Habitar lo luso-flamenco

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Hace años, ni mucho ni pocos, paseando por un parque, no sé exactamente si de la brasileña Curitiba o de la cubana Camagüey, en cualquier caso en el Trópico, quedé sorprendido por un taconeo persistente que venía del fondo del mismo. Me acerqué, incrédulo, ya que sonaba a danza flamenca. Era una academia de baile, efectivamente, que, sin luz eléctrica, debido a un apagón, se esforzaba por mantener el tipo, mientras los y las ejecutantes sudaban la camisa.

El flamenco globalizado está por todos lados, también en Brasil, como no podía ser menos. Me acuerdo de Mario Helio Gomes de Lima, hablándome en varias ocasiones apasionadamente del poeta y diplomático, natural de Recife, João Cabral de Melo Neto (1920-1999), quien estaba fascinado por lo jondo. Para certificarlo me envío en algunos momentos poemas suyos. A recordar estos versos, que remiten al habitar a lo Bachelard el flamenco:

“Como se habita uma cidade/

se pode habitar o flamenco: /

com sua linguagem, seus nativos, /

seus bairros, sua moral e seu tempo”.

 

El profesor Nicolás Extremera Tapia, y otros de los muchos autores y autoras que últimamente se ocuparon de la pasión vital de la poética hispánica de Cabral, lo consideraron un epígono de la generación del 27, grupo para el cual el flamenco era central, como pusieron de manifiesto esos intelectuales andaluces y españoles, con el apoyo trascendental de la comunidad extranjera, en la celebración previa del concurso de 1922 en Granada.

Lo jondo flamenco, como en el caso de Cabral, tiende a atrapar a la extranjeridad con el duende. García Lorca en su conferencia sobre la naturaleza del duende, que paseó por Buenos Aires, ante un público fascinado, que lo aplaudía a rabiar, invocaba a los djinn, esos genios malignos que en la tradición preislámica e islámica andan revoloteando por ahí, haciendo de las suyas, y cuyo éxito reside en la malignidad misma del genio.

Es una atracción irresistible. Me veo en Granada hace escasos días con el intelectual parisino Georges Didi-Huberman, gracias a la generosidad de nuestro común amigo el profesor Juan Calatrava, y lo primero que surge entre nosotros casi sin habernos saludado es el duende lorquiano. Didi la había tratado varias veces, pero quizás donde mejor lo atrapó fue en Le danseur des solitudes, texto inspirado que gira en torno a las contorsiones transidas del bailador Israel Galván. Hablamos de la materialidad, nada mistérica, del duende. Para mí su fondo está desvelado: yo mismo llevé a cabo una exposición en los años noventa con varios fotógrafos, Carlos Arbelos, argentino, Steve Kahn, norteamericano, y Colita, catalán, en colaboración con el cantaor Manuel Lorente, granadino, que bautizamos Sin misterios del flamenco. Queríamos acabar, en nuestra iconoclastia tabernaria, con la romantización de la inspiración y del contagio emocional. Creo que fuimos incomprendidos.

En aquel tiempo andaba por Granada, donde estuvo durante cuatro largos años, un amigo brasileiro, profesor de la universidad de la futurista Brasilia, José Fonseca Ferreira Neto. Fonseca se aficionó a las tabernas también. Para él, proveniente de una ciudad híperracionalista, como la Brasilia construida ex novo, en un claro de la selva, tener en el patio de su casa albaicinera un trozo de muralla zirí, del siglo XI, era poco menos que una fantasía. Se entregó a lo jondo con frenesí de neófito. Teníamos veladas fantásticas, en la que no había ni un solo asistente que repitiese nacionalidad. Todos esos extranjeros amigos estaban en cierta forma aduendados, como dice Lorente. No había manera de escapar al destino que nos empeñábamos en negar.

Cargando con la propiedad de nuestro duende, y con poca fe en los misterios, me embarqué con Manuel Lorente y el guitarrista jerezano Manuel Parrilla hacia Brasil. Fueron unos momentos muy especiales en Recife. Parrilla era otro estilo, que Manuel había trabajado en el barrio de Santiago, de Jerez de la Frontera, cuando era joven, en los ochenta, y entonces porteaba humildemente la guitarra a los maestros. Yo iba a Recife solo de telonero, debía decir unas palabras previamente a su recital en el Festival Fliporto. Es decir, nadie me iba a oír con atención. En efecto, hablé infructuosamente, ante un ruido ambiental hostil, de vanguardias, de literatura, de antropología y de flamenco. Luego actuaron Lorente y Parrilla. Habían templado guitarra y voz en el camerino, mientras entraban unos distinguidos granadinos, que, a pesar de nuestros amables requiebros, no nos hicieron ni caso. Un mal encuentro, pues. Pero teníamos otro plan: Manuel y yo fuimos a Olinda juntos, a visitar tabernas y lujuriosas iglesias barrocas. A raíz de aquello Manuel comenzó a emocionarse por primera vez con la lengua portuguesa, hasta el punto que la estudió con éxito, mientras intentaba adaptar los poemas de Cabral a su voz y estilo. Se sentía hermanado con aquellos lugares. Yo también. Todo concordaba.

Una segunda vez, Manuel y yo cruzamos nuestros caminos. Él se iba y yo llegaba, pero al mismo lugar, Litercultura, en Curitiba. Yo debía pontificar de literatura y malditismo, pero ahora sin servir de telón de fondo a nada, como no fuese al chileno Antonio Skármeta, que cerraba los actos tras mi intervención, escritor que encontré muy engolado. Aquí yo no había aceptado la humildad de acompañar a unos artistas. Sentí en parte esa especie de humillación, frente al divismo literario, que tuvo aquel cantaor que viendo que su nombre no figuraba en cartel, contra toda su vanidad, se subió al altar de la iglesia de Saint Martin-in-the Fields, en Londres, y blasfemando se puso a danzar sobre él. Y, sin embargo, entre los asistentes a mi charla estaba Pedro Ordóñez, un joven universitario, musicólogo, que era a su vez guitarrista flamenco, que animaba un festival jondo y vanguardista en París. Hicimos amistad, charlando, hasta el mareo, en el viaje de vuelta. Por azar Pedro acabó en mi universidad, que es la suya, desde donde ha promovido el flamenco, así como la vanguardia, ya que había investigado sobre dos ilustres maestros de la música contemporánea, Sotelo y Sánchez-Verdú. Vidas jondas.

O sea, que fuese verdad o mentira esa imagen del tablao sin luces, emulando por azar la oscuridad de una cueva, bien en Camagüey bien en Curitiba, el caso es que para mí ha quedado grabada como un ejemplo de flamenco transculturado, viajando entre el mundo iberotropical y el ibérico. Quizás, porque como le gusta reflexionar a Pablo González-Velasco, los grutescos manieristas y barrocos, del flamenco, con su dolor estético, y su recreación en el duendismo maldito estén en la base de todo este complejo cultural que nos empeñamos en convertirlo en nuestra morada vital, que decía el brasileño-andaluz Américo Castro, en un mundo globalizado. Es nuestra particular resiliencia de sureños.

 

José Antonio González Alcantud

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