Últimos días de 1576. Un joven de 22 años -casi 23- y su tío de 49 dialogan templadamente en el ambiente calmado de un monasterio. Los imaginamos transitando una y otra vez las distintas alas del claustro. Es la primera vez que pasan juntos la Navidad. No son demasiados los recuerdos comunes. Optan, no obstante, por narrar historias familiares de tiempo ha y por referir costumbres de sus tierras de procedencia. Y se dan cuenta de lo mucho que los une.
Se trata de los reyes Sebastián I de Portugal y Felipe II de España en el encuentro que mantuvieron en Santa María de Guadalupe, en el corazón de Extremadura, donde el primero pidió al segundo ayuda para su empresa cruzada en el norte de África. El acontecimiento refleja el punto álgido por el que pasaban las relaciones -familiares y políticas- entre ambos reinos, aunque el Habsburgo desechara finalmente intervenir. Nada hacía presagiar que dos años después el portugués moriría en Alcazarquivir y que al cabo de otros dos el español entronizaría en Lisboa dando comienzo al periodo tradicionalmente denominado como “Unión Ibérica”.
No es de extrañar que la reunión de 1576 se diera en Guadalupe. A la situación de relativa proximidad con respecto al territorio portugués se sumaba la tradición del lugar como sede regia -con hospedería- desde época de los Reyes Católicos y al aura de erigirse entonces como uno de los centros espirituales más importantes de la Península. Aún restaban varios años para la finalización del monasterio de San Lorenzo del Escorial, más próximo a la villa que Felipe II había adoptado como capital quince años antes -Madrid- y que terminaría por relegar la relevancia política -que no la religiosa- del monasterio extremeño.
La de Sebastián I no fue la primera vez que un rey portugués visitaba aquel rincón de la Corona de Castilla. Desde el siglo XIV, y muy especialmente durante el XV, la devoción a Santa María de Guadalupe se extendió por todo el solar ibérico. En los primeros tiempos modernos, como es sabido, el culto guadalupense saltó los mares y arraigó fuerte al “otro lado” del Atlántico. Si a los exploradores, colonizadores y conquistadores extremeños -particularmente a Hernán Cortés y a sus acólitos- se debió la traslación devocional hacia América, en el caso de la propagación medieval por Iberia los alentadores principales fueron, de un lado, Alfonso XI de Castilla (a raíz de la victoria cristiana en la Batalla del Salado, 1340) y, seguidamente, la Orden de San Jerónimo (a partir de su posesión sobre el monasterio, 1389).
La legendaria aparición de la virgen -siglo XIII, a la vera del río Guadalupe- a un pastor que lloraba a una res muerta y el consecuente hallazgo de la talla en el lugar en que cayó el animal -enterrada por cristianos que huían del invasor árabe a comienzos del siglo VIII, aparentemente-, puede interpretarse desde muchos puntos de vista. El acontecimiento -real o imaginado, da igual- refleja, por un lado, la ideología “reconquistadora” del momento, restauración cristiana de un área hasta entonces andalusí, tradición común a otras apariciones marianas medievales del solar ibérico. De otro lado, resalta la importancia del elemento pastoril asociado a las grandes extensiones adehesadas donde desembocan gran parte de las cañadas trashumantes de Castilla. El pastor -o vaquero-, de nombre Gil Cordero, se afirma cacereño -no toledano-, aunque llame la atención la considerable distancia entre Cáceres y Guadalupe si pensamos en términos de proximidad a zonas de pasto para habitantes de la hoy capital altoextremeña. Las cañadas, las dehesas y Guadalupe como caracteres identificativos de la naciente región extremeña.
Más. Casualmente o causalmente, la sierra de Guadalupe se halla en el extremo oriental de lo que fue la provincia de Lusitania -la taifa de Badajoz después-, es decir, en el territorio otrora dependiente de Emerita Augusta -luego de la urbe badajocense-. Y Mérida fue capital en la génesis del cristianismo ibérico, patria de la mártir Santa Eulalia y principal lugar de peregrinación peninsular entre los siglos IV y VIII. En esta última centuria los restos eulalienses fueron trasladados a Oviedo y su culto -ahora como Santa Olalla- expandido por todo el noroeste ibérico-. A partir del siglo siguiente, el IX, comenzó la sustitución de Mérida por Santiago como referencia cristiana. Hecho que en el siglo XII se completó con el traslado de la sede arzobispal. La preeminencia político-administrativa también fue desplazada tras la fundación de Badajoz a finales del emirato. Pese a tanta decadencia, el simbolismo histórico emeritense nunca se perdió y -muy importante- todos los caminos seguían llevando a Mérida. Aunque son difíciles de atisbar hoy, es probable que los ecos de la noción territorial de Lusitania aún pervivieran en los que nace el culto a Santa María de Guadalupe.
Así, la protección regia ofrecida por Alfonso XI y la puesta por escrito de la tradición guadalupense venía a reestablecer un centro de devoción cristiana de primer orden en las tierras lusitanas de Castilla. Los caminos romanos que desde el siglo IV tomaban los peregrinos que acudían a Mérida serían readaptados hacia Guadalupe a partir del siglo XIV. La frontera entre reinos no privaría a los lusitanos occidentales -portugueses- de la inercia que desde antiguo los llevaba hacia el interior, tampoco a los orientales -extremeños- de su salida al mar. Por tanto, la peregrinación desde tierras portuguesas hacia tierras extremeñas resultaba históricamente de lo más natural. Si a ello unimos que los jerónimos, orden exclusivamente ibérica, tomaron por bandera la devoción a Guadalupe y la transmitieron en sus dominios portugueses, comprenderemos mejor la relevancia histórica de esta relación.
Algunos historiadores estiman que más de doscientos portugueses peregrinaron al monasterio a lo largo del siglo XV. Los reyes Alfonso V y Manuel I entre ellos. El “Africano” cumplió una promesa en 1463 por haberse curado de una fiebres tras encomendarse a la Virgen. El “Afortunado” visitó el convento en abril de 1498 para verse con los Reyes Católicos, a la sazón sus suegros, pocos meses después de su matrimonio con Isabel de Aragón en Valencia de Alcántara y embarazada ésta de quien habría de heredar todos los reinos ibéricos, Miguel de la Paz, muerto prematuramente a los dos años. Hay quien dice que en aquella ocasión el rey Manuel quedó maravillado por la azulejería guadalupense y que ello pudo tener influjo en la renombrada tradición azulejera de Portugal. A la intercesión de la virgen extremeña se asocian también más de trescientos milagros que incumben directa o indirectamente a portugueses, muchos de los cuales están representados en los lienzos que todavía hoy pueden verse en el claustro monacal. La restauración de la independencia lusa a mediados del siglo XVII cortó gran parte del flujo portugués hacia Guadalupe, aunque hasta el último cuarto del XVIII se documenta su goteo en el monasterio.
Más allá del comentado vínculo con Portugal, la síntesis histórica y artística pasa, en efecto, por la dedicación y el enaltecimiento llevado a cabo por los jerónimos y por el amparo y las visitas de los monarcas, pero también por la firma de la Sentencia Arbitral que puso fin a los abusos de los señores catalanes, por ser casa de reformadores como Fray Juan de la Puebla o de viajeros como Fray Diego de Mérida o Fray Antonio de Lisboa. Pasa por la reflexión sobre el pasado judío peninsular pues en Guadalupe se instituyó un férreo Tribunal de la Inquisición, se dio el bautismo de Abraham Seneor en junio de 1492 y una importante comunidad judeoconversa cabalgó entre la prosperidad y la más absoluta persecución. Pasa, obviamente, por la cuestión americana, por el encuentro de Colón con los Reyes Católicos, por el bautismo de los amerindios Pedro y Cristóbal en 1496, por la devoción de Cortés y por la traslación del culto guadalupense al nuevo continente. Pasa por la convergencia de estilos como el gótico, el mudéjar o el barroco, por los bordados y por los cantorales, por una biblioteca extraordinaria, por la afamada escuela de Medicina o por lienzos de Zurbarán.
Guadalupe encarna en sí mismo la fascinación de un nombre, de una devoción, de la Historia y del Arte. Denominación árabe de un río encorsetado entre sierras salpicadas de pequeñas villas -o villuercas- que fue adoptada como apelativo de la talla encontrada por Gil Cordero. Virgen negra con multitud de santuarios con su advocación tanto en España como en Portugal que, transculturizada al continente americano, readaptó su imagen y su leyenda manteniendo el nombre. Patrona de Extremadura, de México y de la Hispanidad, designa hoy ríos y sierras por doquier, barrios, pueblos, ciudades, distritos, islas o archipiélagos y, por supuesto, a infinidad de personas. Sin duda, la voz arábigo-extremeña que, gracias a una devoción mariana y al vínculo histórico entre Iberia e Iberoamérica, ha alcanzado las mayores cotas de resonancia mundial.
Peregrinar hoy a Guadalupe es caminar hacia el iberismo. El corazón de Extremadura espera, sosegado, un nuevo encuentro familiar como el de Sebastián I y el de Felipe II, que cierre definitivamente el círculo del sebastianismo y del felipismo y se proyecte hacia el futuro como símbolo de la fraternidad ibérica. Todos los caminos llevan a Guadalupe.
Juan Rebollo Bote
Lusitaniae – Guías-Historiadores
Ermita de Nossa Senhora de Guadalupe en Serpa (Portugal)