Una penillanura donde el patrimonio late con fuerza, ¿o con pena?

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En su discurrir por Extremadura, el río Tajo se muestra encajonado y abrupto, reacio al asentamiento humano en sus contornos. Una verdadera frontera territorial en cuya margen izquierda da comienzo el sur ibérico. Sin embargo, lo romanos se empeñaron en tejer sus orillas con majestuosos puentes como el de Alcántara o el de Alconétar. Solo en la comarca del Campo Arañuelo descansa para hacerse vadeable y permitir historias más o menos urbanas como la de Augustóbriga o la de Albalat antes continuar su deambular hacia el Atlántico ofreciendo sublimes estampas como la de “El Salto del Gitano”, en Monfragüe. Tres calzadas romanas lo atravesaron en su parte extremeña y un sinfín de fortalezas lo vigilaron en los tiempos medievales.

Hermosísimas villas lo flanquean, eso sí, desde cierta distancia. Una de ellas es Garrovillas de Alconétar. El patrimonio que atesora es verdaderamente revelador: los restos desplazados del puente sobre la calzada de la Plata; la denominada Torre de Floripes, la cual asoma solo cuando las aguas del embalse están bajas; las ruinas de un convento franciscano -San Antonio de Padua- que los vecinos se afanan por conservar; una de las plazas de pueblo más poéticas de la Península; o un moderno corral de comedias que hace las delicias de los amantes de la dramaturgia.

Poco más oeste la alcantarina y señorial Brozas, patria de Nicolás de Ovando y de Francisco Sánchez, “el Brocense”, y los aires portugueses del Parque Natural del Tajo Internacional. Poco más al norte, antropología pura y dura en Las Carantoñas de Acehúche y el minúsculo convento del Palancar, lugar de espiritualidad máxima de San Pedro de Alcántara. Poco más al este, la villa y el castillo de Monroy, cuna de Víctor Chamorro y solar del que fuera uno de los linajes más importantes de la Extremadura medieval. Poco más al sur, huele a las ovejas merinas, cuya leche se hace delicia en la Torta del Casar, y cuya lana se lavaba donde hoy está el Museo Vostell de Malpartida. El paraje asombra: Cañada Real, Dehesa, los Barruecos. No hay duda, aquí late esta región.

Y entonces llega Cáceres, santuario de estas tierras desde los tiempos de quienes pintaron las manos de Maltravieso, tal vez neandertales, acaso ya sapiens-sapiens, a la vera de una hoy humilde corriente de agua -Ribera del Marco-, fuente de vida siempre, y sobre un riquísimo calerizo. Da igual quien habitara en su término antes de Roma, pues lo relevante vino con los itálicos, primero con Quinto Cecilio Metello, después con Cayo Norbano Flaco. Un campamento militar llamado Cáceres el Viejo -quizá Castra Caecilia– custodiando el camino que terminaría por convertirse en calzada de la Plata y que daría razón de existir a la Colonia Norba Caesarina -h. 35 a.C.-. Aún se siente Roma en el interior del Palacio de Mayoralgo, en la hermosa thoracata custodiada en el Museo de las Veletas o en algunos rincones del recinto amurallado y aras funerarias empotradas por doquier. Del periodo posrromano apenas nada, solo restos de templos paleocristianos en los alrededores de la ciudad.

Su protagonismo renacería a partir del siglo X, ligado al control de la antigua calzada romana y de la frontera del Tajo que se estrechaba por momentos. Se fortificó este hisn o al-Qasr en la bifurcación hacia Alconétar -puente probablemente ya entonces destruido- y hacia Alcántara. La plaza cacereña se convirtió en bastión del reino de Badajoz y después de los imperios almorávide y almohade. De estos últimos -finales del siglo XII/inicios del XIII- resiste el grueso del cinturón amurallado, con detalles de alta gama histórica como los esgrafiados en forma de estrellas de ocho puntas o de inscripciones cúficas, revelándonos cuál era la fachada principal hace ocho siglos, de cara al río. Pero la joya más preciada se llama Aljibe andalusí -no árabe, ni hispanomusulmán-, no suficientemente relanzado a los altares del patrimonio. Es lo que hace verdaderamente única a esta capital altoextremeña. Si antes de ejercer como depósito de agua el edificio tuvo otra función, lo determinarán futuras intervenciones arqueológicas. Lo que sorprende, en todo caso, es la delicadeza empleada en sus arcos de herradura -acaso propaganda califal- para que fuera una simple cisterna de una plaza fronteriza escasamente poblada.

Lo que vino después es más conocido. Una primera conquista la realizó un portugués, Giraldo Sempavor, hacia 1166. Luego pasó a manos leonesas y fue lugar de nacimiento de la orden militar posteriormente conocida como de Santiago, en torno a 1170. La recuperaron los almohades tres o cuatro años después y entonces construyeron su muralla de adobe. Hay leyendas que hablan de la decapitación de cuarenta fratres de Cáceres. Varias campañas leonesas resultaron infructuosas hasta que, según la tradición, el día de San Jorge -por ello patrón- de 1229 Alfonso IX conquistó definitivamente el solar cacereño. Otra historieta dice que una mora llamada Mansaborá entregó a su amado -un capitán cristiano- la llave para que accediese a verla por una galería secreta, lo que a la postre supondría el final islámico y la condena eterna de aquella a vagar cada 23 de abril convertida en gallina. Es posible que Mansaborá derive de la voz árabe mansura –“victoria”- y que la galería secreta o túnel de la victoria, en efecto, fuera razón de conquista. Sea como fuere, lo cierto es que la zona inmediata al mal llamado Baluarte de los Pozos -es una coracha, no un baluarte- o Barrio de San Antonio –Judería Vieja, turísticamente hablando- aglutina leyenda, arqueología islámica, mito judío, belleza arquitectónica y urbanística popular y resistencia vecinal contemporánea.

El rey de León dio fuero y un extensísimo territorio a la villa de Cáceres y poco a poco se fue asentando una oligarquía que se ennoblecería con el correr de la Baja Edad Media. Mucha tierra en muy pocas manos. La dehesa, las cañadas y la Mesta como explicación de Cáceres y de toda Extremadura. A las primeras construcciones en las que predominaba el ladrillo -aún resiste la llamada “Casa Mudéjar”-, sucederán las de piedra. Lo que estuviera en mampostería se enfoscaba, los sillares se dejaban visibles y los escudos se policromaban. A finales del siglo XV y en lo venidero, el estamento señorial cacereño constituía un elevadísimo porcentaje. El renacimiento convirtió las casas-fuerte en residencias ostentosas -pero no en palacios-. El castillo se demolió, la mayoría de las torres fueron desmochadas, la nobleza amplió sus casas a cosa de otras aledañas y los judíos abandonaron progresivamente el recinto intramuros para establecerse en los alrededores de una plaza pública en expansión. Ya en el XVI, el obispo de Coria remodeló su palacio -éste sí- y para ello mandó derribar algunas casas en torno a Santa María. En su fachada, propaganda imperial. En la siguiente centuria llegaron los jesuitas, cuyo convento modificaría por completo el centro de la villa. Y se construyó el Arco de la Estrella. Y se echaron abajo las puertas de Coria y de Mérida. Y se almenó la torre de los Golfines de Arriba. Etc. etc. etc. Es decir, Cáceres no es tan “medieval” como nos la presentan, eso es política turística. Pero qué bonita es.

El patrimonio late con fuerza en la villa cacereña –“ciudad” desde finales del siglo XIX-, pero también con pena, pues no está siendo gestionado en clave cultural sino en clave turística y esto es un error. Cada vez son menos las personas censadas en la “parte antigua” y las que permanecen no tienen más que dificultades para seguir residiendo ahí. Fue un error llevarse del centro las facultades universitarias que hubo en su momento. Las licencias de apertura de apartamentos turísticos no hacen más que incrementarse. El resto de los habitantes de la ciudad no acude al casco histórico sino cuando bajan a la Virgen de la Montaña. Cáceres terminará por convertirse en un parque temático si sus autoridades políticas siguen teniendo en la cabeza la única obsesión de aumentar el número de visitantes y pernoctaciones. Que no extrañe que no se consiguiera la Capitalidad Europea de la Cultura para 2016. Se confunde lo cultural con lo turístico.

La penillanura cacereña, sita entre el río Tajo y la Sierra de San Pedro, conserva un legado patrimonial de primera magnitud y su historia relata el por qué Lusitania primero Extremadura después se conformaron como tales. Una calzada vertebradora del territorio y una ciudad que fue colonia romana en la Antigüedad, plaza fuerte de frontera en la Edad Media y capital de provincia en los tiempos contemporáneos. Lo tiene todo para explicar y dinamizar nuestro presente y, sin embargo, reposa momificada como simple objetivo fotográfico. Tal vez este patrimonio no late con tanta fuerza como debería.

     Juan Rebollo Bote

LusitaniaeGuías-Historiadores

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