Volver al Alentejo

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¿Qué tendrá este Portugal para así atraerme? ¿Qué tendrá esta tierra, por de fuera riente y blanda, por dentro atormentada y trágica? Yo no sé pero cuanto más voy a él, más deseo volver.

Recojo de nuevo esta conocida frase de Miguel de Unamuno -a ella también aludí el pasado 23 de mayo en la presentación en Salamanca del libro “Iberia, tierra de fraternidad”, en la que participé junto a los compañeros de EL TRAPEZIO-, porque encierra el sentimiento que experimenté hace unos días en Alentejo.

No pisaba tierra portuguesa desde diciembre de 2018, cuando terminó mi estancia de investigación en Évora. La larga pandemia y otras ocupaciones y preocupaciones me han mantenido físicamente en el lado español -otra cosa es el pensamiento-, si bien cercano siempre a la Raya. La ocasión para regresar a Portugal ha resultado agridulce, puesto que ha estado motivada por el homenaje a quien fue mi tutora en aquella estancia, Filomena Barros, lamentablemente fallecida el año pasado y a la que ya recordamos en otro artículo, que además quedó incluido en la mencionada obra coral “Iberia, tierra de fraternidad”. El congreso en memoria de Filomena, eso sí, ha proporcionado el reencuentro con otros colegas historiadores y con la excelsa ciudad evorense.

Y he sentido lo que sintió Unamuno y me consta que también han sentido y sienten muchísimos otros españoles de ayer y de hoy. No me refiero -únicamente- al encanto que provoca el paisaje portugués, la afabilidad de sus gentes, su gastronomía o su patrimonio, sino a la atracción difícilmente descriptible que seduce al forastero, particularmente al español y acaso más hondamente al de las regiones fronterizas. Un sentimiento que tiene que ver con el desconocimiento mutuo que aún pervive entre unos y otros habitantes del solar ibérico. Va más allá de los lazos culturales, geográficos e históricos que compartimos. Tiene que ver con la añoranza o saudade por un objetivo común no implementado ni precisado. Es un querer y no haber podido. Pervive todavía la noción de alteridad entre nosotros.

Me pasa muy especialmente con Alentejo, la región más próxima a las tierras donde yo he crecido y la que mejor conozco. Es cruzar la frontera y continuar divisando los mismos paisajes, la misma geografía caminante hacia el Atlántico. Es respirar la misma historia desde los tiempos inmemoriales en que en estos espacios proliferaron dólmenes, estelas o pueblos a caballo entre lo atlántico y lo mediterráneo, donde los romanos consideraron crear una única provincia aglutinante de todo el suroeste y luego los musulmanes coincidieron en dar continuidad territorial. Apareció entonces la condición fronteriza que nunca más se fue y las gentes se adaptaron a guerras, aduanas comerciales y contrabando. Siempre hubo pastores y campesinos. La vocación atlántica continuó con exploradores y conquistadores de tierras allende. Excesivas veces se desarrollaron conflictos que se decidían en otras partes y durante demasiado tiempo nos dimos la espalda, cual patios traseros de Madrid y Lisboa.

Pero, como digo, estar en Alentejo es sentirme en casa aun siendo consciente de los límites políticos y mentales. Es el espejo de Extremadura que se rompe en el mar, es el remanso del Tajo y del Guadiana. Es escuchar “portuñol” en Barrancos –barranquenho– como en Herrera de Alcántara –ferrerenho-. Es contemplar un templo romano (“de Diana”) en Évora como en Mérida. Es entender la historia de Ibn Marwan en Marvão como en Alange. Es pensar la frontera en la robustez del sistema abaluartado de Elvas como en Badajoz. Es Olivenza. Es eso, don Miguel. Lo que tiene Portugal para atraernos es que también es nuestra casa. Y a casa siempre hay que volver.

 

Juan Rebollo Bote

Lusitaniae – Guías-Historiadores

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