En la periferia de Europa, según Eça de Queiroz

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Es casi de común acuerdo señalar que, desde los márgenes, desde la liminalidad, que otorgaba, por ejemplo, la judeidad en el pasado, se contempla mejor y más lúcidamente la estructura social. De un trabajo de campo antropológico en un alejado pueblo andaluz recuerdo que las gentes me señalaban a un sujeto a quien decían no debía frecuentar ni preguntar. Cuando, haciendo caso omiso a las recomendaciones, entrevisté a aquel marginal, sometido al ostracismo colectivo, me hizo los mejores y más preclaros análisis de problemas sociales seculares del pueblo.

Algo parecido debiera pasarle a José Maria Eça de Queiroz (1845-1900), hijo natural de una familia acomodada portuguesa. Circunstancia, el ser hijo ilegítimo, que hoy nos hace al menos sonreír por su inocencia, pero que a finales del siglo XIX en una sociedad de provincias como la Póvoa de Varzim, en el norte de Portugal, donde nació, debía ser un verdadero problema. Incluso en la misma Lisboa. Frente a ese mundo estrecho, Eça, luego devenido diplomático viajero por Cuba, Gran Bretaña y Francia, en aquel tiempo finisecular -según lo describe en sus Ecos de Paris-, brillaba sobre cualquiera otro el eje París-Londres. Tan cierto es que cuando el escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo llegó, verbigracia, al Madrid de fin de siglo, becado por el presidente Estrada, para que no corrompiese a juventud de su país, encontró tan miserable y falta de alicientes a la capital de España, que huyó a París. Allí pudo conocer, o decir que conocía, a personajes tan llenos de spleen como Oscar Wilde o Paul Verlaine, y tener una vida plena de aventuras. La mediocridad de la mayor ciudad peninsular quedó reflejada en un libro de Carrillo llamado La miseria de Madrid.

También debió pensarlo Eça de Queiroz en su escapada de Portugal. Pero, con la diferencia, reflejada en su obra mayor entre balzaciana y zolaiana, Os Maias, donde retrata la pobreza moral de la aristocracia portuguesa, que a Queiroz nunca lo abandonó una gran debilidad hacia su país. En Portugal estuvo comprometido en los círculos democráticos –de la revolución por arriba-, en los que estaba asimismo el iberista Oliveira Martins, hasta que fue invadido por la melancolía de no poder remediar las cosas. En Os Maias, en algún momento casi prefiere ser invadido por los enemigos íntimos, los españoles, para suscitar el patriotismo, que caer bajo la dependencia europea. Las contradicciones del esclavismo brasileño, el último en retirarse del teatro del mundo, y sus reflejos metropolitanos también están presentes, como una patología propia que ningún otro país europeo podía ofrecer.

Probablemente la obra en la cual se manifieste en toda su crudeza la oposición entre un mundo decadentista y artificial, a la última moda, donde asomaban las exposiciones universales –Queiroz muere en París cuando está en marcha la de 1900- como su máximo escaparate, y la ruralidad de los pueblos que vivían alrededor del Duero portugués –que nosotros imaginativamente podríamos trasladar a todo su curso del río por España- es en A cidade e as serras (1901). Libro póstumo cuyas pruebas de imprenta dejó a medio corregir. Recordemos su argumento: un aristócrata portugués, Jacinto Galión, vuelve cansado de la intensidad de la vida parisina a sus posesiones a la vera del Duero. Tiene como horizonte, el libro de Joris-Karl Huysmans, un funcionario del ministerio del interior francés, que escribiera la novela decadentista por antonomasia, À rebours (1884). Según narra este probo funcionario-escritor, el chevalier Des Esseintes ha decidido llevar una vida de retiro en su mansión parisina, dotada con todos los adelantos artificiales que le hagan olvidar cualquier dependencia de la vida natural. “Des Esseintes –escribe-  creía que el artificio era el rasgo distintivo del genio humano. Afirmaba que ya había pasado la hora de la naturaleza, que, con fatigante uniformidad de sus paisajes y cielos, había agotado definitivamente la atenta paciencia de las personas refinadas y sensibles”. Al igual que el héroe de Queiroz, Jacinto.

Eça de Queiroz escribe en su novela el reverso de À rebours, es decir una defensa de la vida natural, y sencilla, por ende. Su héroe portugués, hombre de mundo, relaja sus nervios desgastados por el frenesí urbano, hasta que comienza a darse cuenta que los buenos campesinos a los que inicialmente les había dado todo el crédito y amistad, lo escrutan para engañarlo en pequeñas, pero muy significativas, trapacerías. Acaba, desengañado, renegando de la vida natural de las márgenes de Duero, y volviendo precipitadamente a París, donde le espera una vez más el vértigo de la vida artificial. Pero allí se acuerda de la vida natural a la que desea fervientemente retornar. A la vista de la agitada vida parisina piensa: “Aquel Boulevard, resuma, en mi concepto un hálito mortal, extraído de sus millones de microbios”.

Desde luego, Eça de Queiroz, cuya obra fue muy apreciada en España por literatos como Valle Inclán, privilegia la melancolía, la imposibilidad de salir de la periferia. No era un revolucionario, si a esta palabra hemos de aplicarle su sentido prístino, sino un observador de una realidad cuyo destino no era posible torcer. Un notario, un testigo, de la dependencia, de una subalternidad más cultural que material. Algo parecido a lo que ocurriera con el también aristócrata siciliano Giuseppe Tommasi di Lampedusa en il Gattopardo: lúcidos hombres de letras atrapados por el inefable fatum de la marginalidad que confiere la periferia, el habitar en los límites del capitalismo europeo. Entonces casi como ahora.

 

José Antonio González Alcantud es catedrático de antropología social de la Universidad de Granada y académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Premio Giuseppe Cocchiara 2019 a los estudios antropológicos

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