El hecho local en Iberia

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Cuando Francisco Pi y Margall proponía en su libro Las nacionalidades, de 1877, el principio de su concepción federal de España otorgaba todo el protagonismo político al hecho local. Sentenció: “La ciudad es un grupo de familias que se acercó a la necesidad del cambio. Constituye en su principio un todo completo e independiente. Es una nación en pequeño”. Aunque Pi es consciente de la crisis de las ciudades no por ello deja de apoyar el principio de lo federal en la supremacía de lo local. La frustrada experiencia cantonalista de la primera república, expresión extrema de esta, flotaba aún en el aire. Cuando Ángel Ganivet en el Idearium español, a finales del siglo, abordaba el problema del “ser de España”, acuciante en aquel momento por las consecuencias de la arrogancia española frente a los legítimos deseos emancipadores de filipinos y cubanos, llamaba a los buenos ciudadanos a darles héroes comunales a la patria alejándose de los falsos patrioterismos. La saga de defensores de interpretar España y sus crisis a partir del hecho local continúa con Gerald Brenan, quien en su The Spanish Laberinty, de 1943, con los rescoldos de la guerra civil todavía muy vivos, quería ver la historia trágica española como una consecuencia del campanilismo: “España es el país de la “patria chica”. Cada pueblo, cada ciudad, es el centro de una intensa vida social y política”, dirá para explicarse la guerra civil. Más adelante, tras su larga experiencia de campo en un pequeño pueblo de las Alpujarras granadinas, Brenan apostillará: “España es un conjunto de pequeñas repúblicas, hostiles o indiferentes entre sí, agrupadas en una federación de escasa cohesión”.

Más todavía, mirando hacia el país fraterno: cuando Gilberto Freyre, en época más cercana, sostenía basándose en Alexandre Herculano, que el Portugal medieval y moderno se fundamentaba en los consejos comunales, hacía algo parecido a los anteriores ideólogos. Herculano sostenía, por ejemplo, que la vida de los concejos municipales lusos, se había visto incrementada por la presencia “moçarabe”, y lo justificaba señalando que la mayor parte de los términos para designar lo municipal en Portugal provendrían del árabe. Empero, este mismo principio quedaba demostrado en la revolución castellana de los comuneros de 1520, que, en buena medida, frente al poder imperial de Carlos V, representaba la resistencia de las élites urbanas. Todos ellos, y muchos más que podrían ser traídos a colación, siendo todavía objeto de discusión, han dejado constancia de la importancia del hecho local en la península ibérica.

Quizás la primera expresión de ese poder de lo local fuese el espíritu foralista. Hace poco, esta primavera última, no dejaba de sorprenderme ante la defensa numantina que Albarracín, en el árido Aragón, había hecho de sus fueros del siglo XIII frente al poder real a finales del siglo XVI. Como se enfatiza en el relato museal: ya no se trataba de una guerra contra el moro, y, sin embargo, tuvo la misma ferocidad.

Sea como fuere, el pueblo y su foralidad, real o figurada, es un soporte absoluto de la iberidad. Y el hecho no solamente concierne al actual país vasco, Cataluña o las islas Canarias, con sus regímenes reconocidos de diputaciones forales y cabildos insulares, sino al conjunto de España, concebida al modo de Brenan como conjunto de pequeñas ínsulas, donde el alcalde es el rey de facto.

El propio concepto de “pueblo” posee una ambigüedad constitutiva. Es tanto la unidad urbanística como la agrupación humana. Eso le da una sustancialidad que no existe en otras culturas incluso del ámbito europeo. El pueblo es una agrupación moral y política que podríamos denominar “communitas”. De manera que se sostiene en la genuidad de una pertenencia que supone intimidad con las redes de sociabilidad y la cultura circundante. Julian Pitt-Rivers, antropólogo oxoniense, que hizo a finales de los años cuarenta una monografía titulada The people of the Sierra, centrado en la localidad de la sierra gaditana Grazalema, me comentaba que en la traducción española habían equivocado el sentido de su título y lo habían interpretado como “El pueblo de la Sierra”, título que acabó prevaleciendo en la primera edición castellana de su obra, cuando él en realidad quería decir “La gente de la Sierra”. El equívoco es bien revelador del significado casi intraducible de “pueblo”, en su doble acepción urbanística y unidad moral, en el medio ibérico. En otros lugares de la península como Galicia la unidad moral era la aldea, que agrupaba a diferentes parroquias, todas ellas dispersas en el territorio. Así lo estudió otro antropólogo, también de la escuela de Oxford, como Carmelo Lisón Tolosana, destacando la unidad ideal y política de la aldea, suerte de pueblo disperso.

Estudios como estos hicieron cuestionarse a los antropólogos, como Sir Heny Maine, por ejemplo, que trabajaban sobre la India en los inicios de la dominación inglesa, sobre si la “community” estaba por encima de la sociedad de castas incluso, y si representaba un tipo de unidad político-moral igualitaria que encarnaba el bienestar pretérito de las sociedades rurales. En los años setenta el debate resurgió, ya que se trataba de enfrentar el supraclasismo de los pueblos, aunados en torno a sus fuertes “identidades”, más allá de la “lucha de clases”, de naturaleza más ciudadana. Estos debates no eran banales, ya que encerraban problemas políticos de primer orden.

Prevaleció el regionalismo panhegeliano y la idea de la lucha clasista. El federalismo regionalizante se asoció entonces a un territorio que emula al estado nación surgido de la Edad Moderna o Contemporánea. Es una suerte de replica, basada en el irredentismo, a tal modelo de Estado, pensando en constituir otro Estado de corte hegeliano-herderiano, es decir una encarnación del “espíritu” y del “pueblo”, considerado más natural, más cercano a un modelo pre-capitalista y con una urbanización más débil. Ello conllevaba arrastrar al hecho local prístino, identificado con el pueblo-localidad y su hinterland más inmediato.

Desde entonces para los regionalismos estatal-nacionalistas, que aspiran a reproducir al Estado nacional, redistribuyendo las bases territoriales del poder, los “localismos” han sido su enemigo natural. Los diferentes regionalismos y nacionalismos irredentos en España lucharon contra el modelo federal de base local que motejaron de “localista”, con todo lo que quería decir de egoísmo y ausencia de perspectiva del conjunto. En su formación en el último tercio del siglo XIX los congresos regionalistas andaluces, por ejemplo, intentaron sortear las tensiones entre el modelo territorial regional y los intereses locales, llegando a soluciones de compromiso. Tengo para mí un ingrato recuerdo de cómo un gobierno andaluz durante una década tenía algunas de sus mayores obsesiones en combatir el localismo, a través de la estructura fuerte del partido, hartamente centralizadora. Las tensiones amenazaban al proyecto, pero más que desde el ámbito puramente local, desde las diputaciones provinciales, surgidas en la década de los treinta del ochocientos, que seguían asumiendo la representación colectiva de las municipalidades, como “pueblo de pueblos”.

Tanto España como Portugal son países de ciudades medias, a veces agrociudades, desde el punto de vista demográfico, alrededor de las cuales orbitan pueblos y aldeas. Hoy, empujados por la globalización, el aumento de la movilidad y el desarraigo se enfrentan a la ruptura del modelo ético y ecológico de siglos, con el vaciamiento del interior peninsular, y la aparición en paralelo de grandes conurbaciones costeñas. Queda por vislumbrar cuál habrá de ser el modelo resultante en el iberismo futuro, y si ello supondrá el fin del municipalismo secular tan del gusto de los ibéricos de todos los tiempos.

 

José Antonio González Alcantud

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