Una cena anti-iberista

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Fue en París, hace tres lustros o más, en el bistró Polidor, donde se reunía el colegio de Patafísica para hacer abundantes libaciones y cenas, bajo la advocación del genial Alfred Jarry. Atmósfera popular, tabernaria en el centro de la megaciudad, al lado mismo del teatro Odeón. No se admitían, por entonces, tarjetas de crédito desde la fundación de la casa Polidor en 1845. Había que pagar en constante. La dueña, un pelín grosera, haciendo ostentación de su dominio sobre nuestros vacíos estómagos, castigaba el ego de personajes elevados sin importarle nada rango ni condición. Éramos a la mesa de buena madera, endurecida y lustrosa con los vinos derramados a lo largo del tiempo, un grupo significativo de la pluralidad ibérica: un catalán, un mallorquín, dos lisboetas (pareja) y un andaluz, que era yo. Unos nos conocíamos y otros no; el mallorquín hacía de amigos de todos. Al contrario de lo que cabría imaginar, en una reunión nocturna, con vino de por medio y buenas carnes, y en un lugar marcado por la sociabilidad (término francés, muy propio para explicar el clima de confraternización en torno a la idea de banquete, donde los corazones armonizan) el ambiente no parecía precisamente agradable.

El mallorquín, buen amigo de todos, como dijimos, persona que destilaba simpatía, nos había reunido allí. El catalán era una persona hosca, a la defensiva, con un cierto marchamo de intelectual europeísta, poseído de sí mismo. Los lisboetas eran tremendamente incordiantes, por qué no decirlo. Ella acaba de hacer un informe sobre la cuestión de Timor Este, según todas las apariencias en connivencia con su compañero metido en redes de poder. El punto en común entre el catalán y la pareja era la Europa anglosajona, donde se libraban las batallas de los fondos económicos vía Bruselas. Hablaban de negocios con descaro, contraviniendo toda norma de buena educación. El referente, acaso “contacto”, de la reunión era otro colega que, maldiciendo a Portugal, se había dado el bote de Lisboa, y ahora rendía sus servicios en una universidad británica, donde manifestaba estar muy feliz. Universidad por la que años antes yo había pasado, donde ejercían su magisterio dos profesores de ella se dedicaban a Andalucía, los cuales no me prestaron ni el más mínimo caso. Publicaban sus libros sobre el medio andaluz en una editorial carísima, en inglés, y no tenían ningún interés en ser traducidos. Por los mismos días otro colega, también catalán, asentado igualmente en París, había montado un escándalo de prensa, porque a él no le habían considerado no sé qué cargo en su país natal. Todos, menos el mallorquín, se expresaban en clave de arrogancia o maldición.

Como andaluz tuve la conciencia de estar en un medio extraño para mí, incómodo. Ninguna simpatía. Cuando hice alusión a conocer al “contacto”, que había sido hijo de un obispo protestante de Gibraltar, y había acabado siendo portugués, ahora renegado, me miraron por primera vez extrañados y con hostilidad no disimulada. Desde luego no hubo manera de alcanzar un punto de inflexión donde lo ibérico, aun estando presente en todo momento, hubiese sido lo común del banquete fallido. Mis colegas, conforme el vino, mi único aliado, se me subía a la cabeza, se me figuraban marionetas de hilo cuyas voluntades manejaba el “contacto”, portugués transterrado, hijo de gibraltareño, y ahora amantísimo británico. Salí de aquel ágape con una acendrada sensación de irritación no disimulada.

Otrosí. Viendo la película Francisca de Manoel de Oliveira, de 1981, observo unos personajes afectados de melancolía, quizás porque el destino no les pertenece, cuyas modas literarias románticas vienen de fuera, de “Europa”. Habitan amargamente en un Oporto marcado por el guerracivilismo luso de los tradicionalistas miguelistas y los antimiguelistas liberales. En esos personajes que miran hieráticos a la cámara, interpretando el papel de máscaras, al estilo del teatro noh japonés, observo un sufrimiento, el de aquellos a los cuales no les pertenece la historia, porque han sido expropiados de ella.

No sé por qué –quizás porque mi mujer es de allá– me acuerdo a voz de pronto, de que, en el pueblo de García Lorca, Fuente Vaqueros, mandaba el duque de Wellington, que recibió aquí tierras fértiles, como compensación a su ayuda contra los napoleónicas en la Peninsular War. En Gibraltar, sin necesidad de españolear me he sentido siempre incómodo, cuando vivía cerca, quizás por la agresividad intrínseca y sin solución a medio plazo que presenta el asunto, ni siquiera en el marco ibérico. Por lo demás, pasé hace poco por Hong Kong, y quedé con ganas de llegar a Macao, la colonia portuguesa hasta 1999, hoy convertida en una timba de casinos, tan vecina a la antigua colonial inglesa que resulta difícil imaginarla en la distancia. Unos tipos grasientos, beben cerveza en el puerto de Hong Kong, como si estuviesen en una playa plebeya de la inglesa Swansea. Llama la atención que siempre estuvo el “imperio” británico tan presente. El “gobierno indirecto” ha sido una tradición británica, es una de las formas más notables que adoptó el imperialismo colonial.

Son imágenes que se me superponen, desde Hong Kong a Fuente Vaqueros, pasando por Gibraltar, con el recuerdo de aquella cena parisina entre sujetos ibéricos, que tiraban de la península para disolverla, angustiados por destinos que no les pertenecían. Alguien me dirá que no hay congruencia en esto, pero sí la hay. El desagrado de aquel desencuentro en el templo de la Patafísica, vino motivado por la inexistencia, como en la película de Oliveira, de una vida propia, de estar enajenados.

Ahora, en este tiempo de tantas incertidumbres, el asunto va lentamente cambiando, y el horizonte de optimismo político y cultural en la península se llama iberismo. Es como si hubiésemos tomado la dirección de nuestras existencias colectivas. Por eso su sola existencia está provocando espasmos en ciertos países acostumbrados a manejar los hijos del poder geoestratégico a su antojo, a ejercer el “gobierno indirecto”, y también en aquellos otros que buscan acomplejarnos acusándonos de colonialistas siempre y en todo lugar. Lo desabrido de aquella cena parisina en el Polidor ahora, seguramente, se trocaría en una buena bebida, que siempre calienta para bien el alma, y la predispone para lo mejor. El ambiente ha cambiado.

 

José Antonio González Alcantud

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