Portugal y Extremadura: lecciones mutuas para retos compartidos

Comparte el artículo:

Una de las características definitorias de Extremadura es la de ser una región transfronteriza con otro Estado de Europa, Portugal, esencial a su vez para entender la propia conformación histórica y cultural de España y de nuestra Comunidad Autónoma. Nota característica que no se queda en la mera adjetivación, puesto que supone uno de los elementos esenciales de las identidades de los extremeños y extremeñas y de nuestros hermanos vecinos, forjadas al calor de siglos de desencuentros, de guerras y conflictos, pero también de largos periodos de paz y existencia compartida. Porque la forzosa convivencia peninsular evita que podamos pensarnos separadamente, se hace necesario también reflexiones conjuntas que, a uno y otro lado de la Raya, incidan en las problemáticas comunes, en los desafíos que nos afectan por igual y en las lecciones y aprendizajes que pueden cruzar las artificiales lindes de las naciones.

Hace tiempo ya que oficialmente se abandonó el vivir a costas voltadas hacia Portugal y que es objetivamente constatable la intensa colaboración institucional, política, social y económica. Pero también es igualmente determinable otra realidad, la de los acuciantes desafíos que en este siglo XXI se abren en nuestro horizonte de presente inmediato y de futuro cercano.

El interior de Portugal y toda Extremadura presentan una realidad demográfica preocupante, con un crecimiento vegetativo tan negativo que pone en juego el mínimo relevo generacional. El envejecimiento de la población, la bajísima natalidad y el poblamiento con núcleos muy distantes entre sí se unen a la falta secular de infraestructuras adecuadas que vertebren el territorio o a la clamorosa ausencia de un tejido industrial sólido para combinarse en una problemática socioeconómica común de una magnitud difícil de afrontar a corto plazo. Por si fuera poco, el cambio climático supone en sí un reto mayúsculo por la especial incidencia que tiene en toda la Raya luso-extremeña, tan dependiente del medio ambiente y del agro. De aquí que se hagan más necesarias que nunca las reflexiones de conjunto que, realizadas desde las instituciones, desde la sociedad civil o desde la academia, intenten abordar con una perspectiva integral los desafíos a los que nos enfrentamos partiendo de la realidad misma de la frontera y de lo transfronterizo.

La recepción y ejecución de los Fondos Next Generation y la implementación progresiva del Programa Operativo de Cooperación Transfronteriza España-Portugal (POCTEP) está constituyendo una oportunidad para afrontar problemáticas específicas que afectan a nuestra tierra, pero se encuentran con algunas dificultades estructurales a ambos lados de la raya que no permiten su aplicación más eficiente u óptima. La primera se refiere a la asimetría institucional existente entre el marco normativo y político español-extremeño y el portugués, cuya incomprensión a veces ralentiza los proyectos comunes o las posibilidades de entendimiento mutuo. La solución debe pasar por plantear y programar formaciones específicas para los funcionarios y actores políticos e institucionales que operan en la cooperación transfronteriza, pudiendo ser un buen primer comienzo la “Guía de cooperación trasfronteriza” editada e impulsada por la Dirección General de Acción Exterior de la Junta de Extremadura y el Gabinete de Iniciativas Transfronterizas y que he tenido la satisfacción de dirigir. También, por supuesto, por el refuerzo y fortalecimiento, tanto en medios personales como materiales, de este Gabinete de Iniciativas, órgano de enlace esencial y con una notable experiencia acumulada en cuanto a las políticas transfronterizas se refiere.

Segundo, sería recomendable reforzar también la propia institucionalidad transfronteriza. Me refiero específicamente a la Eurorregión Alentejo-Centro-Extremadura (EUROACE) y a la Eurociudad Badajoz-Elvas-Campomayor (EUROBEC). Respecto a esta última, la misma tendría que ser impulsada con más decisión para crear, entre otros elementos, una marca turística y económicamente identificable y aprovechable. Es preciso, en este sentido, que los gobernantes de las tres ciudades refuercen sus lazos y mantengan un contacto más fluido, dando mayor fuerza y medios a esta comunidad de trabajo o eurociudad creada al calor de la normativa del Consejo de Europa. Por lo que se refiere a la EUROACE, se podría estudiar su conversión en una Agrupación Europea de Cooperación Territorial (AECT), abandonándose así el paradigma más informal de las comunidades de trabajo, para avanzar en la estabilidad del marco institucional ganando, de paso, personalidad jurídica propia. El ejemplo y la referencia pueden ser las AECT que funcionan, y muy bien, entre y en Galicia y el Norte de Portugal, pudiéndose aprovechar además su experiencia y las dificultades que ya han afrontado y, en muchas ocasiones, superado.

Sin embargo, quisiera ahora centrarme en las posibles lecciones mutuas que podemos extraer del funcionamiento y actuar institucional y político de los dos países. Más allá de la propia cooperación transfronteriza y de la mejora y potenciación de sus marcos de actuación, existe un campo sumamente interesante, y poco explorado, de análisis comparado entre los dos sistemas de gobierno y de distribución territorial del poder político que puede ser aprovechado para alentar reformas a uno y otro lado de la linde rayana.

En cuanto a Portugal, el malogrado proceso de regionalización supone un lastre para la eficacia y efectividad de sus políticas públicas y de la operatividad de sus administraciones en el territorio. Es uno de los países más centralistas de Europa, recordemos, pero en su Constitución se prevé y ordena la creación de “regiones administrativas”, dotadas de cierta autonomía política y jurídica y con una legitimación mixta, entre indirecta y directa, que nunca han sido puestas en práctica. Aunque contempladas desde el inicio mismo de la andadura constitucional en 1976, la falta de consenso político impidió durante décadas su creación y, llegado 1997, se introdujo en la propia Constitución la necesidad de que, para que la misma fuera efectiva, el pueblo portugués se pronunciara afirmativamente en referéndum. El Partido Socialista, entonces liderado por António Guterres, intentó la regionalización siguiendo los deseos y objetivos marcados por la norma fundamental y convocando un referéndum nacional en 1998, cuyos resultados no pudieron ser peores para los partidarios de la descentralización: un rotundo no en las dos preguntas que se plantearon simultáneamente, tanto en la nacional relativa a la conveniencia de la propia regionalización como en la concreta en cada una de las regiones propuestas sobre la existencia o no de las mismas en el territorio demarcado previamente mediante ley aprobada por la Asamblea de la República. En esta segunda pregunta, no obstante, la única región propuesta en la que su población votó a favor, aunque por un estrecho margen, fue el Alentejo, fronteriza con Extremadura.

El fracaso de aquel intento se debió a múltiples y complejos factores, entre los que destacan un profundo desinterés en la ciudadanía portuguesa (la abstención fue récord), el rechazo expreso del centroderecha (liderado entonces por Rebelo de Sousa, actual Presidente de la República), la poca pedagogía que hizo el Gobierno de Guterres y, en fin, los propios problemas intrínsecos, de diseño constitucional, que afectan al proceso de regionalización luso. Para empezar, porque la Constitución obliga a que las regiones se creen al mismo tiempo, de forma simultánea, lo que permite el bloqueo de todo el proceso por parte de aquellos territorios menos proclives a la descentralización. Segundo, porque el procedimiento es sumamente vertical y nada participativo, correspondiéndole al Gobierno central la delimitación del mapa regional que ha de someterse a consulta. Consabido es el rechazo de muchos portugueses a las regiones no por la conveniencia en sí de estas, sino por la artificialidad o poca pertinencia de algunas de las delimitaciones que en su momento se hicieron. Intentar impulsar y plantear un proceso de descentralización política desde el paradigma de las técnicas centralistas de poder es una contradicción en términos que hace peligrar, ab initio, cualquier pretensión regionalizadora. Aquí la lección puede ser desde España a Portugal, ya que nuestro proceso autonómico sí tuvo éxito y solventó las dos deficiencias detectadas en el portugués. En primer lugar, permitió la creación paulatina de las Comunidades Autónomas de acuerdo con la intensidad de los deseos autonomistas de los territorios. Y, en segundo lugar, la iniciativa vino alentada desde abajo (con las excepciones de Almería, Segovia o Madrid…), desde las provincias y ayuntamientos, protagonistas de la creación y conformación definitiva del mapa autonómico.

¿Por qué necesita Portugal la regionalización? Primero, porque es un mandato constitucional y normativamente vinculante, referéndum mediante. Pero, sobre todo, porque es la manera de crear un nivel institucional, administrativo y político entre los municipios y el gobierno central, hoy inexistente, mejorando la escala de las políticas públicas y su territorialización y coadyuvando a una más correcta vertebración del país, acusado de una fuerte desigualdad territorial entre la costa y el interior. Portugal es de los pocos Estados europeos que no ha afrontado su descentralización, superando en centralismo jacobino a la mismísima Francia, modelo y referencia de su propia forma (decimonónica) de Estado. Eso sí, se atisba una tímida “regionalización encubierta”, como la denomina y denuncia el profesor y amigo Filipe Teles, en el refuerzo progresivo que están recibiendo las Comisiones de Coordinación y Desarrollo Regional (CCDRs), entidades supramunicipales de desconcentración administrativa que intentan territorializar mínimamente las inversiones y, sobre todo, los fondos europeos. Empero, siguen careciendo de legitimidad democrática directa y respondiendo a las técnicas de desconcentración y, por ende, de control vertical, sin autonomía política alguna. Si se intenta que funjan como remedo de la regionalización deseada pero no conseguida creo, sinceramente, que estaríamos ante un error mayúsculo y contraproducente para los proyectos verdaderamente descentralizadores.

En cuanto a España, el problema no está en la ausencia de un nivel intermedio de decisión y administración, puesto que contamos con las Comunidades Autónomas, sino precisamente en la defectuosa articulación de su planta local. Y aquí la enseñanza y la referencia pueden venir de Portugal hacia nuestro país, puesto que el modelo municipal luso, aun con sus problemas, es mucho más racional y eficiente que el español. En Extremadura existen 388 municipios, es decir, una cifra superior a los 308 existentes en todo el país vecino. España cuenta, globalmente, con 8131 municipios, de los cuales en torno a 7000 tienen menos de 5000 habitantes y están, por ende, en una situación de inframunicipalismo. Con este término nos referimos a la incapacidad de los Ayuntamientos y entidades locales españolas de operar en el territorio, de ejercer eficazmente las competencias asignadas y de vertebrar socioeconómicamente aquel debido a la escasez clamorosa de medios materiales y personales, de capacidades técnicas y administrativas, por la poca entidad y tamaño en sí que presentan. En la mayor parte de Europa, con la singular excepción de Francia, se produjeron en la segunda mitad del siglo XX intensos y destacados procesos de fusión o agrupamiento municipal con el objetivo de mejorar el rendimiento y la escala de la administración local para que pudiera servir, eficazmente, a los nuevos objetivos dimanantes del Estado de Bienestar. Pero en España nunca se hizo, tanto por la arraigada noción naturalista del municipio en nuestra historia, como por la no menos arraigada propensión nacional al inmovilismo. Portugal, sin embargo, fue un país pionero en la reforma y racionalización de su planta local, pues ya en 1838, en plena revolución del septembrismo, el líder político liberal Passos Manuel llevó a cabo una profunda reordenación de los entes locales, fusionando cientos de municipios con la pretensión, explícita y anunciada, de mejorar e incrementar su autonomía. Porque un ayuntamiento sin medios, sin personal y sin apenas habitantes que administrar, es un ayuntamiento que también carece de una mínima autonomía funcional, presupuestaria o económica. Aunque formalmente tenga reconocido un catálogo de competencias, estas se vuelven nominales ante una realidad fáctica incapaz de materializarlas. Y es que la autonomía no solo se predica de cómo se toman las decisiones, sino también de qué decisiones se pueden llegar a tomar en función de las capacidades reales, no nominales, de ejecutarlas.

¿Estamos hablando de abordar un proceso integral de fusiones municipales como los habidos en el resto de Europa? No tanto, aunque haya partidarios de ello. Hemos de ser conscientes de las particularidades españolas y extremeñas, con un gran distanciamiento entre núcleos de población diferenciados y con una densidad demográfica, en general, muy escasa, lo que dificulta las agrupaciones administrativas y políticas; más allá, claro está, de la sempiterna política de campanario. Lo que sí sería más factible sería combinar fusiones municipales allí donde haya proximidad y cercanía urbanas, incluso contigüidad (Don Benito-Villanueva marcan el camino, a pesar de ser ya municipios grandes), con una estrategia, bien informada y formada, de desmunicipalización de los ayuntamientos en beneficio de entidades supramunicipales, ya sean las mancomunidades hoy existentes o las comarcas que sustituyeran a estas (estatutariamente contempladas). Aumentando la escala se incrementan las posibilidades de intervención de una administración más robusta y de un poder político local con más masa crítica para defender sus intereses, pero no nos podemos olvidar de la necesidad de acompañar ese proceso con un incremento de la democraticidad de los entes supramunicipales. Aquí Portugal es una referencia ineluctable: sus municipios se corresponden en verdad, en términos de escala y de integración de entes locales, a nuestras mancomunidades, pues están compuestos de entidades (las freguesias) que en España serían municipios o ayuntamientos propios y diferenciados. Estas se integran en el gobierno del municipio a través de sus propios representantes en la Asamblea Municipal, y mantienen sus símbolos, fiestas y demarcaciones seculares. Por tanto, se salva tanto el problema de la representatividad democrática como el de la identidad local, al tiempo que se crea un nivel de escala mayor, que las integra y que, dado su tamaño, puede disponer de más medios y de mayor capacidad de actuación que los municipios españoles. Del caso portugués se deriva que, si afrontáramos la comarcalización en serio de nuestro mapa local, o la desmunicipalización de nuestros ayuntamientos en favor de las mancomunidades, precisaríamos igualmente de un nuevo marco de gobierno interno de estas entidades.

Al respecto, son sintomáticos los ejemplos sueco o francés, donde los equivalentes a nuestras mancomunidades o comarcas, una vez que ganaron peso en la estrategia municipalista de aumentar las escalas y la eficiencia del gobierno local, fueron beneficiados por una reforma de su gobernabilidad a través del incremento y mejora de su legitimación democrática, que pasó de ser indirecta a directa. La posibilidad de elegir por parte de toda la población al presidente de la comarca o de la mancomunidad está sobre la mesa y es factible desde el prisma constitucional. Al fin y al cabo, el Presidente de un municipio en Portugal es elegido directamente por los vecinos de todas y cada una de las freguesias que componen el concelho. Esta legitimación directa tendría que ser acompañada, por supuesto, de una representatividad adecuada de los ayuntamientos o municipios parte, obligándose al respecto que fueran sus alcaldes, y no concejales delegados, los que preceptivamente representaran a sus vecinos en el órgano de deliberación supramunicipal. Así lo hacen, por ejemplo, los presidentes de las juntas de freguesia portuguesas, miembros natos de la Asamblea Municipal.

Portugal no adolece apenas de inframunicipalismo; España, casi la totalidad de su planta local se caracteriza por el mismo. España tiene un adecuado, aunque perfectible (como todo) nivel intermedio de descentralización política, como son las Comunidades Autónomas; Portugal, en cambio, no ha conseguido implementar la regionalización constitucional prevista. Aprendizajes cruzados, lecciones mutuas, para un catálogo de reformas que no por políticamente complejas son menos necesarias. Y máxime si queremos afrontar decididamente los retos y desafíos que nos afectan por igual a portugueses y españoles, a alentejanos y extrememos.

 

Gabriel Moreno González

Noticias Relacionadas