Ancestralidades: los íberos

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La provincia de Jaén posee una serie de cabezos, a medio camino de montaña y colina, entre ellos el que alberga en mitad de sierra Morena, uno de los cultos marianos de más solera de Andalucía, el de la Virgen de la Cabeza. Durante muchas décadas ha estado suministrando exvotos en bronce y otros materiales a arqueólogos y etnólogos. Es la llamada cultura ibérica, que ocupó la sexta centuria a.C. y la primera d.C. en el sur y este de la península ibérica. Gracias a esa abundancia de restos mobiliarios, Jaén posee desde hace pocos años un edificio notable denominado Museo Íbero, que está llamado a ser el centro expositivo más importante de esta cultura en la península. Por el momento, y sin que el Estado español tenga intención de transferir las piezas más notables, depositadas en el Museo Arqueológico Nacional, sito en Madrid, sus colecciones se resienten. Tampoco el Estado español atiende a razones con la insistente reclamación de Elche y Baza, para que le entreguen sus afamadas “damas” ibéricas. Toda una metáfora de la lógica perversa entre centralización y autonomía. La lógica descentralizadora se impondrá. Hace poco comprobé cómo incluso en Marruecos habían construido un museo in situ en las excavaciones de Lixus, en Larache, para trasladar allí las colecciones depositadas en Tánger sin pena ni gloria.

Por lo poco que se sabe, los íberos, dotados de una escritura que podría tener vinculación con el tifinag, dada sus comunes orígenes líbicos, estarían organizados en una suerte de principados, y mantendrían activas relaciones con los pueblos costeros, especialmente con los asentamientos griegos y púnicos. Esta teoría en Portugal tuvo como defensor notable a José Leite de Vasconcelos.

Cuando yo estudiaba arqueología a mitad de los setenta el director del departamento en Granada era don Antonio Arribas Palau, catalán trasplantado a Andalucía, cuyo hermano, don Mariano, era un notable historiador de la época del Protectorado marroquí. Don Antonio había publicado un libro sobre los íberos, que fue vertido al portugués muy pronto. Aunque hacíamos excavaciones arqueológicas sobre la cultura del Argar, de la Edad del Cobre-Bronce, bajo su dirección, mi interés se desplazaba a veces más de dos mil años arriba, al encuentro de los íberos. Supongo que sería por la autoctonía de estos, presentados como un pueblo indómito. Además, estaban aún en boga las teorías difusionistas, y se hacía depender toda la prehistoria del Sur peninsular de influjos externos, griego, fenicio o cartaginés. Y eso a mí no me hacía mucha gracia.

El asunto era tan fascinante como para que el arqueólogo Adolf Schulten se hubiese consagrado en los años veinte, emulando a su compatriota Heinrich Schliemann en Troya, a buscar los restos de una civilización ibérica llamada Tartessos. No encontró la ciudad sumergida bajo las aguas, que husmeó en la desembocadura del Guadalquivir. Según la leyenda, de la que se hace eco Platón en el Timeo, hubo de ser una cultura gloriosa. A Tartessos pertenecerían reyes míticos como Gerión, Gargoris, Habis, y puede que hasta Tubal, nieto de Noé. Respecto a la raza de los atlantes, se ha querido ver en los guanches canarios un ejemplo elocuente. Para los imaginativos, el rosario de islas que constituyen Canarias, Madeira y Azores sería testigos insulares de aquella Atlántida sumergida. El descubrimiento del tesoro aurífero del Carambolo, en 1958, cerca de Sevilla, acabó por ratificar que el asunto no era puro platonismo. Empero, los descubrimientos arqueológicos siguen siendo tan interesantes como mudos.

La Dama de Elche fue llevada por el arqueólogo Pierre Paris al Louvre. Por ello, el malagueño Picasso quedó fascinado por la colección de estatuillas ibéricas, que observó detenidamente en 1906 en el gran museo parisino. La Dama de Elche, que algunos aún consideraran una ingeniosa falsificación, fue recuperada por el franquismo en la posguerra civil, ayudando a fortalecer el orgullo nacionalista. Quizás Portugal, por la debilidad de los yacimientos ibéricos, los cynetes, de Schulten, y la indudable prevalencia del horizonte celta y celtíbero, se ocupó menos del asunto. No obstante, el mundo ibérico suponía el triunfo de una autoctonía peninsular frente a las teorías que hacían depender las culturas occidentales del Mediterráneo del genio oriental. Curiosamente, más allá de los nacionalismos, quienes han llevado la batuta interpretativa ajustada han sido instituciones extranjeras como la francesa Casa de Velázquez, y el Instituto Arqueológico Alemán. Entre nosotros, Caro Baroja, en Los pueblos de España, fue el único que intentó tiempo atrás revisarla, sin frenos nacionalistas, pero con escasa fortuna.

De ahí, que equilibrar el genius loci a través de lo ibérico, conectado con el norte de África sea una tarea absolutamente necesaria, que de rebote conduce a revisar la hegemónica aportación celta a la formación de Portugal y España. He aquí la explicación de por qué el museo de Jaén tiene tanta trascendencia para todos los habitantes de la mitad sur peninsular. La arqueología, con su impresión telúrica que atrae masas, es una pieza de profundo calado político.

La geografía determina la historia. Así lo veía José Saramago en su A jangada de pedra, cuando un granadino, Orce, y varios portugueses, Sassa, Anaico y Carda, indagan en el fenómeno que está ocurriendo en los Pirineos: que la península se está separando del continente europeo, y se halla a la deriva en el Atlántico. Casi como una nueva Atlántida ibérica de pura piedra.

 

José Antonio González Alcantud es catedrático de antropología social de la Universidad de Granada y académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Premio Giuseppe Cocchiara 2019 a los estudios antropológicos

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