Las mismas aguas, el mismo río caudaloso, embebido de miradas enamoradas, perdidas, desesperadas.
De hojas que vuelan desde la rama de un árbol, que cae silente, dorada, en plena estepa castellana o en uno de sus ramales más pedregosos, que llega balanceándose hasta la melancólica Oporto.
El Duero, en castellano. Douro, en el habla lusitana, al igual que en gallego. Descendiente de Durius, deidad celta, portadora de redes que representaban los buenos augurios fluviales.
Gotas de lluvia que nacen en la falda del pico Urbión, a más de dos mil metros sobre el nivel del océano, de esa inmensa masa de agua que, no ha tanto, se entendía en ambos idiomas.
Distintos nombres, misma esencia.
Maná que ve la luz en la parte española de la península.
Nace abrupto, bronco, saltarín, en su niñez, alegre y dicharachero.
Continúa meseteño, orondo, calmado, a su paso por Tudela, llamada también de Duero, pueblo de mis antepasados.
Herradura perfecta que describe el río para abrazarla en toda su extensión.
Se adentra en tierras leonesas, defendiendo a Zamora, no en vano, llamada ‘la bien cercada’ y no sólo por las Peñas de Santa Marta o sus murallas sino por el río que es testigo de su quehacer diario.
En esta ciudad, con clara vocación portuguesa, dos Alfonsos, el primero de Portugal y el séptimo de León, firman en El Tratado de Zamora, que da lugar a su conformación como país independiente de los demás reinos de la península ibérica, transcurría el año del Señor de 1143, ante la atenta mirada del Cardenal Vico, claro servidor de los intereses papales.
Siendo este ratificado por Alejandro III, en 1179, a través de la bula ‘ Manifestis Probatum’.
Nunca un tajo se llevó tanto.
Antes de despedirse de la estepa todavía se muestra generoso y aporta luz y calor con el conglomerado de saltos hidroeléctricos que hacen que la vida sea mejor en ambos lados de La Raya.
Ricobayo, Villalcampo, Castro, Almendra, Saucelle, Aldeadávila, en el lado este.
Bemposta, Miranda y Picote, al oeste.
El agua se remansa en ellos formando lagos de oscuras profundidades.
Se encaja en las caderas de los arribes, palabra de origen leonés que describe la peculiaridad del paisaje que asoma ante nuestros ojos, en las provincias de Zamora, Salamanca, Braganza y Guarda.
Grandes cortadas, habitables sólo para buitres leonados y águilas, que cuelgan sus nidos en verticalidades que desafían la gravedad.
Presume ya de ser el río más caudaloso de la península, hinchado de orgullo transcurre entre jaras y encinas, durante casi novecientos kilómetros.
Pero, ¡ay, que lo hacen frontera, cuando su vocación es marinera y añora el sonido de las gaviotas y el crujir de los barcos!
Más de cien kilómetros, que discurren en un cambio de rumbo de este a oeste, acudiendo, sin duda, a la llamada del mar.
División tan leve que se generaliza con el nombre de La Raya en castellano y A Raia en portugués.
Lugar de intercambios, de contrabando, de tobillos hinchados con olor a tomillo, de caras tapadas y manos abiertas, de compadreo, de ayuda en caso necesario.
Mil y muchos kilómetros fronterizos de los cuales nuestro río comparte tan sólo un par de cientos.
Ha recorrido ya más de seiscientos ochenta.
Descendiendo en franco desnivel hacia las fértiles tierras de Braganza, Guarda, Vila Real, Viseu y Oporto.
Atraviesa orgulloso de regar con sus lágrimas las Riberas del Alto Duero, convirtiendo las uvas en ambrosía de un luminoso color verde.
Nuestro Duero/Douro lleva consigo el recuerdo de los colores del arcoíris.
Desde el blanco ambarino de un caldo de Rueda, pasando por el rojo bermellón de un tinto de Toro, hasta llegar al esmeralda del vino de Oporto.
Todavía le queda tiempo de besar tímidamente las pinturas en Vila Nova de Foz. Patrimonio de la Humanidad que desde hace ya tantos milenios se para a beber de sus aguas.
El Douro ya adivina el remar de los ‘rabelos’, los percibe como sones lejanos, con el ritmo suave de una canción.
Ya saborea las gotas de vino verde que se escurre de las barricas y que le reconfortan el alma.
Oporto y sus puentes se dibujan en la proa.
El Douro viene cansado de un viaje de mil leguas, desea fundirse ya con la mar océana, dormir con el sonido de las olas al romperse en la costa y, tal vez, soñar con el reflejo de los azulejos de la ciudad que lo ve morir.
Vuelve los ojos y mira una vez más las praderas de trigo, las vides, las encinas, y se balancea con la cadencia de un fado movido por la marea, añorando la tierra que deja atrás.
Iberia lo despide con olor a sardinas asadas y risas, y cantos a la verde luz de las uvas porteñas.
Beatriz Recio Pérez es periodista, con amplia experiencia en La Raya central ibérica.