada de la Plata. La integración de la tierra de Béjar en el reino castellano se produce a finales del siglo XII. Sin embargo, la expansión política de un reino no conlleva necesariamente el asentamiento de efectivos humanos naturales de ese mismo reino, y menos de manera inmediata. Era habitual, por el contrario, y más aún en áreas fronterizas entre León y Castilla como era el solar bejarano, que acudieran gentes de procedencia muy diversa. Sirva como ejemplo la tradición candelariense que fija el origen de su población en pastores asturianos o los indicios toponímicos de la zona de Hervás que refieren a navarros -Pinajarro- o a gallegos -Castañar Gallego-.

Sea como fuere, tal y como ocurrió en Salamanca, a las faldas del Sistema Central arribaron gentes venidas de todas partes para terminar por conformar pueblos y tradiciones que, por su buen estado de conservación, hacen de estas comarcas un verdadero paraíso cultural. Las Sierras de Francia y Béjar están distinguidas con el sello de la Reserva de la Biosfera y tienen en el castillo de San Martín del Castañar un buen centro de interpretación para entenderlo de un plumazo. Cumbres nevadas (cada vez menos) en la Covatilla y fértiles vegas en el Alagón, una peña que custodia el santuario de una virgen negra e innumerables rincones escondidos entre las sierras de las Quilamas, del Castillo o de Candelario, el tranquilo rumor de los ríos de Francia y Cuerpo de Hombre y magia en el valle las Batuecas. Naturaleza y biodiversidad en máximo grado.

Estas dos comarcas salmantinas reúnen nada más y nada menos que nueve localidades declaradas Bien de Interés Cultural con categoría de conjunto histórico-artístico. Béjar, con su esplendoroso pasado industrial y con un sorprendente Jardín histórico, es la población más importante. Venida a menos cuando decayó el textil, la que fuera capital del estado de los Zúñiga hasta el siglo XIX intenta resurgir amparada por el turismo y la buena comunicación que otorga la autovía de la Plata. A su vera, la coqueta Candelario, donde los pastores se convirtieron en arrieros y en choriceros que surtían de embutidos a la corte, y modificaron la faz entramada de sus construcciones hasta convertirlas en auténticas viviendas-fábricas. Más al oeste, tal vez algo más desconocida, se encuentra Montemayor del Río, con la esbeltez de su castillo señorial, su iglesia, su cerca y sus recoletas plazas.

La Alberca es la localidad más señalada de la Sierra de Francia, la única que supera el millar de habitantes y verdadera dinamizadora de la comarca. Pionera en esto de las declaraciones, consiguió en 1940 reseñarse como conjunto histórico, por su sabor popular y por las consecuencias, más o menos directas, del paso de Unamuno, de Legendre, de Sorolla o de Alfonso XIII. Acaso demasiado decorada y postiza en algún punto, lo que realmente diferencia al pueblo albercano es cómo ha conseguido mantener sus tradiciones, sean en forma de vestimentas, de bordados o de costumbres como la del marrano de San Antón, de Loa y Ofertorio, de moza de ánimas y demás ceremonias de carácter más o menos sagrado. Digno de destacar es, a nuestro juicio, el Día del Pendón, cuando se recuerda cómo las mujeres albercanas robaron el pendón a los portugueses del bando de “la Beltraneja”, allá por 1475. Las albercanas también son afamadas como turroneras y los albercanos -todos en general-, en otro tiempo tildados de castañeros, mantienen el adjetivo de chacineros. En lo cultural, lo que fuera hospital de peregrinos hoy es biblioteca y la antigua residencia de los Alba, teatro.

Los ecos turísticos albercanos alcanzan a Mogarraz, localidad que en los últimos años ha experimentado un notable incremento de visitantes. Sobre todo desde que en 2012 se llevara a escena el proyecto Retrata2/388 del pintor mogarreño Florencio Maíllo. Se trataba, en principio, de una exposición temporal de 388 retratos basados en fotografías de los años 60 y plantados sobre las fachadas de las casas que habitaron cada una de aquellas personas. Gustó, se quedó y en la actualidad los retratos mogarreños superan los ocho centenares. Gracias al buen hacer de su alcaldesa, se revitalizaron costumbres ya casi extinguidas, muchas comunes a de La Alberca. Varios restaurantes, un museo etnográfico, la apuesta por la tradición vinícola de la zona, la Fundación Melón y “Tu librería de siempre”, son otros motivos para acudir a este pueblo de apenas doscientas almas invernales. El rincón de Mané es un remanso de paz y de belleza extrema.

San Martín y Miranda comparten apellido, del Castañar, y también la característica de ser los dos únicos pueblos de la Sierra de Francia que tienen castillo. El primero, ya lo hemos dicho, fue propiedad del obispo salmantino, cárcel durante la Edad Moderna, cementerio desde el siglo XIX y espacio museístico en nuestros días. El segundo, robusto y privado, perteneció a una rama de los Zúñiga y desde él se ejerció el mando sobre gran parte de los pueblos de la zona. Las advocaciones de sus parroquias sugieren los orígenes francos de los que hablábamos más arriba, San Martín y San Ginés. La sanmartineja guarda preciosos artesonados mudéjares, un Cristo y una Virgen procedentes del desaparecido convento de Nuestra Señora de Gracia y un retablo de estilo barroco portugués. La mirandeña, más sencilla, resalta por la singularidad de su torre-campanario exenta -como en Mogarraz-, eco de la propiedad concejil primigenia. Estos pueblos “del Castañar” son una delicia para los ojos y recorriéndolos se descubren plazas de toros, puertas de muralla, rincones de reverencia, bodegas, vestigios romanos, humildes casas entramadas y señoriales casas con escudos. En verdad hay un camino de los prodigios.

Y luego está Sequeros. Pese a que lo atraviesa la carretera principal de la comarca, parece ser el quinto en discordia. Pocos llegan hasta aquí. Y, que nadie lo dude, se trata de un lugar sagrado, genuino, cultural y con antigua centralidad política. Sagrado porque en su ermita del Robledo se custodian los restos óseos de la Moza Santa y de Simón Vela. Iglesia con artesonados mudéjares semejantes a los de San Martín del Castañar y con una pesada y devocional Cruz de espejos que los vecinos sacan cada 3 de mayo. Genuino por la perfecta armonía de su entramado urbano y arquitectónico, apreciable en el opuesto donaire de la parroquia de San Sebastián y la Torre del Concejo, en la solidez pétrea de su primitiva plaza -la de Eloy Bullón-, en la estrechez del Infiernillo o en la elegancia de las balconadas del Altozano. Cultural por el extraordinario Teatro León Felipe, creado en los años 70 del siglo XIX a modo de corral de comedias y que ha pasado por sala de bailes y de proyección de películas hasta ser revivido por la compañía Cívitas. Y con centralidad política porque fue sede de partido judicial durante más de un siglo. Una perla de la Sierra. Anotemos, por fin, el último pueblo que ha sido distinguido como conjunto histórico, Villanueva del Conde, donde las casas se extienden a modo de cerca protectora de antiguas zonas de huerto, salvaguarda natural durante la francesada.

En 1424 una joven sequereña de nombre Juana Hernández, en su lecho de muerte, profetizó el descubrimiento de la Virgen de la Peña de Francia que, en efecto, tiempo después -19 de mayo de 1434- llevaría a cabo un estudiante parisino -lo francés de nuevo presente- llamado Simón. La Moza Santa y Simón Vela marcaron el inicio de un nuevo tiempo sagrado para los habitantes de la Sierra de Francia, que, a partir de entonces, fueron testigos de la erección del santuario en lo alto de la Peña, de varios conventos en la comarca y de un monasterio en las Batuecas, de la llegada de dominicos, de franciscanos y de carmelitas, de la aparición de más tallas de santos, del trasiego de peregrinos y, en fin, de una explosión de religiosidad que aún se manifiesta. En la Sierra de Béjar, sin embargo, cristalizó la economía ganadera, el textil y la chacinería, gracias, entre otras causas, al beneficio rentístico que suponía el control de los puertos por el que atravesaban las merinas y a la mejor y más fácil comunicación con las submesetas. En nuestros días, a pesar de la superficialidad que imprime el turismo inconsciente, estas sierras continúan preservando su patrimonio de manera excepcional y siguen siendo lugares a los que peregrinar desde nuestra óptica cultural.

     Juan Rebollo Bote

LusitaniaeGuías-Historiadores

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