650 años de distintas alianzas angloportuguesas

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¿Alianza lusobritánica, lusoinglesa o angloportuguesa? El orden de los factores -a veces- altera quien ostenta la hegemonía. Además, el término “lusobritánico” no es posible antes de la constitución del Reino Unido en el siglo XVIII. Si la pretensión es conmemorar el origen, entonces la relación es con Inglaterra y no con el Reino Unido.

La alianza angloportuguesa ha significado cosas diferentes a lo largo de la historia. El Tratado de Paz, Amistad y Alianza, firmado el 16 de junio de 1373 por Eduardo III de Inglaterra y el rey Fernando I de Portugal, formalizó la aproximación previa suscrita en el Tratado de Tagilde. La alianza fue renovada en el Tratado de Windsor de 1386 y reinventada por otros tratados a lo largo de los siglos.

Si podemos hablar inicialmente de una alianza (más equilibrada) lusoinglesa, posteriormente fue olvidada o marginalizada por el Tratado de Tordesillas, dado que Portugal y su Imperio eran mucho más importantes que Inglaterra. Portugal tenía feitorias antes que Inglaterra, uno de los sistemas comerciales del Mediterráneo. Durante los sesenta años de la Unión Ibérica de Coronas la alianza lusoinglesa fue interrumpida. Será posteriormente con la Restauración donde se recupera -cada vez más desequilibrada- la alianza angloportuguesa, pagando un precio que desde luego los portugueses estaban naturalmente dispuestos a pagar.

La República Portuguesa nació antibritánica en 1910 a raíz de la supuesta traición de la Monarquía lusa por aceptar el veto británico a la unificación africana portuguesa del Atlántico al Índico, de Angola a Mozambique (mapa de color de rosa). La nueva República tuvo que contemporizar con el Reino Unido participando con la Primera Guerra Mundial y convergiendo en sus intereses atlánticos con la importancia siempre estratégica de las Azores. Quedó atrás (aunque no olvidada) la memoria portuguesa antibritánica por la ejecución de Gomes Freire de Andrade, los acuerdos comerciales desfavorables o el reciente caso Madeleine. Tras hacer un balance, lo que prevalece es la gratitud lusa por el respaldo desde los tiempos de Aljubarrota, así como por disponer a partir del siglo XVIII un gran padrino internacional para el mantenimiento de su independencia. El reequilibrio de los poderes en una península donde se unificaba todo excepto Portugal, así como la escolta de los barcos de la inteligente huida de João VI a Brasil, engañando a Napoleón, fueron hitos importantes de esa visión estratégica portuguesa.

Hoy en día, como acaban de afirmar a RTP emigrantes portugueses en Reino Unido, la vieja alianza no les reporta ninguna ventaja administrativa o de otra índole. El Brexit dejó clara esta situación. En lo que se refiere a la relación bilateral, cabe destacar la presencia del idioma inglés en Portugal, el turismo en el Algarve y la importante comunidad portuguesa en Reino Unido.

Las fronteras luso-españolas, si se compara con el resto de fronteras europeas, han sido generalmente respetadas. El Estado-nación portugués obviamente tiene razones para estar agradecido al Reino Unido por su garantía diplomática permanente y militar -en última instancia- para la persuasión y el mantenimiento de la determinación lusa de ser un poder mínimamente independiente.

Esa alianza ha sido celebrada por el presidente del Parlamento luso, Augusto Santos Silva, como “una amistad”. Esta gratitud histórica sigue siendo un recurso narrativo disponible para el futuro. La narrativa es asimétrica: es conocida por los taxistas de Lisboa, pero no por los de Londres. Los iberistas en general siempre han lamentado que la Península Ibérica, tras la derrota de la modernidad ibérico-barroca, se convirtiera en un teatro de operaciones de otras potencias. España como marioneta de Francia y Portugal, a su vez, de Inglaterra. No obstante, ya en contexto democrático, se puede decir que Wellington y Napoleón vencieron simultáneamente. Los ibéricos formamos parte del atlantismo anglosajón de la OTAN y del continentalismo de la UE.

A pesar del contencioso gibraltareño, las relaciones del jefe de Estado español son incluso más estrechas con Carlos III que en el caso portugués por razones familiares y monárquicas. Por tanto, compartidas las dependencias, no existe contradicción alguna entre ese simbólico homenaje a la alianza lusoinglesa con la actual cooperación reforzada ibérica de facto, sustanciada en un Tratado íntimo de Amistad, una integración comercial total, una política energética iberista, así como una Comunidad Iberoamericana compartida. No obstante, ante cualquier tipo de cambio en la relación continental o atlántica, sería fundamental el acuerdo y el impulso de ambas partes ibéricas.

Portugal y Reino Unido han celebrado los 650 años de su amistad. El presidente Marcelo Rebelo de Sousa ha sido recibido em el Palacio de Buckingham con honras militares y ha condecorado al rey Carlos III con el Grande-Colar da Ordem da Torre e Espada, do Valor, Lealdade e Mérito. Los dos jefes de Estado han ido a un servicio religioso anglicano de Acción de Gracias en la Capilla de la Reina, que fue frecuentada por la reina Catalina de Bragança (1638-1705) durante su matrimonio con el rey inglés Carlos II. El evento forma parte del programa de actividades de la campaña social Portugal-UK 650. También ha ondeado una bandera portuguesa en Apsley House y el próximo domingo habrá una exhibición aérea de Red Arrows y F16 portugueses por el Rio Tajo, la avenida de la Libertad y el parque Eduardo VII de Lisboa.

A modo de conclusión, si la narrativa de la alianza luso-británica ha triunfado en Portugal es porque va asociada a una idea de supervivencia y lealtad en última instancia. Sin embargo, la narrativa de la alianza hispanofrancesa en España -como contención histórica del inglés- no ha tenido un éxito equivalente, dado -pienso yo- el tamaño del desastre desencadenado por la invasión napoleónica. Es indefendible. La influencia intelectual francesa ha sido fuerte, pero en general así fue en todos los países, también en Portugal.

Probablemente la recuperación de Salvador de Bahía en 1625 fue el último aliento de la hegemonía ibérica. Posteriormente lo que predominó es la subcontratación de guerras de nuestros supuestos hermanos mayores respectivos. Sabiendo esto, toca reforzar una narrativa ibérica del Tratado de Tordesillas y del nuevo Tratado de Amistad de Trujillo: la alianza luso-española. Una narrativa que se ajuste proporcionalmente a su realidad e impacto histórico. Esa es una tarea de los iberistas.

 

Pablo González Velasco

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