De Alfonso X a Hierro, pasando por Santillana y Nebrija

Fortalezas y debilidades de la lengua castellana

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En la ideación de todo pueblo la lengua ocupa un momento estelar. El castellano al convertirse en la lengua vehicular de una parte importante de Iberia trazó con precisión un programa de popularización identificada con lo español. Alfonso X El Sabio en el Toledo del siglo XIII tomando cuenta de lo que debía ser un buen gobernante, entre otras iniciativas de alcance, se propuso emplear la lengua vernácula, frente al latín de las minorías cultas. Entre las lenguas utilizadas en aquel tiempo, además, sabido es que también estaba la galaico-portuguesa, que empleó en sus poemas. Al buen gobierno de todos se llega promoviendo el lenguaje hablado corrientemente, el inteligible, y traduciendo lo ilegible. Así lo mostró el sabio sevillano Francisco Márquez Villanueva, fallecido hace pocos años, con su, para mí, más logrado libro: El concepto cultural alfonsí. Por su parte, Américo Castro, maestro de Villanueva, ya se hizo eco en su momento de que la palabra “español” era paradójicamente provenzal y por ende extranjera, para mayor dolor de los que españolean sin ton ni son.

El programa alfonsino presidido por este raro concepto cultural, de procedencia andalusí, acabaría triunfando, no obstante, con el Humanismo, corriente cuyo aliento llegaba de Italia, y que entre la nobleza castellana tuvo inmenso éxito. Un humanismo, como el de Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494), quien, en su discurso sobre la dignidad del hombre, aparece ampliamente influido por autores árabes; esto último lo demostró fehacientemente mi compañero de estudios el eminente arabista José Miguel Puerta Vílchez.

Tiempos eran, entre finales de la Edad Media y el Renacimiento, en los que los príncipes de Europa se confrontaban con la gloria. En ese camino rodearse de libros excelentes, imprimirlos cuidadosamente y mimarlos, era un paso para entrar en la posteridad. Así lo entendió el marqués de Santillana, Iñigo López de Mendoza (1398-1458), noble con porte de extranjero, según los testigos de la época, que albergó la pasión del anticuario y del erudito cuyos horizontes estaban en la Antigüedad. Hace poco la Biblioteca Nacional de España, en Madrid, ofreció en el hall del gran salón de lectura una pequeña pero cuidada exposición de este protector de las letras clásicas y admirador de Dante, cuya biblioteca llegó a ser un modelo humanístico. Ahora lo hace, empleando más salas y recursos, con el sevillano, de Lebrija, Elio Antonio de Nebrija (1444-1522), cuya pasión fue la lengua castellana, pasión que lo incitó a fijar su gramática. El programa de Nebrija, que encontró no pocas dificultades a lo largo del tiempo, que incluso le obligó a editar en Granada, al perder privilegios de impresión, y que le llevó a abandonar Salamanca por Alcalá de Henares, tuvo que adaptarse finalmente a los designios del intolerante cardenal Cisneros, que le seguía los pasos de cerca.

Por los retratos del cardenal Francisco Ximénez de Cisneros (1436-1517) que poseemos se observa en él un personaje enjuto y cetrino, víctima quizás de su propia dureza de carácter. Contrastando con él, sin embargo, en la misma exposición que alberga la Biblioteca Nacional, luce con luz propia un retrato decimonónico de Hernando de Talavera que nos revela un hombre mejor tratado por la vida, de gesto bondadoso. A Talavera se le adjudica el haber aconsejado a la reina Isabel sobre la necesidad de utilizar la vía del convencimiento para poder lograr la integración de los moriscos, mientras a Cisneros se le otorga la intolerancia plena hacia estos. Incluso hay quien sostiene, con gran rechazo público, que hizo quemar entre cuatro y cinco mil libros en lengua árabe en la plaza granadina de Bibarrambla pocos años después de la toma de la ciudad. Si bien, otros, arguyen, sin negar la pira literaria, que los más valiosos fueron salvados al ser llevados a Alcalá y luego a El Escorial, y que los destruidos fueron ejemplares sin valor de El Corán. Sea como fuere, a través de este hecho bárbaro, puesto que los propios ejemplares de El Corán, eran, según los testimonios, muy valiosos, comprobamos como los modelos talaveriano y cisneriano fueron antagónicos.

Quedó patente, por lo demás, que los poderosos del aquel tiempo tenían a bien medirse con las glorias futuras, y que para tomar sus decisiones tenían que mantener el asesoramiento de los sabios, aunque se equivocasen, como Cisneros. Fray Antonio de Guevara en Relox de Príncipes (1529) así ofreció uno de sus prontuarios en los que se medían, a la hora de pensar en la gloria póstuma, tan importante como la presente, poniendo de modelo a aquellos gobernantes que se dejaban aconsejar por los sabios: “Una de las cosas que hizo gloriosos a los siglos antiguos y de inmortal memoria a los governadores dellos fue los príncipes ser diligentes en buscar sabios para traer consigo y los reynos ser obedientes en cumplir lo por ellos aconsejado; porque poco aprovecha que el rey trayga consigo un enxambre de sabios para governar si los del reyno están armados de malicia para no obedecer”.

No soy quién para lanzar anatemas sobre el pasado, pero sí me llama la atención a esa atención a las glorias futuras. El anatema cisneriano fue el peor camino, y se pagaría duro en el porvenir. Recuerdo en este punto al Buñuel de la película La Vía Láctea (1969), donde con mucha soltura los protagonistas se encuentran en un teatrillo eclesiástico, donde un cura va soltando eso tan tridentino, e hispánico, de “sea anatema”. Por lo tanto, reitero mi adhesión al programa del arzobispo Talavera, magníficamente estudiado a través de la obra de este De Católica Impugnación por el mencionado Márquez Villanueva, discípulo a su vez de don Américo. Otro catolicismo era posible, nos vienen a decir todos.

La exposición que acoge la BNE sobre Nebrija –por retomar el hilo– es exhaustiva en ediciones, y en su discurso acoge un vídeo de opiniones de personas de hoy día, desde el director de los institutos Cervantes, Luis García Montero, a eruditos en su obra, que enfatizan que, en los peores momentos de su existencia, cuando se sentía perseguido, Nebrija aducía en su favor la libertad. Personajes como este no debieran servir para encontrar un argumento resurreccional del nefando orgullo españolista, como hace en el vídeo reflexivo algún verso suelto del nacionalismo patriotero.

Si hemos de atender a la fuerza de los hechos, me llama asimismo la atención que como en una suerte de renovación de la lengua castellana, en la misma BNE coexista otra exposición, con las citadas de Santillana y Nebrija: la de del poeta José Hierro (1922-2002). En vida lo vi en un par de ocasiones, siempre en la distancia, una en la Casa de Velázquez, alta institución francesa para los estudios hispánicos e ibéricos, y otra en Aguilar de la Frontera, cuando un buen día entraba en la proletaria taberna de El Tuta a ver a su amigo el también poeta Vicente Núñez. Me caía bien a simple vista, con su calva esplendorosa y su hablar ronco. Descubro ahí otra hispanidad, la del altruista que fue Hierro, encarcelado en el primer franquismo por su condición de anarquista. A fe mía que dada la escasez de literatura de prisión en España el cuaderno de la cárcel de Pepe Hierro, exhibido en las vitrinas de la exposición, me conduce hasta el cervantismo, el otro humanismo disidente, que también sufrió bajo los hierros carcelarios.

En definitiva, que además de la simpar casquería, coronada por las gallinejas, suerte de tripas de cordero fritas, propias de la madrileñidad, que al parecer goza del privilegio de auténticos fanáticos gastronómicos, la cocina madrileña nos ofrece otros manjares como el cocido, con tantísimo cerdo en su composición, como una suerte de melting pot. Si la metáfora gastronómica no es legítima, gallinejas de cordero y cocido de cerdo, pueden servir para encontrar los puntos en común de lo hispánico, haciendo de Madrid un cruce de caminos, entre otros como Lisboa o Barcelona, de la iberidad que quedó en suspenso en aquel 1640, que separó, para bien y para mal, lo que había unido la geografía insular.

Moraleja: si tan “español” o ibérico es el castellano como el portugués, o las otras lenguas peninsulares, hemos de poner los medios de la intercomunicación, introduciéndolas más en la vida cotidiana. Así ganamos en buen gobierno, como en el Toledo de Alfonso X el Sabio.

 

José Antonio González Alcantud

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