España, campo de batalla

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Nitrilo, vinilo, EPIS, mascarillas FFP2, FFP3, palabras nuevas que comienzan a formar parte del vocabulario cotidiano.

UCIs en Ifema, la morgue ha ido a parar al Palacio de Hielo, lugar oportuno sin duda para tales menesteres.

Camiones verdes, de un verde militar, circulan por las calles llenos de ataúdes, féretros donde van nuestros abuelos, nuestros padres, nuestros amigos, solos, de la misma forma que se enterró a Mozart, detrás tan sólo la lluvia y un triste perro callejero.

Solos nacemos, solos morimos. Nunca nada fue tan cierto.

Terminamos apenas la segunda semana de confinamiento.

La tele y el virus se retroalimentan.

Horas de información, tanta que los vocablos con los que empiezo este artículo se han hecho un hueco en el habla popular.

La estancia en casa empieza a pesar. Ejercicios para que los tobillos no se pongan orondos como botijos.

Horas locas que afectan a algunos que intentan escapar, huir, no me explico dónde, todo está cerrado.

La desesperación, el otro día, aquí mismo, casi al lado de mi casa, se salta un control policial para estrellarse cuatro metros después contra una pobre farola cuyo único pecado es iluminar una pequeña zona, justo la que se abre a sus pies.

Personas que se imbuyen del espíritu de Starsky y Hutch y de pronto creen que son ases del volante. Corredores de fórmula 1.

Lo de la pareja alemana no tiene perdón de Dios.

Atropello y fuga, bajada de puerto de montaña, con la policía pisándoles los talones a 200 km/h.

‘Pa habernos matao’.

Una vez detenidos aluden que no eran conocedores del estado de alarma en España.

Me pregunto si ese desconocimiento justifica  saltarse controles de policía e intento de asesinato.

La conductora llegó, incluso, a dar marcha atrás con la clara intención de arrollar a los agentes motorizados. Confesó que había bebido vozka.

Resultado 4 policías heridos.

Zamora se ve solitaria, ausente, recuerda a las fotos de cloruro de plata con un blanco y negro rotundo, hiriente.

Algún abuelo se esconde entre la maleza y un banco de madera. Alguien le dice que se vuelva a casa que no es zona segura. Él se levanta y marcha caminito de otro poyo más recóndito, lo encuentra y se vuelve a sentar al sol. No cree que nada de esto vaya con él.

España supera ya el número de fallecidos en China. Si se mira en términos relativos es peor. Aquí somos cuatro gatos. Demasiada muerte.

Cada vez se suma más gente a los aplausos de las 20 horas.

La ciudad se llena de palmas, de cacerolas, al final de mi calle cantan, con voz angelical, un grupo de adolescentes. Se saltan las lágrimas que se limpian con disimulo, no vaya a pensar el de al lado que somos unos moñas.

Enfrente de mis ventanas, allá al otro lado de la urbe, un vecino ilumina el cielo con dos focos justo a esa hora. Los enciende y los apaga a modo de comunicación en morse.

Alegran su gesto, lo mismo que el de los coches policiales o ambulancias que se unen en la puerta del Hospital Virgen de la Concha a modo de saludo semanasantero y bailan en azul y rojo al ritmo de las sirenas y de las palmas.

La curva se empina, se eleva tanto que se vuelve casi vertical.

Urgencias colapsadas, personas echadas en el suelo, otros en sillas donde se les pone suero.

Ya no hay UCIs suficientes.

Faltan sanitarios, faltan recursos, los que nos cuidan se infectan, se tira de médicos jubilados y estudiantes de último curso.

En medio de la noche, la ausencia ha traído un pájaro nuevo a mi tejado.

Comienza a cantar sobre las 3 de la madrugada.

El último inquilino del barrio es una lechuza blanca que ayer se posó en mi ventana.

 

Beatriz Recio Pérez es periodista, con amplia experiencia en La Raya central ibérica.

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