Bolsonaro, el cuñadísimo

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Pistola, Twitter, paramilitares de favela, anarcocapitalismo, chascarrillos groseros y evangelismo, son las recetas del más cuñadísimo de todos los cuñados: Jair Messias Bolsonaro. En una reciente entrevista, un conocido presentador de televisión le preguntó si sería capaz de dar un golpe de Estado y respondió -siendo fiel a su manual- que “nadie que pretenda dar un golpe de Estado va a responder que sí”.

Tras su persistente negacionismo sobre la peligrosidad del coronavirus y su oposición al confinamiento, el presidente de la República Federativa de Brasil ha vuelto a ser foco de atención internacional. Bolsonaro “confía” en la inmunidad del brasileño (“el brasileño es digno de estudio, salta en el alcantarillado y no le pasa nada”); solicita “paciencia” ante “algunas” muertes; y agrega que “no vamos a cortar la circulación en las carreteras porque haya decenas de miles de accidentes mortales”. No obstante, la situación en Brasil es contradictoria, porque los gobernadores de los Estados de la Federación de Brasil sí que están aplicando el confinamiento, el Congreso Nacional ha aprobado una renta mínima y el aparato judicial está poniendo límites a la locura presidencial.

Desde hace unos años se ha instalado en el lenguaje popular del pueblo español el término “cuñado”. En Brasil el término equivalente que se suele utilizar es: “tiozinho do churrasco” (el tío de la barbacoa). Cuñado es aquel que tiene una solución simple, un chascarrillo y una teoría de conspiración para cada problema complejo. A estas personas les ha sido revelada una verdad: que un puñado de listos están tomando el pelo a los tontos, entre los que obviamente se tienen que incluir. El cuñado, que no es patrimonio exclusivo de la derecha, se permite el lujo de reírse de la credibilidad científica y periodística (sin ejercer una crítica argumentada), convirtiendo el odio en su mejor arma movilizadora para viralizar sus narrativas por redes sociales.

La necropolítica de Bolsonaro es la versión más perfeccionada del cuñadismo, dado que tiene una buena base: la vieja escuela del “provocador anticomunista”, cuyo papel y psicología morbosa describió magistralmente Víctor Serge hace un siglo. A esta base hay que agregarle una sofisticación: la “perversión necrófila”, derivada de la herencia cultural esclavista (por ejemplo: la idea de la infección deliberada).

Bolsonaro, defensor abierto de la tortura, siente placer con la ofensa ajena y se excita con el embate político barriobajero. El caos social es su mayor utopía. Su orden ideal. Este caos implica un desgarro de las instituciones de la República, siendo sustituidas por las “milicias” (grupos paramilitares que ocupan favelas), las iglesias evangélicas y las armas en el cinturón del hombre blanco patriarcal -como las películas del Oeste- para defender su propiedad, incluida su familia. Todo ello dentro de un tipo de vida donde el darwinismo social rige el día a día. Si la primera oleada de muertes por el coronavirus no puede atribuirse a Bolsonaro, la segunda oleada sí que puede imputarse no ya a una negligencia, sino a una política deliberada eugénica y necrófaga, que -sin duda- será para deleite del propio Bolsonaro. La coherencia final será el cumplimiento del suicidio colectivo en honor al líder de la secta. No faltan voluntarios entre sus seguidores.

A la altura de Bolsonaro solo cabría la comparación con uno de nuestros galácticos del fascio: Millán Astray (“¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!”). Con Astray hay paralelismos mucho más intensos que con el cuñadísimo(©) de Franco (Ramón Serrano Suñer).

Los hijos de Bolsonaro, su guardia pretoriana, aprendices de Trump y Steve Bannon, repiten consignas contra el «virus chino». Estos caprichosos vástagos dan rienda suelta a un macabro gamberrismo, que siempre me recuerda a la ejercida por los niñatos Uday Huseín y Saif al Islam Gadafi. Los hijos, al igual que muchos seguidores de Bolsonaro, son cuadros políticos formados por Olavo de Carvalho, iconoclasta bendecido con la razón “única”, fanáticamente adicto a las teorías de la conspiración. El orondo pseudofilósofo, residente en Virginia (Estados Unidos), Olavo de Carvalho, editó y prologó una nueva edición del libro de “Como vencer un debate sin necesitar tener razón” de Arthur Schopenhauer. Nada más que añadir.

Entre las víctimas del olavismo también está la derecha brasileña. La “revolución de las clases medias”, contra el Partido de los Trabajadores, trajo una oleada de jóvenes intelectuales conservadores que contribuyeron al cambio político. Muchos jóvenes brasileños conservadores se han visto desbordados y atropellados por el llamado “Gabinete del Odio”, que controla un ejército de bots (milicia digital) con argumentos maniqueístas y ad hominem. El razonamiento lógico y los “equidistantes”(isentões) han sido víctimas de la guerra cultural. Una de las tragedias de Brasil es la carencia de una derecha demócrata-católica, que haga frente a los explotadores de la fe y de la muerte ajena.

Para el bolsonarismo, “este virus es el caballo de troya de China para acabar con Occidente”. Como un revival de la Revolta da Vacina (Revuelta de la Vacuna; 1904), el terraplanismo tupiniquim quiere poner fin a un confinamiento, establecido por los gobernadores, que desde luego será limitado en tiempo y en sectores económicos. Bolsonaro conspira para contrarrestar el confinamiento con caravanas (carreatas) de coches de lujo de empresarios bolsonaristas y una posible huelga de camineros para generar un desabastecimiento, que provoque la vuelta normalizada de la actividad económica. Dicho sea de paso, el sector del transporte no es el más afectado de un confinamiento porque se amplía la demanda de los supermercados.

Jair Bolsonaro no entiende ni quiere entender que el problema de esta pandemia es que la mayoría de los contagios son realizados portadores asintomáticos del virus. Eça de Queiroz decía que «el problema de las consecuencias es ellas vienen después». Dos semanas después de la orgía de contagios, vienen las «consecuencias»: las muertes y la saturación de hospitales.

La lógica de la pandemia no va a ser entendida por el bolsonarismo porque el impacto vírico opera con diversos retardos temporales: la incubación, el contagio, el padecimiento sintomático leve, la hospitalización grave y -finalmente- su desenlace. Estos retardos afectan tanto a la apariencia de la vivencia, como a las estadísticas. A veces la alternativa de una medida mala es otra peor. Si italianos y españoles tomaron medidas tarde, tampoco quiere decir que las muertes fueran todas evitables. Sin tests, y con muchos focos (recordemos que China sólo tenía un foco), la alternativa es entre: 1) miles de muertos (confinamiento) o 2) centenares de miles de muertos (sin confinamiento).

El confinamiento brasileño también está poniendo a la clase media delante del espejo de la herencia esclavista, porque estas clases están siendo obligadas -por las circunstancias- a limpiar su propia ropa y hacer su propia comida, tareas que normalmente la realiza las empleadas domésticas que viven en favelas.

La democracia brasileña ha demostrado que en la silla del presidente puede sentarse cualquier ciudadano, con más o menos decoro, con más o menos currículum, o también, completos idiotas. No obstante, debo reconocer que Brasil es un país extraordinario, un país brutalmente humano, con las expresiones más bellas -en lo estético y ético- y también las más perversas, entre otros motivos, por la herencia de la esclavitud y la acción del protestantismo, que es tan insensible como el demostrado recientemente por el ministro de finanzas holandés. Pero, a pesar de todo, amo este gran país. Deseo, sinceramente, que puedan controlar esta pandemia. Y, cuidado, controlar la pandemia no es maquillar las estadísticas, como parece que está ocurriendo en Brasil y en otros países.

 

Pablo González Velasco es coordinador general de EL TRAPEZIO y doctorando en antropología iberoamericana por la Universidad de Salamanca

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