La Reconquista cristiana ibérica no fue la Conquista del Oeste

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A veces tengo la sensación de no estar de acuerdo con nadie, aunque en realidad estoy de acuerdo en parte con varias posiciones del espectro académico, mediático y político. Es importante, mientras se pueda, superar la tentación de convertirse en un ermitaño intelectual. Es cierto que las lecturas de obras entre diferentes ermitaños también implican un debate, pero parece -a todas luces- insuficiente. Además, muchas veces ni se leen. En ese sentido, si se quiere influir (y ser influenciado), hay que estar presente en diversos espacios de debate, aunque sólo se comparta un 60% del propósito de cada uno de ellos. Paralelamente, es bueno cuidar y disfrutar de un cómodo espacio propio (y colectivo) donde refugiarse de las pedradas ideológicas. Dicho espacio, que para mí sería el iberismo, no convertirse en un bunker cerrado a cal y canto, sino un lugar de divulgación y enseñanza.

En redes sociales se está produciendo un debate -bastante enconado- en torno de la pertinencia historiográfica del término “Reconquista”. Como extraños compañeros de cama, tanto quienes defienden tajantemente el término, como quienes fervorosamente lo niegan, quieren darle una connotación ortodoxa, rígida y nacionalista al término, cuando -antes de barruntar una hipótesis de descartar el término- deberíamos intentar flexibilizar el concepto dado que está ampliamente consolidado. Primeramente, cabe una aclaración: el término “Reconquista” no surge del franquismo, sino que fue popularizado por el historiador liberal progresista Modesto Lafuente (1806-1866). Como casi todos los conceptos historiográficos nacen posteriormente al evento y son imperfectos. Eso no es una novedad; forma parte del estudio de la historia conceptual. De hecho, es perfectamente posible que puedan surgir nuevos términos que substituyan al de Reconquista y que tengan más éxito en el futuro, pero no parece muy realista. Lo acertado, bajo mi perspectiva, es hacer antropofagia metodológica de términos consolidados -que permiten el diálogo con las partes- antes que instalarse en los monólogos de la iconoclastia, haciendo discursos para la parroquia. Y esto también sirve para términos consolidados de su opuesto ideológico.

A mí no me importa usar los términos sintéticos de la historiografía de los vencedores. Es decir, aunque no se pueda establecer un vínculo directo entre Don Pelayo y los visigodos, el grueso del proceso de conquista del sur se hizo reivindicando su lazo religioso cristiano con los últimos visigodos. Los proyectos políticos del presente se hacen con referentes del pasado o por lo menos -aquellos que pueden hacerlo- lo hacen para dotarse de legitimidad. La Reconquista es la disputa religiosa-militar de Iberia entre el cristianismo y el islam. El cristianismo tenía un referente anterior a Al-Ándalus con el que se identificaban. No tiene mayor misterio. Ahora bien, lo cortés no quita lo valiente, como demostraron Rafael Altamira y Américo Castro en la aceptación del término Reconquista y -al mismo tiempo- en la valoración positiva de la herencia andalusí. En el caso de Castro, y sus discípulos, incluye defender una reconquista permeable y mestiza, con filias y fobias. Hay quienes nacionalizaron Al-Ándalus como Menéndez Pelayo o Menéndez Pidal y, en parte, Sánchez Albornoz -cuando le daba la gana o no había manera de minimizar su influencia-. Esa operación nacionalizadora es un sesgo historiográfico y anti-iberista por lo excluyente de Portugal, aunque al menos no lo extranjerizaban o lo silenciaban -al completo- de la historia de España.

Existe la idea negativa de lo que implica una conquista, una reconquista, una colonización o una invasión, que hoy en día, con las Naciones Unidas, nos puede escandalizar, pero en aquel pasado era un método habitual de todas las civilizaciones de instalarse fuera de su núcleo territorial inicial. Por tanto, no necesariamente una conquista es un evento estrictamente negativo. La Reconquista puede trasladar una idea de hegemonía en la repoblación que puede ser cierta, pero por mucho que se trate de minimizar la herencia andalusí, necesariamente tuvo que haber una metabolización y no una supresión cultural. Ahí están las conversiones, los matrimonios y lo mudéjar.

Quiero llamar la atención a la tenaza que se produce entre la maurofobia y la hispanofobia que impide, tanto un debate nacional sosegado, como el desarrollo de un interés transversal por el estudio de la historia de la península ibérica -en su integridad- y sus proyecciones pluricontinentales. Esta tenaza sectaria es también una pinza entre los maurófobos-hispanófilos y los hispanófobos-maurófilos al haber un consenso sobre el prototipo de la rigidez del reconquistador y su modelo de aculturación. Lo razonable sería mantener una hispanofilia y maurofilia moderada.

Lo moro se nos aparece como una amenaza externa histórica y actual, así como como un fantasma de un fragmento de nuestro pasado genético y cultural interno. Ambos lados de la tenaza hispanomaurófoba están entrelazados. Por un lado, la maurofobia implica freudianamente una autohispanofobia entre hispanófilos. Detrás de la maurofobia hay -probablemente- un supremacismo europeo y un odio a parte de sus antepasados. Por otro lado, la presencia de la maurofobia en el discurso oficial genera hispanofobia entre maurófilos (andalucistas y gentes de izquierdas). La maurofobia puede ser entendida como un racismo cultural de la civilización islámica del pasado o de la actual que, por otro lado, conviene diferenciar. Tampoco conviene confundirlo con las razonables y pertinentes prevenciones políticas ante las tensiones que tiene España con un régimen agresivo no fiable como el vecino Reino de Marruecos o ante posibles crecimientos de corrientes más fundamentalistas -financiadas por Arabia Saudí– en el interior de España.

Entre las fuentes principales de la leyenda negra, ese nubarrón mutante de prejuicios y victimismo, está la visión de los países protestantes hacia los católicos (del norte al sur; una constante), la hispanofobia -especialmente- la endorracista practicada por los propios países hispanos, sin olvidar al narcisismo regional de las pequeñas diferencias (pan)ibéricas, su opuesto de menospreciar la pluralidad regional española y la confusión en la relación de Europa y África -en el marco del mediterráneo- con la singularidad relativa ibérica.

El exclusivismo maurófobo es más un problema de los intérpretes que del proceso real de recristianización (y expulsión gradual del islam) de la Península, que por otro lado fue un proceso victorioso, material, del que tampoco caben revanchismos historiográficos. Ahora bien, sí cabe atender al balance cultural-antropológico mestizo, que los más entusiastas de la Reconquista, entendida de forma presentista como “liberación nacional” o, desde un anacronismo disparatado, de una aculturación bajo un modelo de autosuficiencia cultural de tipo protestante y burgués, tratan de olvidar o de disimular mirando hacia otro lado.

Hace falta más lectura de las heterodoxias, la diversidad y las contradicciones del proceso cristiano-reconquistador, que ya cuenta con un buen acervo de investigaciones, porque una cosa es el sentido religioso del proceso y otra cosa es el resultado antropológico. Atacar al mito bueno de las tres culturas no es sólo un ataque a Al-Ándalus sino también una calumnia contra los periodos de predominio de la convivencia en el seno de los reinos cristianos, así como un ataque contra el concepto cultural alfonsí o contra la cultura cristiana mozárabe. Es obvio que hubo negociación y acuerdos entre reinos ibéricos de diferentes religiones. Por ejemplo, las capitulaciones de la toma de Granada son contraintuitivas porque son bastante respetuosas y se cumplieron hasta 1499.

Los que luchan con tanto ahínco contra la leyenda negra deberían dejar de insultar a una parte de las herencias culturales españolas e ibéricas. Estoy cada día más convencido de que sólo conseguiremos salir de la división interna de la interpretación de España si logramos superar (o -al menos- minimizar) la maurofobia y la hispanofobia, sin perder el espíritu crítico. Un bajo etnocentrismo, como el que suele aparecer en las encuestas sobre el patriotismo español, es saludable, pero no un etnocentrismo “negativo”, es decir, un país que se autoflagela en la retórica y el teatro político, pero que en la práctica está muy a gusto con su estilo de vida, fruto del patrimonio histórico de las generaciones y las civilizaciones que nos precedieron. Hace falta generosidad con el país. Un Estado no puede desarrollar una geopolítica potente si deja sus llagas expuestas para que sus rivales le metan el dedo.

Insisto. Existe un consenso entre la hispanofilia maurófoba y la hispanofobia maurófila: la brutalidad y la unilateralidad de la Reconquista. Pareciera que los reconquistadores estaban exentos de piedad cristiana y tenían el supuesto soporte de un Estado nacionalizador que les hacía impermeables a la cultura andalusí. Y, sin embargo, poco después, en América, -según los más imperiófilos– los conquistadores se comportarían de manera diferente. Algo que no comparto, porque tanto el reconquistador como el conquistador eran mixófilos. La conquista de Hernán Cortés sólo se explica con la inteligencia de las alianzas, y no sólo por la brutalidad. No se trata de negar el lado violento y represivo, sino de evitar tomar el rábano por las hojas, cuando también existió una interpenetración de culturas, donde hubo periodos de convivencia con discriminación relativa y finalmente la posibilidad de salvación por conversión.

Es un error pensar un imaginario de la Reconquista como un proceso que se inicia con un “Destino Manifiesto” de Don Pelayo, cuyos guerreros y caballeros van camino del sur como los angloamericanos -con sus diligencias y rifles- fueron hacia el Oeste para unificar el país, matando y acorralando indios. En este caso serían musulmanes. Y, en el mejor de los casos, comerciando con ellos, pero sin poder participar en la nueva sociedad. Obviamente, no tiene sentido ese paralelismo. Por tanto, la idea de la Reconquista como Conquista del Oeste hace un flaco favor al modelo de aculturación flexible, mixófila, ecuménica y cristocéntrica que -en teoría- los imperiófilos defienden (sólo) como modelo de interpretación de la colonización ibérica de América, que no fue otra cosa que una continuación de la Reconquista.

Desde el punto de vista del iberismo metodológico, la Reconquista no fue una empresa nacional, porque además de León, Castilla y Aragón, la llevó a cabo Portugal. En todo caso fue ibérica y cristiana. Tanto la Reconquista como Al-Ándalus, hay que pasarlos por el prisma del iberismo metodológico y no por un nacionalismo metodológico. Tampoco fue una empresa feminista como pareciera en algunas voces de los que hoy paradójicamente se dicen antifeministas.

También conviene no exagerar, como hicieron los románticos extranjeros, la influencia andalusí porque Al-Ándalus se peninsularizó, es decir, las élites se adaptaron e imitaron en parte a la sociedad hispanogoda, que era su base preexistente. No hay que perder de vista la idea de la sedimentación de las diferentes civilizaciones que se instalaron y desarrollaron en Iberia. Es ahí donde entra el prisma del iberismo metodológico como integrador de herencias culturales, pero no como revancha falsa de los vencidos, sino como reconocimiento de realidades con sus hegemonías y sus influencias minoritarias pero decisivas.

Es precisamente nuestra herencia cultural, con nuestras occidentalidades nuestras orientalidades domésticas, lo que nos ofrece la posibilidad de tener un papel de mediadores geopolíticos. En las conclusiones de mi tesis, cuando analizo la recepción de la obra de Gilberto Freyre en España, apunté que “si Freyre representa el valor de la hispanidad y la arabidad en nuestra cultura panibérica, la derecha por ser –predominantemente– maurófoba y la izquierda hispanófoba (tendente a asumir argumentos de la leyenda negra), ambas actitudes explican la falta de interés en los objetivos y contenidos de su obra. La cultura maniqueísta y de la cancelación, que –más que a personas– cancela debates, excluyen la hipótesis de una realidad paradójica. Este problema es ideológicamente transversal y cada ideología tiene un genocidio en el armario, cuyo oponente lo sacará del armario para desacreditarle. En mitad de esa guerra psicológica lo que perece es un análisis materialista basado en el relativismo cultural. En España está pendiente un debate sincero, sin tabús ni idealizaciones, sobre la identidad mudéjar española y la colonización ibérica”. Una problemática que también afectó a la recepción de la obra de Américo Castro, del que recordamos en este año 2022 el medio siglo de su fallecimiento.

 

Pablo González Velasco

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