La leona y el carnero

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Hace no muchos días en este lugar que no es lugar sino sentimiento, bajo la tierra blanca en la que hunden los olivares sus ancestrales raíces, apareció una leona con un cabrito entre las fauces.

Maestría de cincel de pobladores antiguos.

Iberia patria de los iberos, denominación griega de un pueblo que habitó el levante y el sur de nuestra península. Desde Barcelona, sin contar con la provincia más sudoriental de la actual Francia, hasta el último Cabo que besa un mar furioso, un océano, como es el Cabo de San Vicente, último bastión portugués que asemeja la quilla de un barco en franca lucha con el mismo Poseidón.

Roca furiosa que entrelaza sus dedos con la blanca espuma rizada por un viento incansable, gélido, transparente.

Iberia, que la semántica más ortodoxa deriva de Iber, ‘ríos’ en la lengua de los más grandes filósofos, los griegos, dejando el Ebro como prueba palpable de su pensamiento.

Otros, sin embargo, más románticos, más etéreos, la entresacan de una palabra hermosa, la más grande quizá, libertad, la tierra de los hombres libres, Liberia, la de guerreros valientes que con sus pecheras adornadas con la faz de los lobos lucharon al lado de espartanos valerosos y mitológicos.

¡Cuántos siglos lleva la leona de modernas líneas durmiendo, agazapada, bajo el pálido reflejo que la luna regala a las hojas de los olivos! ¡Cuántas más siguen dormitando bajo nuestra tierra, nuestras piedras, nuestro suelo, esperando que la azada de un agricultor o el ladrido de un perro o la más pura casualidad les devuelvan la vida que un día tuvieron!

Pueblo culto capaz de hacer de sus esculturas arte, de dotarlas de tal fuerza que aún hoy sorprenden a los más escépticos, a los más ciegos. Líneas picassianas, puras, limpias, imponentes.

Leona brava, leona cavernaria, animal del que se dudó de su existencia hasta hace muy poco tiempo. Dudas, siempre las dudas de los que envidian, de los que no ven, de los malintencionados. Al igual que no podían ser las pinturas de Altamira, capilla Sixtina del arte prehistórico, que negaron eruditos en sus oscuras tinieblas.

Nuestra leona de grandes y abiertos ojos, rasgados para captar la escasa luz que reina en el interior de las cuevas que habitaba, sin pelo, sobria, hambrienta. Siempre hambrienta como el pueblo malherido, ultrajado y oprimido por una historia maldita.

Un cabrito entre sus fauces clava la cornamenta en la tierra dura tiñendo de rojo muerte el suelo que le vio nacer. Representando, una vez más, el ciclo eterno de renacimiento y destrucción que arrastra todo lo que en el mundo habita.

Iberia, pueblo de nombre infinito, desde el húmedo norte hasta el ingrávido Sur.

Verde en sus valles, gris en sus picos altivos que rozan con la punta de los dedos un cielo hermoso y gallardo. Lunera en los olivares. Dorada y negra en sus vides. De plata en sus encinares.

Majestuosa al posar la luna su fría luz en la leona, en sus Damas, la de Elche, la de Baza, al besar con suaves labios las cenizas de los muertos.

Muertos sí que no olvidados.

Siempre serán recordados por sus signos y esculturas, por su misteriosa escritura que algún día entenderemos.

Por la belleza de sus Damas, por sus adornos extraños, por sus tumbas y ermitas, por sus Dioses sobrehumanos.

Porque al fin y al cabo, señores, son nuestros antepasados, los que hollaron esta tierra, la regaron y labraron, los que por ella lucharon.

Iberia blanca de cal, roja y ocre en sus paredes. Tierra de sol y de luna, de escultores singulares, de pintores sin rival, de marineros intrépidos, de descubridores del orbe, de faros que rezan al mar, de leonas y carneros.

Beatriz Recio Pérez

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