Hace unos días recibíamos la triste noticia del fallecimiento de Filomena Lopes de Barros, profesora de Historia Medieval de la Universidade de Évora y pionera en los estudios sobre la minoría islámica –los mudéjares– en Portugal. A nivel personal, la noticia me impactó sobremanera porque mantenía frecuente contacto académico con la profesora de Barros, quien fue mi tutora, con trato amabilísimo, durante mi estancia de investigación en Évora hace poco más de dos años. A ella debo gran parte de mi conocimiento sobre la Edad Media portuguesa. Sus celebrados trabajos –A comuna muçulmana de Lisboa (1998) o Tempos e espaços de mouros. A minoria muçulmana no reino português (séculos XII a XV) (2007), entre otros– han marcado un hito en la historiografía peninsular en relación al reconocimiento de las minorías religiosas en las sociedades ibéricas.
La historia de los mudéjares portugueses partía del propio continuum del periodo andalusí. Tres cuartas partes de Portugal –en pasado compartido con la región española de Extremadura– quedaron impregnadas de una notable herencia islámica, cuyo factor humano, al menos parte, pervivió en el reino luso durante toda la Baja Edad Media. Comunidades de mouros –así llamados en la documentación de la época– se constituyeron en áreas de la cuenca baja del Tajo, en el Algarve y en el Alentejo. En esta última región, los musulmanes de Évora, Beja, Moura y, sobre todo, los de Elvas, mantuvieron contactos con los del otro lado de la Raya. En Extremadura quedaron organizadas una decena de aljamas, entre las que destacaron las de Hornachos, Magacela, Benquerencia de la Serena, Plasencia, Trujillo, Mérida o Alcántara. Están documentadas relaciones familiares, comerciales y hasta de contrabando entre los mudéjares de ambos territorios. El carácter endogámico de la minoría necesitaría de esas relaciones transrayanas, no obstante, es la propia condición fronteriza la que ha determinado los contactos inherentes a esta geografía.
A finales de 1496, decretada la expulsión de los mouros de Portugal, unas cien familias musulmanas pasaron a asentarse en tierra extremeña. Como pasara unos cuatro años antes con la expulsión de los judíos de Castilla, la ruta escogida fue la que comunicaba Alentejo y Extremadura por Marvão y Valencia de Alcántara. Si en 1492 fueron los judíos castellanos los que establecían una especie de “campo de refugiados” en Portagem (Marvão), hacia 1498 fue la Valencia extremeña la que doblaba su población musulmana por la llegada de los portugueses. Sin embargo, en 1502 se daba la pragmática de bautismo forzoso de los mudéjares, y a partir de entonces comenzaría el periodo que conocemos historiográficamente como “era morisca”. Moriscos y judeoconversos seguirían viviendo y atravesando “la franja extremeño-alentejana”, según vinieran los aires inquisitoriales desde las sedes de Évora o de Llerena. En 1609-10 daría fin el tiempo morisco pero el movimiento converso –principalmente portugués– todavía perduraría varias décadas en estas tierras fronterizas. De hecho, aún rezuman sus ecos –corrientemente tergiversados– en varias localidades de la Raya.
Los mudéjares son solo un ejemplo. Muchas minorías étnicas y/o religiosas hubieron de lidiar con la intransigencia de la mayoría en los tiempos medievales y modernos. Los hebreos en la Hispania visigoda; los dimníes o gentes del Libro –judíos y cristianos (“mozárabes”)– en al-Andalus, incluso bereberes y muladíes frente a la mayoría árabe en el primer tiempo islámico; o de nuevo judíos, los ya mencionados mudéjares, conversos, moriscos, gitanos, etc., de los reinos ibéricos. Más recientemente, en época contemporánea, han sido las minorías ideológicas, las “raciales” o las lingüísticas las perseguidas y arrinconadas. Y hoy, pese a la aparente igualdad social que las democracias occidentales predican, son todavía demasiados los colectivos minoritarios –y no tan minoritarios– en evidente desventaja y marginación política, económica y de toda índole. Baste citar a las minorías socio-territoriales que se expanden por gran parte de la madre Iberia, esto es, aldeas, comarcas y regiones cada vez menos pobladas y en vías de desaparición.
En este punto, los habitantes de las regiones de la Raya, junto a otros más del interior peninsular, pueden ser considerados auténticas minorías en el seno de Portugal y España. A modo de ejemplo, señalemos que los extremeños son poco más del 2% de la población española y, obviamente, la tendencia es a disminuir en las próximas décadas debido al acusado envejecimiento y a la continua sangría que supone la cronificada emigración. Sobra decir que no son demasiados votos de cara a promesas políticas. El relativo alejamiento y el, no tan relativo, mal estado de las comunicaciones con respecto de los grandes centros económicos y aglomeraciones urbanas influyen negativamente en la desigualdad territorial. Por eso resultan vitales las relaciones entre poblaciones vecinas, como históricamente se ha desarrollado entre los extremeños y los alentejanos rayanos, fueran musulmanes, judíos, cristianos, pastores o bandoleros. La problemática de la despoblación rural es uno de los mayores retos a los que se enfrenta la sociedad ibérica y habrá de afrontarse desde una perspectiva supralocal. Muchas de estas minorías se encuentran en peligro de extinción. No hay soluciones sencillas para problemas complejos pero la cuestión requiere de urgente acción.
Al igual que la minoría musulmana que habitó el solar ibérico entre los siglos XII y XVI era la comunidad que simbólicamente conservaba el recuerdo y ciertas pautas culturales de la época andalusí –que tan enriquecedora ha resultado en la realidad histórica ibérica–, las minorías socio-territoriales son las custodias de unas costumbres arraigadas a la tierra –cultura profunda, sí, frente a la superficial– sin la cual la Península no podría entenderse tal y como es. Su estudio, conservación y revalorización se presenta indispensable para las sociedades portuguesa y española actuales y futuras. Comprender y tener en cuenta a las minorías, como lo hizo la profesora Lopes de Barros con respecto a los mouros, amplía la perspectiva del ser humano en relación con la sociedad que habita. Frente al horizonte oscuro que se cierne sobre las poblaciones rurales, hay que actuar ya, por responsabilidad. Para que no queden en el olvido.
Juan Rebollo Bote