Nacer en la frontera

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Tomé consciencia. Y de ahí vienen mis primeros recuerdos. El mercado en la plaza, donde mi madre compraba pescado, fruta y verdura. El chocolate que mi abuela traía todos los días del ultramarinos. Las risas con mis primas al jugar en el patio de casa. O los tan ansiados días de verano, cuando mi hermana regresaba de la universidad. Esos han sido los primeros pasos de mi realidad, en donde he crecido y he aprendido. Aprendido a valorar lo que muchos consideran insignificante; a guardar los papeles dibujados con aventuras que hoy, por fin, puedo cumplir.

Me hice niño en un valle del que desconocía la mitad de sus montañas. No tenían nombre para mí. Y tardaron años en tenerlo. Portugal era algo lejano, sin significado ni curiosidad. Que nos dábamos la espalda no es una metáfora, sino una amarga verdad.

A menudo me imaginaba que en una las cimas podía haber un volcán; que algún día, cuando fuera mayor, exploraría aquellos bosques y visitaría la casa de la anciana en la orilla del río. Todo eran preguntas, pero nadie quería dar respuestas. ¿Cómo se llama ese lugar?; ¿en qué trabaja esa gente?; ¿cómo se llega allí?; ¿podemos ir? Un profundo silencio que inundaba la Raya, y eso que aún resonaban las historias de posguerra; reservándose para días de lluvia en las cocinas de leña.

Nací en Arbo, una pequeña villa de frontera bañada por el Miño. Situada en el Condado-Paradanta (Galicia), nuestra comarca ha sido hogar de pescadores y agricultores. Lamprea, salmón, viñedos; un manto de fertilidad y de vida que ha permitido a muchas personas soñar con un futuro. El sacrificio de una comunidad que emigró, resistió y creyó en su tierra. Así se construyó el rural, piedra a piedra, con los ahorros de los que tuvieron que partir, y con el alimento que sembraban las que se tuvieron que quedar.

Como en toda línea fronteriza, existen odios y amores. La atracción y la desconfianza se multiplican por mil. Diferenciarse de la otra parte se convierte en algo estratégico, como una forma de reafirmar tu propia identidad. Entonces, llegan las medidas verdades, las generalizaciones y, finalmente, se instalan los prejuicios. Y puedo dar testimonio de ello. He escuchado todo tipo de afirmaciones a ambos lados de la «Raya», tanto en lo que respecta al carácter de la gente, como en lo que atañe al físico. Calidades de los alimentos; profesionalidad; higiene; seguridad… Todo es susceptible de ser manipulado si existen barreras que no permiten desarmar el miedo.

En el año 1998 finalizaron la construcción del cuarto puente internacional de Galicia con Portugal. Arbo y Melgaço se conectaron, al fin. Y utilizo el verbo conectar, porque no sería correcto hablar de unión. La unión ha existido desde hace siglos. En la literatura; en la fe; en las «pesqueiras»; en el contrabando, y en el amor. En la frontera siempre se ha cooperado para garantizar una supervivencia mutua. Se han roto clichés, y ha sido un territorio vanguardista en lo que a intercambio cultural se refiere. Una complicidad que se perdió cuando a empezamos a vivir más rápido; cuando las preocupaciones pasaron de ser humanas, a económicas. Se cerraron las mentes, nos alejamos, y cortamos la comunicación.

Pero todo eso ha empezado a cambiar gracias al puente. Porque la distancia desaparece cuando abrimos caminos, y los recelos se pierden cuando empezamos a compartir. Y así ha sido. Con un paso tímido, pero lleno de esperanza. La frontera entendida como un espacio común. Escuchándonos. Siendo valientes; cambiando el temer por conocer. Fue la forma en la que aprendimos que los errores no son propiedad privada; que los problemas, las necesidades y las carencias vienen cuando vivimos por separado.

Y de repente descubres que tu bisabuelo era portugués, que se jugó la vida viajando durante días para construir la iglesia del pueblo. Que vino por encargo, pero que se quedó por amor. Y ahora construimos nuestras casas juntos; nos apoyamos para cuidar de los animales, y nos ayudamos con las cosechas. Los carnavales tienen más color, las bandas de música más miembros, y las obras de teatro dos protagonistas. ¿El café del domingo?, no se entiende sin el pastel de Belém. ¿Y las comidas?, mejor con fado.

Al final, ha habido conquista. Quién iba a decir que los viejos agoreros tendrían razón, en parte. Ellos pensaban en tierras y dinero, y nosotros hemos demostrado que el poder reside en el respeto, el cariño y la ilusión. Ha habido conquista, sí, pero de corazones. Y yo he conseguido responder, por fin, a las preguntas que se me habían negado durante tanto tiempo. Aunque aún me quedan muchos paisajes por visitar; grandes personas con las que poder conversar. Toca devolver esta suerte concienciando; esforzándonos por una Iberia unida; por una Europa mejor.

 

Gabriel Bernárdez (Galicia, 1995) es jurista titulado por la Universidad de Santiago de Compostela. Ejerce como asesor jurídico en el ámbito empresarial, con formación especializada en derecho tecnológico y ambiental.

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