Fernando Morán, doctrina y práctica iberista del exministro de Exteriores (1982-1985)

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Si tuviera que aconsejar al futuro presidente del Gobierno sobre qué perfil de ministro de Exteriores es adecuado para España, utilizaría el molde diplomático-intelectual de Fernando Morán (Avilés, 1926-Madrid, 2020).

En primer lugar, necesitamos en el Ministerio de Exteriores a alguien de carrera diplomática que haya pasado por diferentes cargos de (y en) diferentes áreas geográficas y se haya interesado en su comprensión antropológica y geopolítica. En segundo lugar, alguien que sea escritor, en el ámbito literario, ensayístico, periodístico o -al menos- que haya sido capaz de ordenar ideas y sintetizarlas en un diario personal. Para ello mínimamente tiene que tener un pensamiento complejo, con dominio de la historia y las ciencias sociales, así como del modo español de estar en el mundo. En tercer lugar, alguien que tenga la ambición de traer nuevos bríos a la geopolítica de España. En cuarto lugar, que hable portugués o -al menos- sea lusófilo, iberista en los términos actuales (reformista aliancista) y partidario de articular mínimamente Iberoamérica, ampliable a la iberofonía. Es decir, al conjunto de países de lengua española y portuguesa, con evidente presencia en África, continente que Morán conocía bien pero no llegó a entender la importancia de dicha alianza panibérica, países tal vez alejados de su radar porque los PALOP estaban en la órbita de la URSS y enfangados en enfrentamientos internos.

Para entender a Fernando Morán podemos recurrir a un pasaje de sus memorias. En un viaje con los Reyes a Brasil afirmaba que la Cancillería Brasileña, el Itamaraty, “goza de gran prestigio y poder desde el tiempo del Imperio. El Barón del Río Branco fundó la academia diplomática, cuando en el hemisferio los puestos de la carrera se otorgaban a los familiares de las oligarquías, o permitían a los jóvenes escritores ensayar alejandrinos bien resguardados por la nómina. Río Branco engrandeció al Brasil, no con las armas, sino con la argumentación del Derecho en las numerosas cuestiones de límites. Desde entonces el Itamaraty pesa en la vida brasileña. Nostálgico consuelo para quienes provenimos de carreras que siendo honorables y apreciadas carecen de poder real en la vida nacional”. Tanto el rey como el ministro de Exteriores hablaban portugués lo que fue una gran carta de presentación en el Brasil de la redemocratización.

Su estancia de tres años en el Palacio de Santa Cruz no fue tranquila, pero fue quien culminó la entrada en la Comunidad Económica Europea. Acusado de tercermundista y neutralista (como así lo fue España en la Primera y Segunda Guerra Mundial), fue incomprendido en la época por la profundidad de su visión estratégica y su experiencia y ejemplo moral como alto funcionario al servicio del Estado.

La doctrina y habilidad de la diplomacia portuguesa y brasileña siempre tuvieron más prestigio que la española si excluimos al periodo de Felipe II, que por otro lado puede ser reivindicado por todos. Repasando la lista de ministros de Exteriores españoles, en los últimos siglos, podemos encontrar muchos que aportaron su granito de arena para mejorar el flujo ibérico de intercambios, buscando una posición geopolítica amistosa con Portugal con una serie de Tratados, como lo fue -entre otros- José Moñino y Redondo, I conde de Floridablanca, pero destaca uno -que lo hizo con una doctrina y practica iberista-reformista propia-, es el caso del exministro de Exteriores, Fernando Morán, durante los años 1982-1985.

CLAVES DE SU TRAYECTORIA BIOGRÁFICA

En 1956, participa en Salamanca, con el profesor Tierno Galván, en la creación de la Asociación por la Unidad Funcional de Europa. En junio de 1964 es destinado a la Embajada de España en Lisboa, donde trabaja en la negociación de sendos acuerdos hispano-lusos sobre transporte aéreo y contra la doble imposición fiscal. Como joven diplomático ayudó subrepticiamente a la oposición del franquismo y el salazarismo. Este es el testimonio de Morán: Todo diplomático encuentra a lo largo de su carrera el puesto en que sus cualidades profesionales y humanas se desarrollan mejor. En mi caso este puesto fue Portugal. Viví aquellos años con vigor y satisfacción. Me encontré allí con mi segundo país. Me enseñaron portugués y, sobre todo, el gusto por la cultura lusa (…). Entré en conexión con la oposición portuguesa. Hice amistades imborrables como la que me une con Mário Soares”.

Antes de publicar en 1980 su gran manual, referente de estudios para jóvenes diplomáticos, Una política exterior para España, fue jefe de estudios de la Escuela Diplomática. Aquí podemos apreciar la singularidad de su contribución, su pensamiento complejo y su capacidad analítica y propositiva para encontrar el lugar que España merece estar en la arena internacional.

Conocido por ser el ministro de los chistes, se convirtió en un personaje popular, protagonista de versiones de los chistes de Lepe, “en los que el ministro era blanco de las burlas y de chascarrillos fantaseados en los que se le atribuía siempre gran necedad en sus juicios y acciones debido a su carácter impulsivo y a alguno de los exabruptos que soltó en su día”, afirmaba una nota de Europa Press por motivo de su fallecimiento hace tres años. Los chistes formaron parte de una campaña de desprestigio más amplia, de diversos orígenes, entre los que estaban la CIA, El País y otros intereses atlantistas en el ámbito económico. Lo presentaron como torpe, viejuno y desaliñado.

GUERRA HÍBRIDA DE LOS ESTADOS UNIDOS CONTRA MORÁN

Thomas Enders, embajador de Estados Unidos en España, puenteó y saboteó todo lo que pudo a Morán. El embajador le reconoció la participación en la campaña de desprestigio, no desde su Embajada, sino desde otras instancias norteamericanas. En el libro del exministro España en su sitio (p. 254), menciona dos fuentes de la administración estadounidense, donde -a posteriori- le confirman dicha campaña, que hoy en día llamaríamos “guerra híbrida”.

Morán quería conservar la autonomía geopolítica española en relación a Estados Unidos al mismo tiempo que España asumiría el lado occidental. Esta posición era vista como errática y demasiado ambiciosa para una potencia media como España. Morán quería un margen de maniobra mayor para la política exterior española, como el que demuestra hoy en día Turquía, un miembro de la OTAN también muy bien posicionado geoestratégicamente. Morán tenía sus razones. A diferencia de los colegas europeos transpirenaicos, Estados Unidos no liberó a España del fascismo y sostuvo a la dictadura, por lo que no había un sentimiento de gratitud por la II Guerra Mundial o una deuda a pagar con servidumbres políticas. Tampoco había un problema de seguridad nacional. El norte de África era más peligroso para España que la Rusia soviética. No obstante, el Estado español tenía que asumir los compromisos heredados del franquismo con Estados Unidos. Curiosamente en el vecino Portugal, la OTAN fue vista como una continuidad de sus viejas alianzas luso-inglesas y formó parte de su fundación siendo una dictadura.

Si buscamos una persona que teorizó y practicó la geopolítica española con su propia cabeza, tal y como lo hace Celso Amorim hoy en día en Brasil, con dosis de ambición de autonomía geopolítica y, al mismo tiempo, realismo y viabilidad, este es Fernando Morán. Es hora de reconocérselo. Su defensa de un mínimo de autonomía relativa para España dentro del atlantismo, le supuso el cargo. Su idea era evitar la satelización en relación a cualquier bloque, aunque obviamente se participara en el lado occidental.

Morán llevó a cabo la negociación en paralelo entre España y Portugal para acceder conjuntamente a la Unión Europea, lo que significaba establecer una unión ibérica comercial y monetaria, gran parte del programa histórico del movimiento iberista, así como se asentar las bases del fin de los pasaportes y los controles fronterizos en La Raya. Según Morán entonces faltó “acabar de coordinar posiciones entre nosotros” (los ibéricos), aunque hoy sí que podemos afirmar que se ha podido alcanzar esa posición cooperativa antes de las reuniones europeas.

Como se ha comentado, Morán fue diplomático en Lisboa, estableciendo puentes entre las oposiciones -a las dictaduras ibéricas- y dentro de los grupos de oposición. En particular, entre la izquierda española y la corte liberal-monárquica de Don Juan en Estoril. Hablaba portugués y conocía a fondo la cultura portuguesa. También conocía el iberismo y en sus ensayos incluyó capítulos específicos sobre el asunto.

DOCTRINA IBERISTA

En su libro Una política exterior para España, presentado por Felipe González en 1980, desarrolla su visión iberista-reformista, conocedor asimismo de la proyección española hacia Iberoamérica, África y el mundo árabe y del Mediterráneo en general. No tenía una visión adanista. Sabía que había que adaptarse a los activos y pasivos del pasado, superando un semiostracismo mediante una política realista pero carente de complejos. La herencia de la política exterior del franquismo, dada la desproporción de objetivos por su idealismo y por la propia historia da monarquía hispánica, incluía un retraimiento hacia un pragmatismo a modo de autodefensa victimista del régimen, fortaleciendo un complejo de inferioridad histórico, limitando la potencialidad que tenía y tiene España por ser potencia media y tener activos (inter)culturales y lingüísticos y una posición estratégica.

Para conocer mejor su pensamiento, voy a reproducir algunos extractos de diferentes libros de Morán, empezando por Una política exterior para España:

“Las relaciones con Portugal son un haz que se dispersa desde un punto de arranque: la constitución en el occidente de la Península, entre el Miño y el Guadiana, de una nacionalidad perfectamente asentada, en un Estado con proyecto histórico propio y sobre un pueblo definido culturalmente sin ambigüedades en base de una estructura social que, en el curso de la tarea de construcción estatal, se ha ido configurando respecto a la española con opciones sociales que configuran también la voluntad de diferenciación. Abordar la relación con Portugal, indicar una política peninsular rigurosa y correcta, así como realista, exige, pues, entender con cierta profundidad el sentido de la nacionalidad portuguesa.

El lector español debe asumir de entrada que nación y Estado lusos, asentados en datos propios y fundados, son en parte el resultado de la potenciación de una voluntad política que siempre tiene una referencia respecto de España y que en momentos decisivos se proyecta frente a España. Esta alteridad portuguesa otorga a la política peninsular una riqueza de contenido no igualado y abre perspectivas y posibilidades concretas.

A Portugal no se le puede tratar, en un libro español sobre política exterior, desde un enfoque formal y abstracto de intereses dispersos y concretos, sin conciencia de que esos intereses se presentan de una y otra parte de la frontera en lecturas cuya coloración ha condicionado la Historia. Para hacerlo, tropezamos con ciertas dificultades.

El primer hecho grave es el desconocimiento que respecto a Portugal tienen la mayoría de españoles, incluida la gran mayoría de componentes de nuestra clase política: Portugal sigue siendo el gran desconocido. Si los prejuicios y los conceptos erróneos respecto a España son la consecuencia de una versión nacionalistas, y a veces polémica, de ciertos sectores portugueses que han ganado aceptación gradual, en nuestro caso no se tratada de una u otra versión sino, simplemente, de falta de conocimiento e interés, consecuencia de la deformación del enfoque de nuestra visión internacional”.

“La situación es tanto más dificultosa cuanto que el portugués -condicionado por una versión histórica nacionalista- supone en el español una atención hegemonista con respecto a su país. Atención hegemonista inexistente no ya por la prevalente falta de hegemonismo en la conciencia española -salvo en las aberraciones retóricas del corto período fascistizante-, sino por su culpable falta de atención.

Ha habido siempre, es cierto, minorías y destacadas personalidades atenta a Portugal, entusiastas de su pueblo y de su cultura. Es de notar que el interés y aprecio por Portugal suele corresponder a un alto nivel intelectual y cultural. Pero, en la gran mayoría de casos, estos preclaros lusófilos han estado siempre marginados de las decisiones políticas: excepción hecha de Azaña, los lusófilos, no los iberistas, o no han tenido funciones de gobierno o han pertenecido a formaciones políticas menores y muy críticas del sistema de poder. Hombres puramente intelectuales como Unamuno, predominantemente literatos como Juan Valera, o en la franja de formaciones menores como Vázquez de Mella o el marqués de Quintanar. O periféricos como Maragall.

Se dio también curso al iberismo precisamente para (pagando moneda retórica al mismo) despejar la realidad de una compleja relación entre ambos países”.

“A la realidad de un curso histórico diferente; a una definición de tareas internacionales divergentes -coincidiendo, como veremos, con intereses económicos de clases dominantes en cada periodo- y a la potenciación de una diferencia renovada por la voluntad política de sus dirigentes han de sumarse, además, coincidencias sustanciales como: una posición geoestratégica complementaria (cuando cesa la orientación ultramarina y cuando el factor exterior que la vigorizaba ya no tiene interés en mantener la diferencia entre España y Portugal); una mayor proximidad en niveles socioeconómicos superior a la que nos relaciona con cualquier país europeo; una formación cultural muy semejante; una casi identidad de procesos políticos internos; una posición parecida respecto a Europa; semejantes posibilidades respecto a otras áreas, el Mediterráneo y Latinoamérica por ejemplo; igual necesidad de que la adscripción a Occidente no nos conduzca a una frustrante satelización; parejos factores bloqueantes u obstaculizadores par que la Izquierda luso-española diseñe un modelo propio. Factores todos ellos que obligan a construir una política peninsular y a retener in mente un hecho esencial que debe ser considerado por todos: la reconversión que impone el fin de la época atlántica en Portugal continentaliza su visión internacional. Dicha continentalización conduciría a un acercamiento -en base a una sana conciencia de lo bien fundada de la nacionalidad del Estado portugués- hacia España, siempre que nuestros dirigentes y fuerzas políticas entendiesen en profundidad dicha relación. Así, la fase actual de la política peninsular en ambos países podría denominarse de ‘etapa pedagógica’. Se trata de identificar la realidad y de poner en cuarentena tanto la tentación de la abulia de uno respecto a otro como los excesos de entusiasmos federativos”.

“No se debe hacer con respecto a Portugal una política destinada a favorecer el grupo o partido político homólogo que esté en el poder”.

Las oligarquías respectivas han bloqueado, durante siglos, el tema de la relación entre naciones. A las políticas de hegemonía dinástica y de separación de los pueblos -evitando una dinámica que pondría en peligro su dominación- sigue en la Península una época de política internacional a nivel de pueblos. La misma no puede poner en peligro la independencia y autonomía política de Portugal, porque lo popular en Portugal es la independencia y la autonomía respecto a España. El pueblo portugués se constituye como tal respecto a España, separándose de ella. Pero ello no puede frenar la colaboración que los mutuos intereses populares exige. Solamente desde esta perspectiva encuentra satisfacción la diferencia y complementariedad de ambos pueblos ibéricos. Diferencia y complementariedad manifiestas en la formación histórica de Portugal”.

Morán reivindica a Felipe II, frente a sus sucesores, porque este rey encarnó “la idea de las dos Coronas englobadas en una entidad península”, “una idea portuguesa”, según afirma.

“Desde la Restauración de 1640-1664 no ha habido ambigüedad ni duda alguna respecto a la configuración de la Península en dos Estados-nación. Ni ninguna pretensión unificadora por parte de la Corona española.

El pensamiento federalista español ha sido siempre lusófilo y esencialmente antihegemonista. El iberismo portugués, tradicionalista, tanto en la dirección liberal republicana -que pretende reavivar la constitución histórica nacional, deformada por el Estado absorbente mercantilista y por la falsificación extranjerizante, las oligarquías enfeudadas e Inglaterra, ‘fontismo’, etcétera- como en la dirección monárquica tradicional del integralismo. Los tradicionalistas españoles a lo Vázquez de Mella ven también en la constitución histórica de Portugal la Península posible anterior a la política uniformizadora de la Ilustración –‘los extranjerizados’ para los portugueses- y del liberalismo de prosapia francesa”.

“En definitiva, nunca ha existido en España una corriente que considerase como causa nacional la unificación, como hegemonía sobre Portugal. Por el contrario, y como veremos más adelante, en el iberismo el entendimiento parte de la potenciación de los dos pueblos como una causa de regeneración nacional y de corrección de los intereses puramente dinásticos”.

Morán identifica una aproximación ibérica en el siglo XIX y XX entre camaradas ideológicos de grupos políticos, como “una fundamentación profunda, asentada en una interpretación por cada parte de la historia de su nación, el iberismo. Pero tales alineaciones políticas no ponen en tela de juicio la irrevocable vocación nacional propia de cada pueblo. Los recelos frente a España serán utilizados, conscientemente, para defender una política interna en Portugal, pero sin creer en ninguna amenaza castellana. Ya veremos que esa manipulación ha servido de fundamento a la política intraibérica de Salazar en distintas fases de su larga singladura y cómo la utilizó para fines internos e internacionales propios”. La unidad entre el salazarismo y el franquismo fue por arriba, a condición de mantener aislados a sus pueblos entre sí, sostiene Morán.

“El iberismo en Portugal es la consecuencia de la crítica de la estructura política y social que el país se otorga en el siglo XIX, cuando se impone la relación de dependencia económica y política”.

“Los iberistas, empezando por Oliveira Martins y seguido por los hombres de la polémica de Coímbra, fueron esencialmente críticos del curso histórico de Portugal”.

“El iberismo portugués es, pues, una reacción frente a los errores de las políticas dinásticas. Por parte de los españoles consecuencia de la concreción peninsular en nuestras propias fronteras. Su tono, evidentemente, rechaza el expansionismo y el imperialismo peninsular, unido a la orientación federalista y a la conciencia de una constitución pluralista de España (Pi Margall).

Ello explica también la aparición de un iberismo ‘de derechas’ de raíz tradicionalista. Tanto en Portugal como en España, António Sardinha, Pequito Rebelo, Raposo, Almeyda Braga, son monárquicos de la Monarquía que pudo ser: gremialista, comunitaria, anterior a la uniformidad que imponen en Europa primero los Borbones y luego los jacobinos; antiliberales y, por lo tanto, antibritánicos. ‘Acción Española’, a pesar de su adscripción a la causa de don Alfonso XIII, es también de formación tradicionalista, siendo Víctor Pradera el gran maestro de Vegas Latapié, Quintanar, etc., etc.

Al iberismo llegan unos por la línea liberal crítica, que encierra un mensaje republicano al descalificar la creación de las dinastías y potenciar el pueblo separado de las Cortes: Oliveira Martins, Herculano, Unamuno e incluso Azaña; otros por la idea de la relación Corona-pueblo en la Monarquía estamental: integralistas, ‘Acción Española’, etc. (El pensamiento de Cánovas respecto a Portugal, por cierto muy interesante, es simplemente historicista y carece de proyección de futuro)”.

Sobre su propuesta de coordinación de los intereses, Morán afirmará que “hay que evitar todo planteamiento retórico con respecto a Portugal y, muy especialmente, cualquier formulación triunfalista insensatamente unitaria. Pero tampoco debe caerse en la abulia y el desinterés: lo que pase en Portugal nos afecta tan directamente, si no más, como lo que pase en Francia.

La primera tarea será, pues, la de mejorar el conocimiento mutuo con rigor y entusiasmo. Ese conocimiento nos llevará a poder digerir evidencias como estas:

  • Los niveles socioeconómicos, la formación cultural y la misma psicología nos impone encontrar un modelo semejante para nuestro desarrollo. Y en lo que se refiere a los socialistas. Un modelo socialista adaptado a la Península.
  • Es comprensible que cada fuerza política vea en la política de Portugal o de España un campo en el que juegan una partida amigos y opositores. Ahora bien, un exceso de participación partidista puede perjudicar no ya la posición nacional sino también las posibilidades del amigo.
  • La península ibérica configura una unidad estratégica. Ahora bien, dentro de este enfoque es preciso comprender -como he apuntado en el capítulo VI- que la Historia y sus vinculaciones han llevado a Portugal a una posición más altantista que la de España. Pese a todo, esa diferencia de posiciones y funciones no impide, sino que exige, la cooperación estratégica de ambos países”.

“Tanto Portugal como España necesitan urgente y profundamente un mínimo de autonomía en sus políticas”. “Si España se sateliza, se portugalizará Portugal”.

 “La aportación ibérica jugará, sin duda, en favor de la Europa política y de la Unión Europea, ya que retóricas al margen, algo hay de verdad en eso de que los pueblos de la Península están en mejores condiciones para entender a los de otras culturas por haber ambos participado en la formación de algunas -casos de Hispanoamérica y Brasil- y porque, con respecto a otros, la tradición africana de Portugal le coloca en situación de entender dilemas y poder advertir contra posibles errores eurocentristas”.

EXPERIENCIA COMO MINISTRO

En el libro España en su sitio, publicado en 1990, escrito entre Nueva York y San Lorenzo del Escorial, donde pasaría a residir, Fernando Morán explica diversas anécdotas e hitos de su gestión al frente de la cartera de Exteriores:

“Con ocasión de mi estancia en Lisboa mantuve un intercambio de opiniones que me interesó mucho. El presidente de la República portuguesa, General Ramalho Eanes, nos ofreció una cena a los Ministros de la Alianza (OTAN) en el Palacio de Ajuda. Antes de la comida pasamos en fila a cumplimentarle. Cuando me tocó mi turno me dijo que tenía que hablar conmigo. Hicimos un aparte en la recepción. Me dijo que era preciso preparar el futuro de la Península. No podíamos pensar, españoles o portugueses, en un futuro separados los unos de los otros. Había que preparar en fórmulas a la altura de los tiempos. Me impresionó el tono directo y decidido del estadista portugués”.

“Pertenezco a esa minoría -por otra parte, en el caso de mis compañeros de predilección, excelente- de españoles que aman y tratan de entender Portugal. Llegué al ministerio con la voluntad decidida de clarificar con Portugal. Muy consciente de sus dilemas, sabedor de los prejuicios (…). Estábamos en óptimas condiciones para entendernos con Portugal. El rey había vivido su niñez en Estoril, hablaba portugués como un nativo, contaba con amigos en amplias zonas de la sociedad lusa. El presidente había establecido una buena relación con Soares en el seno del movimiento socialista. Yo gozaba de la situación que he descrito. Sin embargo, los avances eran lentos (…). Gama fue un colega positivo para mí, si bien a veces reticente. Como él mismo decía, deseaba las mejores y más íntimas relaciones con España, pero con las fronteras bien trazadas, con trazo grueso (…). Se llega a 1984 avanzando paralelamente España y Portugal en las negociaciones con la Comunidad, pero sin acabar de coordinar posiciones entre nosotros”.

CONCLUSIONES

Leyendo estas apreciaciones, mi conclusión es clara: hoy en día estamos un punto más allá del viejo tope máximo de las relaciones luso-españolas. Ahora sí que se coordinan posiciones entre nosotros. Además de que Portugal ha asumido el ámbito iberoamericano. No obstante, fue Morán el que consiguió más en menos tiempo en términos de hacer desaparecer la densidad de la frontera luso-española. Supo jugar sus cartas, con lealtad a España y a Iberia, con admiración a Portugal, sin caer en un típico e inconsciente paternalismo de quienes ejercen de tontos útiles del país hermano renunciando a entrar a la complejidad del juego diplomático ibérico.

En su libro Palimpsesto, a modo de memorias (2002), Fernando Morán matiza y abunda -en un capítulo- sus reflexiones sobre el iberismo, que mantiene como parte de sus convicciones. Lamenta, por otro lado, que Ortega y Gasset no haya realizado una reflexión sobre Portugal a pesar de su larga estancia en el país luso.

Como se sabe, poco después de la firma de la entrada conjunta de la Península a la Comunidad Europea, en el momento álgido de la diplomacia española, fue cesado en el marco de una crisis de Gobierno. Décadas después seguía sin entender su cese y las razones dadas por algunos medios para iniciar una nueva fase de “adaptación y pragmatismo”. No obstante, este episodio no le dejó mal sabor de boca, más allá de la ausencia agridulce de explicación oficial, dado que salió por la puerta grande de la Historia. La explicación más razonable no es que en Morán no hubiera “adaptación y pragmatismo”, que los tenía como una pata de la política exterior, sino que se trataba de renunciar a su otra pata: la ambición de tener una autonomía relativa para jugar al ajedrez geopolítico internacional directamente y no subcontratarlo a terceras potencias. Por tanto, el peligro de la satelización, constante en la doctrina Morán, quizá en un momento dado fue asumido por Felipe González como un coste necesario para conseguir la total confianza de sus socios occidentales.

En lo que se refiere a la relación de España con Portugal, Morán se mostró satisfecho porque se ha mantenido en unos marcos amistosos, donde hay en ocasiones reafirmaciones de identidad, pero también una voluntad ibérica permanente de alcanzar acuerdos. El nuevo Tratado de Amistad es el fruto y prueba de todo ese esfuerzo intergeneracional. En definitiva, y volviendo a la actualidad: necesitamos a nuevos moranes o moranistas en el Palacio de Santa Cruz.

 

Pablo González Velasco

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