Siempre nos han dicho las historias, sobre todo las historias sagradas, que el declive de las civilizaciones ocurre por la desmesura de los hombres.
Es curioso que esta pandemia ocurra en plena crisis de una civilización que se ha caracterizado por un desarrollo industrial impresionante que ha agotado las reservas del planeta; por conquistas de la clase trabajadora en Occidente que nunca se habían conocido; por el logro de libertades que deberían ser definitivas por lo que han costado; por cambios sociales que han puesto en lo más firme de la pirámide a colectivos antes marginados: homosexuales, discapacitados, a la mujer -que será a partir de ahora la protagonista de la historia-, etc., por una convivencia en paz entre países mayor; por un desarrollo tecnológico que ha dulcificado el trabajo, incluso entre las diferentes Iglesias se buscan acercamientos.
Pero toda acción provoca desgastes, las propias grandes potencias han acabado con la globalización, y ahora no saben conjugar libertad de mercado con proteccionismo, ni cómo seguir creciendo a pesar de inyectar cada vez más dinero en sus economías. En Europa la situación es aún más grave por los nacionalismos y sus egoísmos propios.
En el aspecto social, la democracia ha ido perdiendo credibilidad y la amenaza de los totalitarismos es una realidad que en algunos lugares ha encontrado acomodo fácil.
Hay una relajación moral que se refleja en las instituciones, en servicios esenciales para la sociedad, en las redes sociales, en la falta de relación con el otro, en una fuerte competencia desde el nacimiento para encontrar un trabajo y mantenerlo, en el maltrato a la mujer, en la desestabilización de la familia, en una desigualdad cada vez mayor, en la falta de una ética aceptada por todos.
Pero pensar que el origen y los efectos de esta pandemia surgen de una descomposición, de un determinismo o azar cósmico, de la evolución natural de la especie, e incluso aceptar la convicción de Esquilo en su Prometeo de que el destino y la tragedia del hombre es aprender sufriendo, no nos llevaría a ninguna verdad sostenible.
Sí nos conmueve Karl Jaspers cuando nos advierte que en el hundimiento frente a los dioses y el destino, el hombre trasciende al ser que es.
Coincidencia entre sucesos naturales, culturales, sociales o económicos, y que estos han dado lugar a transformaciones históricas profundas, es un hecho probado.
Formamos parte de una suma realidad (ens realissimus) de la cual emana el carácter de lo que es real, como nos recuerda Dª María Zambrano. De esa matriz en la que muchas veces se confunde esencia con existencia, los hombres inventaron los dioses.
De esa matriz -decimos nosotros- los hombres hemos hecho de la historia y de la vida un dios, y de esa matriz surgen la felicidad y las pandemias. Siempre nos quedará la duda de que sea necesario para la vida que el hombre camine permanentemente cargado con una pesada mochila de dolor.
Los grandes imperios, la Revolución francesa y la rusa, los fascismos, los grandes descubrimientos, las grandes potencias actuales, todo fruto del dolor.
Del dolor y la necesidad nace la imprenta. Del dolor de una cultura encerrada en oráculos y monasterios durante siglos y la necesidad de acabar con el feudalismo que lo amparaba y darla a conocer a todos. D. Quijote cabalga a lomos de la imprenta para advertir al mundo que aún es tiempo de buscar y encontrar la utopía, la libertad en igualdad. Y de ese mismo dolor de una Iglesia corrompida nace el misticismo religioso que utiliza la imprenta para la Reforma y encontrar al verdadero Dios.
Y ahora, en pleno desarrollo de la robotización, un virus de un humilde animal hace tambalearse todos los cimientos de la sociedad y nos plantea nuevas necesidades.
La primera, avanzar en democracia; pero no solo como diría Baruch Espinosa, aquella que comporta una mayor felicidad al pueblo, algunas dictaduras también la proporcionan, sino aquella democracia que comporta un verdadero esquema ontológico más racional. Una democracia que acumule más potencia, la potencia de todos los ciudadanos reunidos para crear una civilización más solidaria, más igual, donde el conocimiento sea lo común y no lo raro.
Esa solidaridad exigirá una autocrítica del Gobierno cuando esto termine, sin miedo alguno, de humanos es equivocarse; el aumento del 0,25% cada año en inversión e investigación y ciencia; un pacto nacional para devolver al Estado las competencias en Educación y Sanidad ( el mayor desastre de esta pandemia ha sido el desmadre autonómico y su demostrada ineficacia); reindustrializar el país para ser más autosuficientes en las crisis; realizar una profunda transformación en el campo para autoabastecernos de productos propios ecológicos; ayudar económicamente a empresas y autónomos a fondo perdido; implantar una renta básica a todas las personas necesitadas, con la condición de que aquellas que estén capacitadas física y mentalmente realicen labores para el Estado o la sociedad; una política decidida y eficaz respecto al medio ambiente; crear un banco ibérico de material sanitario de reserva para épocas de crisis y otro de semillas autóctonas ibéricas.
Siendo el deseo la esencia del hombre, del que parte para conocer la realidad, deseamos de verdad después de esta lección un mundo más justo, habitable y solidario.
Luego, habrá que plantearse los retos de la robotización y sus efectos en el empleo y la vida social y personal, pero eso será otra pandemia.
D. Casimiro Sánchez Calderón es presidente de honor del Partido Ibérico Íber y concejal-portavoz del Grupo Municipal Íber en el Excmo. Ayuntamiento de Puertollano.