El paseante en la Lisboa invernal

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Flanear es propio de dandis, de estetas de lo urbano. En dos soberbias piezas literarias Le paysan de Paris, de Louis Aragón, y en Nadja, de André Bretón, quedó reflejado lo que da de sí el pasear sin rumbo en una ciudad como París, inspiración de todos los poetas del luminoso siglo XIX. El paseante sin rumbo se acerca al mundo de las sorpresas que espera encontrar en cada esquina. Perdón por la soberbia: yo me permití ser flâneur ocasional en Lisboa durante varios inviernos. Lo llevo como un título de nobleza.

Lisboa en la Navidad de los ochenta y noventa solía estar desierta de turistas. No era época para turistear. Y por eso mismo, tengo tan buenos recuerdos que me hicieron repetir la experiencia. Acaso tan entusiastas como los que dieron lugar a que un colega de generación y Facultad, Antonio Muñoz Molina, escribiese un volumen novelesco, tras una incursión juvenil lisboeta, que, me contaban amigos interpuestos, lo había dejado fascinado. Esta incursión daría lugar a su libro Un invierno en Lisboa. Lejos de mí querer emular o seguirle el rastro al ilustre colega.

Andaba, a fines de los noventa, a la sazón escribiendo en la localidad de Conil de la Frontera, en el estrecho de Gibraltar, un libro titulado Tractatus ludorum. Una antropológica del juego, cuando una Navidad mi mujer y yo decidimos acercarnos a Lisboa. Era fin de año, y deambulando por las calles, sin nada mejor que hacer para celebrar aquella efeméride, vimos un circo estable, el fabuloso Coliseu dos Recreios. Sorprendidos, ya que Madrid hacía varias décadas había liquidado el suyo, el Price, sin pensarlo dos veces preguntamos a la taquillera si había sesión aquel 31 de diciembre por la noche, y tras la respuesta afirmativa sacamos unas entradas. Qué mejor que pasar un fin de año con los artistas, pensamos sonrientes. A la hora de la función, había suficiente público, cosa extraña para nosotros, que esperábamos que íbamos a estar solos, puesto que el espectáculo estaba previsto que traspasase la media noche. Ya cerca de las doce instalaron la jaula de los leones y tigres, y el domador los hizo entrar en ella. Se dispuso a hacer juegos con las bestias. Los payasos recorrían el exterior de la jaula provocando risas con sus golpes de humor. Y hete aquí que cuando sonaron las campanadas de la media noche el domador ordenó detenerse, látigo en mano, a leones y tigres en sus taburetes. En ese preciso momento los espectadores, y los artistas también, sacaron botellas de champán, que descorcharon estruendosamente, y comenzaron a brindar los unos con los otros, y a hacer fiesta, ante la mirada sospecho que asombrada de las fieras. Entonces, entendí que nos habíamos metido de pura casualidad en el mejor de los mundos, el del circo, y en el más adecuado asimismo de los días. Y que el público lisboeta era cómplice de aquel espectáculo, como demostraba el que venía preparado con bebidas y dulces. Ni que decir, que la escena me pareció digna de la novela realista. Salimos emocionados de haber pasado aquel fin de año en aquella fraternidad circense.

Años después, en otoño, también flaneando por Lisboa di de bruces con la plaza de toros de Campo Pequeño, grandioso coliseo de estilo neoárabe. Había corrida nocturna. Una pequeña masa se agolpaba en sus puertas, acaso hostigada por la protesta de los antitaurinos que allí mismo se manifestaban. Como yo no lo soy, y de vez en cuando me doy el gusto de ir a una corrida, saqué el ticket, y entré. La plaza estaba relativamente llena. Sabido es que la corrida portuguesa no incluye la muerte del toro. En aquel ambiente dos cosas me llamaron la atención. La primera, que algunas partes de la corrida portuguesa, la de los forcados, suerte de tropel de hombres que, entre todos, con gran maestría consiguen dominar al novillo, puede resultar al espectador incluso más violenta que matar sacrificialmente a un toro bravo. De puro mareado y humillado, pensé, el torillo probablemente hubiese elegido, de poder hacerlo, morir dignamente, y con su carne sanguinolenta alimentar a una legión de hambrientos, como en el pasado ocurría. Segundo, que el torero español que incluía el cartel, matador de nombre y fama, hizo el ridículo; estaba fuera de lugar, ya que el toreo al que se enfrentaba, por lo que fuese, no era el mismo al que estaba habituado, y tenía que refrenar su tendencia natural a culminar con un ritual de muerte. De manera que me dije para mis adentros: creo que una corrida es mejor entre sol y sombra, con toro de muerte, y con toreros a lo Belmonte. Y, sin embargo, a pesar de esta ausencia de muerte, los antitaurinos, insatisfechos, seguían en la puerta con su legítima protesta.

Yo pensaba, flaneando por Lisboa, en aquel personaje tan íntimo como Fernando Pessoa, que bajo diferentes heterónimos había desarrollado el arte del ingenio, dando lugar a una pequeña obra maestra, El banquero anarquista, donde relata cómo se puede llegar a ser ambas cosas aparentemente antagónicas de la manera más lógica del mundo. Y que yo de poder acceder a ese estatuto, sin lugar a dudas pagaría espectáculos discretos, como a los que había asistido en Lisboa, capaces de satisfacer los deseos de juego. Al fin y a la postre, pensaba, con la vista puesta en mi libro sobre el juego, no somos otra cosa que homo ludens, como señaló el medievalista Johan Huizinga. Juegos de diferentes calidades y puestas en escena, que Roger Caillois clasificó en estrategia, azar, competición e imitación. Sabedor de ello, el emperador romano Heliogábalo, siguiendo la senda del panem et circenses, que otorgaba un lugar central a los juegos propiciados por el Estado, ofrecía espectáculos gratuitos a diario mientras lloraba por la pobreza de su pueblo. “Anarquista coronado” llamó el surrealista Antonin Artaud al emperador Heligábalo, cuyo cadáver acabó arrojado a la Cloaca Máxima.

Todas estas historias circulaban por mi mente de paseante urbano. Al final del paseo, cuando llegué a una tabernucha de fados y oí cantar a un ciego, al que hacía de lazarillo y acompañante musical una chiquilla, me di a pensar en que la saudade no es tanto nostalgia a palo seco, cuya naturaleza no acertamos a comprender, sino evocación de los juegos perdidos, de los momentos de gloria, efímeros, en los cuales hemos alumbrado a intuir algo del hombre que juega, que arriesga en el juego, que gana y que pierde. Suerte de destino muy presente en los puertos, como Lisboa, donde se esperaba con ansiedad la llegada de ricos cargamentos que venían a dar alegría, a llenar vasos de oporto y madeira, a excitar a un público tumultuario deseoso de reencontrar y saciar el divertimento. Al final de todo, también delante de una copa de oporto, pensé en otro libro mío, Los combates de la ironía, pues eso somos al fin y a la postre, seres capaces de ironizar. Embuché de un trago el susodicho oporto y por las calles desiertas, en las que se sentía el chirriar de los viejos tranvías, me fui a dormir convencido de que Lisboa era la ciudad más alegre del mundo.

José Antonio González Alcantud es catedrático de antropología social de la Universidad de Granada y académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Premio Giuseppe Cocchiara 2019 a los estudios antropológicos

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