Negro

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Durante la presentación el año último en Roma de la traducción italiana del libro clásico de Paul E. Lovejoy Transformations in Slavery: A History of Slavery in Africa, con presencia de quienes habían logrado esa hazaña en tiempos riesgosos para editar, pude percatarme de la emoción que aún suscita el tema de la esclavitud. Evidentemente no se trata de sólo un tema histórico. Quienes allí estaban apiñados en un aula de la Sapienza al anochecer hacían gala de compromiso contra la trata de esclavos como si fuese un problema actual, cotidiano, y no de hace doscientos años. Desde luego las noticias que llegaban de Libia, que fue efímera colonia italiana, no eran alentadoras. El Sáhara sufrió desde los albores de la colonización europea una profunda crisis, ya que el tráfico de esclavos era una de sus principales transacciones económicas. Al abolirse, por imposición occidental, incluso antes del período colonial, obligó a muchos grupos nómadas que vivían del tráfico esclavista a ejercer un alternativo bandidismo. Con el presente resurgimiento de la esclavitud en el desierto libio, y la práctica del secuestro y la extorsión en el Sáhara desde finales de los años noventa, siempre he tenido la impresión de hallarme frente a un intento desesperado por recuperar su vieja economía, en desacuerdo absoluto con los patrones de moralidad imperantes.

Uno de los puntales que subsiste del marxismo teórico a prueba de historicidad es la acuñación del llamado “modo de producción esclavista”, aplicado sobre todo al mundo antiguo, pero también con puntuales prolongaciones africanas. Según los estudios de campo y teóricos que hizo el antropólogo marxista Claude Meillasoux en Costa de Marfil, el esclavo está cosificado, y por ello anda provisto únicamente de su condición de bien material. La alienación de la personalidad conduce directamente a la reificación del ser. Así de elemental. Negro, nègre, black…, ha significado las más de las veces “salvaje” o “primitivo”, pero también dependiente. Casi sin apellido propio: acaso genéricos Koffi, Congo, Mandinga, Pardo, etc. para designarlos. A veces portaban el apellido de sus amos, con un posesivo y humillante “de”. Ahí están el Próspero y el Calibán de La tempestad de Shakespeare, ejemplo de amo blanco, espiritual, y esclavo negro, animalizado.

La esclavitud es un estigma que trasciende las generaciones. Por eso encontrar un descendiente de esclavos le produjo una emoción intensísima a Miguel Barnet, escritor y antropólogo cubano que escribió sobre la base de un afrodescendiente que había experimentado la esclavitud en su propia carne, y que encontró sorpresivamente en los ya lejanos sesenta. Era Esteban Montejo, un antiguo esclavo huido o cimarrón.

La reivindicación de la negritud comenzó muy pronto, con la república haitiana de Toussaint Louverture, que emulando a los antiguos amos creó una suerte de Estado fallido a principios del XIX. Su tragedia fue retratada teatralmente por uno de los padres de la negritud, el antillano Aimé Césaire. Alejo Carpentier también lo reflejó de manera magistral en El reino de este mundo, exponiendo literariamente las dificultades de aquel parto de la libertad abocado al fracaso. En el cine Jean Rouch nos dio una imagen de impotencia y emulación, al borde de la psiquiatrización, en Les maîtres fous. Los conjurados en una sociedad secreta de Ghana, relata Rouch, tienen por único fin emular los poderes de los colonialistas. Su improbable rebelión es derivada hacia el sufrimiento psíquico, liberado a través de rituales de trance en lugares alejados de la ciudad.

A partir de allí fue creciendo la celebración creol de la antillinidad, según Édouard Glissant, o de la cubanidad, en palabras de Fernando Ortiz. Bien lejos del Black Power norteamericano, marcado por la violencia previa de la Guerra de Secesión, con el esclavismo de por medio, y de los movimientos de liberación de los sesenta de los Black Panthers y Malcom X. En este camino de la centralidad de lo negro, y por ende de la esclavitud, no importaba acogerse al concepto de raza para buscarle su lado afirmativo. La “raza negra” como paradigma estaba presente en el sociólogo negro W.E.B. du Bois, o incluso se apoyaba en las conclusiones del senegalés L. Sedar Senghor, que aun siendo socialista reivindicaba las teorías del antropólogo filonazi León Frobenius, partidario de la supremacía en la historia universal de los pueblos africanos. Prueba de toda esa carga de emocionalidad, es la polémica recientemente suscitada por el filme clásico Lo que el viento se llevó, tachado de racista, que expone con toda crudeza ese mundo. O incluso la película más reciente de Tarantino Django desencadenado, donde el héroe negro ejerce una venganza largamente amasada en la humillación esclavista.

Brasil fue el último gran país en abolir oficialmente la esclavitud. La violencia estaba encubierta bajo las formas patriarcales, que incluían la sexualidad practicada en un medio hostil, tropical, como bien detectó Gilberto Freyre. Por ello, el país fue resistente al antiesclavismo, como quedó ejemplificado en el gran filme de Werner Herzog Silva Cobra verde. Un aventurero comerciante de esclavos, encarnado por el actor de rostro enloquecido Klaus Kinski, perdido en las factorías esclavistas de África, ve derrumbarse ante sus ojos todo un mundo vinculado a la trata cuando retorna el nordeste brasileño. Herzog, nos presenta fríamente la lógica estructural del esclavismo, sin atajos morales.

Eso que pareciera un mundo lejano, propio de viejas historias, películas y cuentos al calor de la lumbre, fluye periódicamente. El antropólogo Francis Affergan confesaba haber sentido miedo cuando haciendo trabajo de campo en la Martinica se vio como el único blanco en medio de un mar de color; el gran africanista George Balandier sintió lo mismo cuando intentó hablar con los Mau Mau, el movimiento secreto de Kenia, y fue rechazado simplemente por ser blanco. Yo mismo me sentí incómodo y estupefacto cuando un rasta jamaicano me paró por una calle de Santiago de Cuba, y me dijo que no tuviese miedo de que él fuese negro. Creo que no había hecho ningún gesto que pudiese interpretarse como de temor. Cierto que experimenté esa sensación en Recife, al anochecer, al mirar a mi alrededor –iba solo- y comprobar que todo el gentío humano era de color, menos yo y un borracho chileno de lengua suelta. Confieso haber sentido pavor a que cayese la noche negra.

Es una emoción tremenda el comprobar en algunas haciendas reconstruidas cerca de Santiago de Cuba, como el cafetal la Isabelica, que sirvieron de refugio a los esclavistas de Haití en su huida del general Toussaint, cómo debía ser aquel ambiente sórdido de la esclavitud. Habría que esperar hasta la década de los 1880 para que la abolición de la esclavitud se hiciese oficial en Brasil y real en Cuba. Empero, quizás en la lusofonía el síndrome de la esclavitud se prolongó más por el contacto de las guerras coloniales africanas, al menos hasta la revolución de los claveles de 1974. Así lo vio el director de cine Ivo M. Ferreira en Cartas de guerra, basada en la correspondencia del joven soldado y literato en ciernes António Lobo Antunes. Una suerte de experiencia histórica fatídica, en consonancia con el Heart of Darkness, de Conrad, o con Apocalypse Now, de Coppola, parecía haber caído sobre esta África torturada antaño por la esclavitud.

Tras terminar la presentación romana del libro de P. Lovejoy, y haber pasado todas esas imágenes por mi cabeza, tuve la impresión de haber irrumpido sin permiso en un cónclave de antiguos anti-esclavistas, cuya causa redentora no ha periclitado. Ni allí, ni en Brasil, ni en Cuba, ni en Portugal, ni en España, ni en lugar alguno.

 

José Antonio González Alcantud es catedrático de antropología social de la Universidad de Granada y académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Premio Giuseppe Cocchiara 2019 a los estudios antropológicos

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