Ángel Ganivet desde su molino: un iberista, treinta años después

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Durante unos años, de 1990 a 2003, tuve la fortuna de dirigir la casa-molino familiar del pensador Ángel Ganivet García (1865-1898), situada sobre la acequia gorda del río Genil, en Granada. Cuando yo llegué, en plena juventud, a la dirección de aquel proyecto no poseía más que las ideas comunes que cualquiera pueda tener sobre Ganivet: que era un pensador de derechas, que era tremendamente españolista, que había escrito un libro muy amado por los granadinos, y que se había suicidado, presa del dolor de España o cualquier otro motivo, arrojándose al río Dvina, en Riga. Sin embargo, había leído, previamente, con agrado alguno de sus libros, y su persona no me cuadraba con las ideas preestablecidas, entre otras cosas porque todos los años, allá por noviembre, aniversario del suicidio del escritor, don Antonio Gallego Morell, el mayor de los ganivetistas locales, hombre de poder en la ciudad, se encargaba de recordarnos en el periódico –no había otro, solo ese– que la deuda de la ciudad con Ganivet seguía viva, y pedía justicia o al menos gratitud para el autor de Granada la bella.

La responsabilidad que me había caído encima sólo era de mi agrado relativo. Yo provenía de un pueblo de la costa de Cádiz donde impartía una elemental enseñanza de la Historia a asilvestrados estudiantes de bachillerato. Puede decirse, en síntesis, que fui llamado a una tarea en parte ingrata por el reto que suponía. Particularmente tenía mis propios proyectos antropológicos, y Ganivet se interponía ante mí, con su cohorte de personajes locales, que pronto comenzaron a indagar sobre las intenciones que yo albergaba. Tuve que armarme de valor y comenzar a estudiar a fondo su figura y obra, a hurtadillas de mi propia disciplina, la etnología, y de mí misma sensibilidad, el vanguardismo intelectual.

Entonces comenzó mi pasión ganivetiana, al comprobar que Ángel Ganivet no era el personaje que me habían dibujado, es decir una especie de banderín de enganche del anti-lorquismo, en referencia al culto del héroe trágico de guerra civil. En ese trayecto, observé que su españolismo, al cual los más exaltados habían atribuido incluso una de las razones del suicidio, al haberle presuntamente afectado la crisis del 98, con la perdida de las colonias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, resultaba muy matizado. Consideraba Ganivet, según leí, que a España le faltaba robustez en su constitución interna como para poder hacer una política exterior honorable. Siempre, decía, se quedaba a las puertas de una tierra de promisión en sempiterno estado de interinidad. En ese contexto se hace eco del iberismo, asunto muy vivo durante la segunda mitad del siglo XIX, sobre todo en torno al cambio de dinastía, como Álvarez Junco destacó en su Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX. Pero como el mismo Junco señala, si es cierto que los años ochenta fueron momento de conmemoraciones en España y Portugal, sin embargo, ambos países celebraban cosas distintas e incluso antagónicas: “En España se celebraba la identidad católica de la nación, en Portugal los festejos giraban en torno a la idea de independencia respecto de España”. De manera, que, concluye, “la ocasión para la unión había pasado”. Ganivet debió percibirlo.

En ese contexto finisecular, y habida cuenta que Ángel Ganivet –como ateo convicto y militante que era– veía un obstáculo en el catolicismo para la constitución de la propia idea de España, plantea el tema de la unidad peninsular. Escribe en el Idearium español: “El problema de la unidad ibérica no es europeo ni español; como las palabras lo declaran, es peninsular o ibérico. Aunque algunas naciones de Europa tengan interés en mantener dividida la península, no se sigue aquí que el asunto sea europeo: si todas las naciones toleraran que constituyésemos esa venturosa unidad, no por eso nosotros habríamos de cometer una agresión […] La unión debe ser obra exclusiva de los que pretenden unirse; es un asunto interior en el que es peligroso acudir a auxilios extraños”. Es más, Ganivet, dice preferir seguir estando separados que una unión marcada por la violencia: “Más vale que sigamos separados y que esta separación sirva al menos para crear sentimientos de fraternidad, incompatibles con un régimen unitario violento”. Apuesta, siguiendo este dictado, por una política de separación que haga fluir simpatías y complicidades ibéricas sin resquemores: “La unidad ibérica no justifica nuevas divisiones territoriales, ni un cambio en la forma de gobierno, porque la causa de la separación no está en estos accidentes, sino en algo más hondo y que no conviene ocultar: en la antipatía histórica entre Castilla y Portugal, nacida acaso de la semejanza, del estrecho parecido de sus caracteres”. De ahí, que concluya, que “la única política sensata, pues, será aplicarnos a destruir esa mala inteligencia, a fundar la unidad intelectual y sentimental ibérica, y para conseguirlo […], hay que enterrar para siempre el manoseado tema de la unidad política y aceptar noblemente, sin reservas ni maquiavelismos necios, la separación como un hecho irreformable”.

Ángel Ganivet, influido por la sociología del francés Alfred Fouillé, que daba un papel central a las “ideas-fuerza” en el movimiento intelectual y político, tampoco era partidario de restablecer imperialismo alguno en América. Para nuestro granadino, nacido en medios sociales modestos, la molinería, y habiéndose hecho a sí mismo, tras una escolarización tardía, que lo tuvo en el casi analfabetismo hasta una edad avanzada, el asunto con América se resume así: “Siempre que se habla de unión iberoamericana ha observado que lo primero que se pide es la celebración de tratados de propiedad intelectual: esto es lo más opuesto que cabe concebir a la unión que se persigue. No creo que nadie haya pensado en organizar una ‘Confederación política de todos los Estados hispanoamericanos”: este ideal es de tan larga y difícil realización que en la actualidad toca en las esferas de lo imaginario; no queda, pues, otra confederación posible que la “Confederación intelectual o espiritual”, y ésta exige: primero, que nosotros tengamos ideas propias para imprimir unidad a la obra; y segundo, que las demos gratuitamente para facilitar la propagación”. Circunscribe, en consecuencia, el iberoamericanismo a una suerte de hermandad espiritual, para cuyo fluir hay que acabar con las fronteras editoriales.

Resulta sorprende observar la moderación ganivetiana al encarar el iberismo y el iberoamericanismo. De ahí que se entienda perfectamente que Ganivet suscitase mucha atención, por ejemplo, en Brasil. Cuando invité a platicar en Granada, en la casa molino que yo dirigía a la profesora brasileña Élide Rugái Bastos en el 98 nos habló de los “viajes de Ganivet a Brasil”, que no eran otros que las redes de su influencia. Eso explica que desde Gilberto Freyre hasta el presente sea una lectura casi obligada del pensamiento político brasileño. No era, entonces, Ganivet, un “españolista” al uso. Su sentimiento de “lo español” era inclusivo, y muy sureño; no por azar se opuso a Unamuno, en su interpretación de la historia española, en la que otorgaba un papel central a la época islámica: “Usted –le dijo– profesa antipatía a los árabes, y yo les tengo mucho afecto, sin poderlo remediar”.

En fin, esto, y el descubrimiento que hice, con motivo del centenario de su suicidio, en 1998, que me tocó en parte organizar, de la visión llamémosle “progresista” de Ganivet, me condujo a tener grandes simpatías por el personaje. Vi, por ejemplo, que el traslado de sus cenizas a Granada, atravesando España, desde Riga, en 1925 fue un acto contrario a la dictadura, ya agonizante, de Primo de Rivera.  Que, en el acto de Madrid en el paraninfo de la universidad, habló el granadino-brasileño Américo Castro y otros liberales, y que este terminó con un tumulto estudiantil al grito de viva la libertad. En Granada el orador, ante una multitud fue Constantino Ruiz Carnero, quien sería asesinado, por masón, en los primeros días de la guerra civil.

En definitiva, el trayecto que yo había iniciado dos años antes de los fastos de Quinto Centenario del 92, enfrentándome con cierto escepticismo al proyecto de regir la casa -molino de los Ganivet, terminaba abruptamente en septiembre de 2003, por la presión caciquil, ejercida por el partido socialista local. Me resta el consuelo de haber descubierto, gracias a ese reto, que Ganivet, mente singular, no era el fantasma que me habían dibujado, y que a pesar de que Azaña lo considerase un ejemplo de los males del autodidactismo hispánico, dado el medio social, popular, y territorial, periférico, del que provenía, no dejó de ser un bólido extraño y excitante. La lucidez de su percepción “metodológica” –como le gusta repetir a Pablo González-Velasco– del iberismo e iberoamericanismo así nos lo indica.

Para terminar, y un poco como parábola vital del destino fatal del iberista Ganivet. Como una suerte de maldición, al contrario que otros escritores que han encontrado reconocimiento en sus localidades de origen, donde reciben el culto de sus conciudadanos, Ángel Ganivet García, veinte años después (lo hará en septiembre) de finalizar el proyecto que alentamos en su casa-molino –entre otros la compra de sus manuscritos–, sigue sin recibir justicia y gratitud. El lugar, propiedad de la diputación provincial –una de esas instituciones españolas obsoletas que debieran desaparecer en un marco federativo– tras nuestra marcha ha sido reorganizado varias veces, bajo diversas fórmulas, incluida la última “centro de la memoria democrática”, todas ellas absurdas. Reclamo, pues, en cuanto director del proyecto más exitoso que la casa-molino albergó, de 1990 a 2003, justicia –como aquel Gallego Morell, que yo no entendía entonces– para la memoria del célebre suicida, y que se establezca allá una “casa-museo”, que atraería a buen seguro a muchos ibéricos e iberoamericanos, lectores críticos y admiradores de su pensamiento.

José Antonio González Alcantud