De Bragança a Lisboa / Son nueve horas de distancia, lo decía la banda pop rock Xutos e Pontapés. Hoy en día ya no son nueve horas, pero, aunque la ciudad esté todavía lejos de la capital en el mapa, está en el corazón de una región imperdible como es la de Trás-os-Montes. A solo 35 kilómetros de la estación AVE de Sanabria y con conexiones por carretera a España desde el norte y el este, no hay razones para no visitar Bragança y perderse en sus encantos.
En las faldas de la Sierra de Montesinho y con el río Fervença atravesando la ciudad, Braganza ya es habitada por lo menos desde el Paleolítico. Los celtas estuvieron en la región y la llamaron Brigantia (probablemente por significar “sitio alto”, pero ese es también el nombre de una diosa celta). Más tarde, se convirtió en la Juliobriga de los romanos y, de hecho, la zona cercana de Castro de Avelãs fue un importante punto de paso de la vía romana hacia Astorga.
Con la Reconquista, la ciudad pasó a pertenecer al reino de Galicia y después al de León, lo que influenció, entre otros aspectos, la economía, la arquitectura, la cultura y la lengua. El mirandés, que todavía se habla en la región, tiene sus orígenes precisamente en el asturleonés y es la segunda lengua oficial de Portugal.
Tras conquistar Bragança, el primer rey portugués, Don Afonso Henriques, mandó edificar el Castillo, más tarde reconstruido por el rey Juan I. En la ciudadela se construyeron edificios importantes como la Domus Municipalis, un ejemplar de arquitectura civil único en el país dónde se reunía el senado de la ciudad.
El siglo XIV, como por toda Europa, estuvo para Bragança marcado por la trilogía negra: hambre, guerra y peste. Los castellanos tomaron la ciudad por muchos años, pero a finales del siglo, Juan I se desplazó a Bragança para frenar su dominio, sustituyendo al alcalde Afonso Pimentel (aliado de los vecinos) por su hijo ilegítimo Afonso, a quién casó con la hija del condestable del reino, Nuno Álvares Pereira.
De esa unión surgió el ducado y la Casa de Bragança, cuya importancia económica vino antes de su papel político. Con bastantes tierras a su disposición, tenía también diversos emprendimientos industriales y mineros. A partir de 1640, tras el dominio ibérico de los Felipes y la Restauración (de la independencia portuguesa), la Casa pasó a proporcionar a Portugal los reyes y familia real hasta la caída de la monarquía, en 1910, y a Brasil los emperadores de 1822 a 1889.
Una dinastía que marcó a fuego para siempre el nombre de la ciudad transmontana, de la cual cabe destacar Catarina, reina consorte de Carlos II de Inglaterra, que dio más a su país de destino de lo que probablemente se esperaría. La última reina católica de los británicos no pudo dar ningún hijo a su marido, pero su dote matrimonial supuso valorables privilegios comerciales y los puertos lucrativos de Tánger y Mumbai. Además, fue la responsable de varias introducciones relevantes en la cultura inglesa, como el té (en el país del “té de las cinco”) y los platos de porcelana. Y claro, dio a conocer también productos ibéricos como los pasteles de nata, las naranjas y el siempre útil abanico.
Para visitar Bragança y no querer volver a casa
Aparte del Castillo y de la Domus Municipalis, que son sin duda el exlibris de Bragança, hay mucho más que ver, hacer, comer y sentir en este territorio. Sin salir de la ciudadela, se puede ver desde luego la Iglesia de Santa María, del estilo barroco, edificada en el siglo XIV y considerada la más antigua de la región.
Extramuros, podemos ver muchas casas nobles y monumentos muy bien conservados como la Catedral, la Iglesia de San Vicente, la Capilla de la Misericordia o la Iglesia de Santa Clara. El antiguo palacio episcopal, construido en el siglo XVIII, fue la residencia oficial de los obispos durante mitad del año, dado que la diócesis se dividía entre Bragança y Miranda do Douro. Hoy en día da lugar al Museo del Abad de Baçal, con una valiosa colección, en homenaje al sacerdote erudito e interesado en la investigación histórica y artística de la región.
Más moderno es el Centro de Arte Contemporáneo Graça Morais, que dispone de siete salas dedicadas a la obra de la artista transmontana y que todavía sigue viva, además de basar su dinámica en exposiciones temporarias de otros artistas nacionales e internacionales. El edificio donde está instalado es un proyecto del famoso arquitecto portugués Souto de Moura, premio Pritzker 2011.
En Castro de Avelãs, en los alrededores de Bragança, se puede ver también un antiguo monasterio cluniacense posiblemente anterior al siglo XII. Un raro ejemplar del románico mudéjar en Portugal, siguiendo la tradición de este estilo en la meseta del Duero castellano, que recibía a los peregrinos de Santiago durante la Edad Media.
Si se quiere apreciar también un poco de naturaleza virgen, el Parque Natural de Montesinho es, sin duda, el lugar a visitar. La aldea que da nombre al parque cuenta con un centro de interpretación, mientras que en otras aldeas vecinas hay museos rurales sobre las prácticas comunitarias de la región. La frontera entre Portugal y España atraviesa la aldea de Rio de Onor, a caballo entre los dos países.
Para terminar la visita con la barriga llena – y la maleta también – nada mejor que experimentar los productos típicos de la región. El vino y el aceite de oliva son de los más importantes, pero la castaña es el producto estrella en todas sus formas posibles: jaleas, licores, cervezas, cremas saladas, bombones, chocolates, entre otros.
Para comer con contundencia, lo más tradicional es la carne de jabalí, ternera o ciervo. La posta mirandesa, hecha con una raza bovina local y con denominación de origen protegida, es el plato más célebre de la región y hará las delicias en tu paladar si te gusta la cocina impregnada de tradición. Con un solo bocado de esta carne a la brasa, reconocerás la fuerza ancestral que Bragança alberga en su identidad transmontana.