La sospecha de que la Compañía de Jesús, fundada y alimentada por españoles, portugueses e italianos principalmente, quería levantar un imperio, una suerte de reino de Dios en la tierra, pasando por alto a los poderes monárquicos de cada época, fue un lastre que siempre actuó en desfavor de los jesuitas. Consecuencia de ello es que fueran expulsados de España en 1767, 1820, 1835, 1868 y 1932, y de Portugal en 1759, 1834 y 1910. E incluso de Italia en 1874, si bien un siglo antes el papa ya había decretado su disolución mediante una bula. Voltaire, un renegado suyo, sabía que era una de las primeras potencias del mundo, y combatió firmemente a la Compañía. El padre Isla, autor de Fray Gerundio de Campazas, donde se satirizaba a las incultas órdenes menores, relataba los padecimientos que en una de estas expulsiones de España (1767) sufrieron ellos, padres de la Compañía, viviendo y muriendo en barcos, frente al puerto de Civitavecchia, a la vista de que no los dejaban desembarcar en los estados pontificios.
El poder de la Compañía -de los curas negros habituados al indigesto chocolate, relatado por el peruano Ricardo Palma- se aprecia cuando se entra en su particular Vaticano, la Iglesia del Giesù en Roma. A decir verdad, el templo tiene un aire siniestro. Es considerado un triunfo del barroco, experiencia que obtiene el espectador cuando espera a que se accione el altar de san Ignacio, que a las cinco y media de la tarde mueve un mecanismo automático que hace descender una pintura de Andrea Pozzo, tras la cual aparece teatralmente la escultura del fundador de la orden.
A Leopoldo Lugonés cuando escribió su documentado El imperio jesuítico, le provocaba por igual fascinación y rechazo el proyecto jesuítico referido a las misiones del Paraguay, Argentina y Brasil. Las misiones americanas con sus portentosas ruinas se resignificaron para el gran público con la aparición de la película La Misión, de Roland Joffé, con Robert de Niro en el papel estelar. Cuando visité esas majestuosas ruinas la celestial música interpretada por el coro guaraní en la película todavía resonaba en mi cabeza, al igual que en las cataratas de Iguazú, el visitante no puede dejar de pensar en el jesuita que, empujado por el fanatismo de la voluntad, asciende por entre las aguas desbocadas sobre el río, superando esa prueba sobrehumana. Pensé en la profunda formación de la voluntad militar del jesuita. Tras la experiencia de falansterio jesuítico de los padres con los guaraníes estos quedaron al albur de los estados fronterizos, convertidos por siempre en unos parias. Ciertamente, delante de las ruinas muchos de estos guaraníes piden limosna ahora. El guía guaraní que nos acompañó por entre las ruinas de la misión empatizaba abiertamente con el “imperio jesuítico”, y a la vista de la miseria subsiguiente no tuve más remedio que contagiarme de esa misma simpatía.
El carácter marcadamente ibérico e itálico de los jesuitas se observa en su dedicación al Extremo Oriente, a China, Japón, Filipinas y la India. Allá los intereses misionales de la Compañía se pusieron por encima de las rivalidades expansionistas de Portugal y España. Un ejemplo elocuente fue la embajada samurái a Europa de 1584. Esta embajada desembarcó en Lisboa, y se volvió a embarcar en Alicante, tras atravesar la península, pasando por Madrid, Toledo, Villarejo, Belmonte, Murcia y Orihuela. Fue recibida en Madrid por el Felipe II con gran pompa. Cuando llegó a Roma la primera visita del joven samurái Tenshô y sus compañeros fue a la iglesia del Gesù. Indoctrinados por los jesuitas traían en su cartera el proyecto del padre Alessandro Valignano de adaptar el catolicismo a los ritos autóctonos budistas. Me sorprendió en una visita al Quirinal que en los frescos del que fuera palacio veraniego de los papas, actual sede de la presidencia de la república italiana, estén reflejadas estas y otras embajadas japonesas.
Fueron los jesuitas los primeros en entrar en diálogo con el evolucionismo -recordemos a Theilard de Chardin-. También con el marxismo. Los jesuitas, pues, se han enfrentado a los poderes epocales en cada momento, lo que a partir de cierto momento no deja de tener grandeza. De esta guisa pudieron asimilar y difundir en los años setenta la teología de la liberación. Recuerdo, yo que confieso fui miembro de sus juventudes, que leíamos con fruición en aquellos años el herético Catecismo holandés para adultos, donde se defendían teorías avanzadas. Mucho más adelante, me emocionó comprobar que en el epicentro del discurso intelectual, en París, el jesuita Michel de Certeau, amigo de Michel Foucault y otros estructuralistas, se ponía en diálogo profundo con ellos, ateos consumados, generando una obra singular y potente. Finalmente, el caso de los jesuitas de El Salvador, asesinados por la extrema derecha en 1989, evidenció aún más el papel avanzado de los jesuitas en el surgimiento y expansión de la teología de la liberación en América, a pesar de que Gustavo Gutiérrez, su mayor representante, no era miembro de la orden. La mano jesuítica también se ha visto detrás del subcomandante Marcos en su tour de force con el laicismo del Estado mejicano. Mi propia experiencia en Perú, donde fui brevemente introducido en estos medios, es que jugaban un papel trascendental en el día a día político, sobre todo en los organismos internacionales panamericanistas.
Y acto final: traspasando la frontera aeroportuaria de Chicago, un señor al oírme hablar en castellano, en el mismo momento de entregar el pasaporte, me susurra al oído: “Acaban de elegir a un español papa. Bueno, un mezzo spagnolo”. Al llegar al hotel compruebo que el “español” no era otro que el italo-argentino Bergoglio. Al conocer las reticencias jesuíticas para acceder al papado quedé sorprendido. Tan sorprendido como las historias que me contaron en Roma de los coches del papado puestos a disposición de los indigentes para dormir en el crudo invierno. Me lo decía una amiga del papa Francisco. Como si fuese una escena de Las sandalias del pescador, el confort religioso se ha acabado, y la batalla está en responder al silencio de Dios con una renovación esencial. No podemos dejar de recordar que tanto Martin Scorsese, con su película Silencio, sobre el martirio jesuita en Japón, como el mismo papado quieren que dar respuesta al mayor desafío de nuestro mundo: que estamos solos. Esto lo habían intuido tempranamente la Compañía poblando lugares como La Habana, Manila, o mi propia ciudad, Granada, de observatorios astronómicos, a la búsqueda de algo que no encontraron, durante el siglo XIX y parte del XX. El único encuentro posible es con el Otro.
No sorprende de esta manera el giro “musulmán” del papa. Con los acuerdos tanto con Emiratos Árabes como con Irak se ha acercado sin miedo a una problemática brutal, ya que los jesuitas si algo rechazaron fue a esta religión que consideraron herética y naturalmente enemiga. Dentro de lo discutible que puedan ser sus acciones y omisiones, los jesuitas, orden de matriz esencialmente ibérica, constituyen un cuerpo de ejército muy hábil, que siempre trabajó en pos del racionalismo, apostando por la educación de las clases medias -cientos de escuelas y universidades lo demuestran-. Y de ahí proviene la aprensión de los poderes terrenales, a su capacidad de seducción, a su voluntad mística de poder. Todo muy ibérico, de horizontes visionarios sin límites, para bien y para mal.
José Antonio González Alcantud es catedrático de antropología social de la Universidad de Granada y académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Premio Giuseppe Cocchiara 2019 a los estudios antropológicos