Todo parecía indicar que la fortaleza ibérica, con la renovada alianza geoestratégica de España y Portugal –tanto monta, monta tanto–, tramada en torno al proyecto socialdemócrata europeísta, iba por buen camino. Prueba de ello fue la exitosa cumbre luso-hispánica de Lanzarote del pasado mayo de 2023. Y, por ende, el frente ibérico gestado cara a las tres crisis en ciernes: la magrebí, generada por las apetencias expansionistas de Marruecos; la ucraniana, un hecho militar sanguinario por el Este; y los atisbos de una nueva, en los nunca bien pacificados Balcanes. Todo ese nuevo iberismo facilitado por la salida de Gran Bretaña de la UE, de un proyecto, el europeo, en el que su particular arrogancia insular nunca creyó. Al contrario de franceses y alemanes, que, castigados por las historias de sufrimiento infligidas al continente, y a sus territorios y ciudadanos, desde las guerras napoleónicas, hasta la II Guerra Mundial, al menos, sí han creído sinceramente en el proyecto de Europa.
La península hoy puede ser contemplada como una isla de paz, o interzona de libertad, que ha puesto a distancia buena parte de sus conflictos internos y externos. Desprovista de colonias y de intereses geoestratégicos agresivos ha consagrado sus ejércitos ociosos y profesionalizados, a labores de intermediación internacional. Mientras, su músculo financiero-capitalista le garantizaba la estabilidad económica, y la paz interior.
Esta estabilidad de la interzona europea le permitió proyectarse hacia el exterior con un papel pacificador. Yo mismo dirigí una línea de investigación hace unos años para dotar a las unidades profesionalizadas del ejército español, marcado por el conflicto interno de la guerra civil, de instrumentos culturales de mediación en procesos de pacificación. Era un momento de maduración, muy alejado de cualquier aventurerismo. Pretendí con aquel estudio, publicado en forma de libro (Elementos de cultura y transculturalidad para usos civiles y militares), entrevistando con mi equipo a un buen grupo de militares españoles y griegos que realizaban o habían realizado misiones en lugares de conflicto (Balcanes, Líbano, Afganistán), dar un punto de vista propio. Uno de aquellos militares entrevistados nos relató cómo habían llegado a Bosnia en la primera oleada en 1992 en el buque Castilla, y cómo llegaron a Split sin saber siquiera dónde estaban. Cuánto, en consecuencia, se ha avanzado, desde aquella inicial ignorancia hasta la planificación prospectiva, deseosa de encontrar nuestro especifico punto analítico europeo.
Los militares, al ser una sociedad jerárquica, tienden a reproducir modelos, y a no ser creativos. Sin embargo, nosotros tratamos en la ocasión reseñada de ser creadores de fórmulas nuevas. Por esto mismo, en algunos momentos tengo la impresión de haber sido incomprendido por la cadena de mando militar. Por regla general, los oficiales reproducían los manuales de intervención civil anglosajones (americanos y británicos), especie de prontuarios de educación intercultural, cuyo fracaso sobre el terreno ya estaba corroborado. Afganistán sería el Waterloo final, que mostraría la inoperancia de estos prontuarios, al servicio de una dominación no deseada por los “nativos”. Por el contrario, lo español, y en general lo ibérico, generaba una simpatía difícil de detectar racionalmente. Recuerdo una reunión con militares otanistas en el cuartel de la Merced en Granada, bajo un techo mudéjar tan extraordinario, que yo creo que no hay otro mejor en la ciudad nazarí. Yo les indicaba a los militares con el dedo dirigido al techo mudéjar para que comprendiesen dónde estaba la clave cultural, pero creo que no atinaban a entender lo que les quería decir. Otro concepto, pues: ejércitos de mediación y resolución de conflictos, sin intervenciones externas ni implicaciones internas.
En el orden puramente civil, el desarrollo de las infraestructuras, a veces de manera exagerada, cierto, ha llevado la península ibérica, territorio clave de Europa, donde los antiguos mapas alegóricos la cabeza europea, a niveles óptimos de comunicación, aunque aún persista inexplicablemente el problema del enlace ferroviario entre Lisboa y Madrid. Las ciudades, asimismo, se han saneado, y aumentado su imagen de pulcritud y modernidad. En general el diseño –urbano, editorial, museístico, industrial, etc.– ha dado un salto de gigante en las últimas décadas. La moratoria nuclear española, llevó a apostar por fuentes energéticas limpias, como la eólica o la solar. No podemos asegurar que todo haya sido positivo, pero cuanto menos se ha avanzado, con una sociedad civil consciente de sus derechos, y sabedora de cómo ejercerlos sin violencia. Los derechos de las minorías, de género, no han sufrido menoscabo, muy al contrario. Las mujeres están más organizadas que en otros lugares de Europa, y los emigrantes sujetos de racismo en otros espacios hasta ahora no padecen el rechazo indiscriminado. Es más: hasta hace una década, según las encuestas de opinión pública, libraban a la península, tanto a Portugal como a España, de la xenofobia antieuropeísta. Incluso podríamos esgrimir que no se han producido disimilitudes regionales en el conjunto de la balsa de piedra (jangada de pedra, de Saramago). Una cierta igualdad se ha prodigado, y la clase media se robusteció en su momento.
Las condiciones de partida son óptimas, militares y civiles. Lo único realmente importante, que no acaba de ser resuelto, y de ahí que podamos hablar de “crisis”, es el modelo de relación entre los territorios peninsulares. Este no es un tema menor. Ya que en no habiendo otros asuntos más relevantes las guerras imaginarias –“castillos de España”, siempre dijeron los franceses– tienen mucho alcance. Están sostenidos los llamados territorios históricos en las diferencias lingüísticas dentro de las lenguas romances, menos en el caso vasco, y en algunos privilegios fiscales nada desdeñables. Los ideólogos de las identidades trabajaron durante décadas en la construcción de unas singularidades, muchas veces amenazadas por el curso de la modernidad homogeneizadora. En pos de ese objetivo, se dio el caso, absurdo en sí mismo, de promover una lengua instrumental como el inglés, ajena al mundo ibérico, en menoscabo del castellano. O se acentuaron relatos históricos falseados, por ejemplo, referente a la corona de Aragón y la singularidad catalana, o el reino de la Galicia y la construcción de la nación portuguesa. Narraciones históricas instrumentalizadas e incluso fanatizadas, que hicieron correr la tinta, y condujeron a la emergencia de un españolismo, en el lado contrario, alimentado por la leyenda negra, que fue calificado arbitrariamente de “imperiofobia”. Relatos sencillos que permitían resolver en pocas palabras cuestiones complejas, de largo aliento, y de difícil simplificación. Pero con la virtud indudable de ser eficaces a la hora de captar voluntades políticas.
Uno de esos relatos lo constituyó el terrorismo vasco. Este se pensaba a sí mismo en “guerra”, desigual, pero en conflicto militar. El hecho de constituir un hecho lamentable, no quita para que todos tuviésemos que alinearnos todos de la misma manera. En la época de mayor provocación sanguinaria, fui convocado a un frontón donostiarra junto a personajes no muy solventes moralmente para mí, a pesar de sus glorias. Me alegro haber declinado participar en aquel convite. Al poco, pasado ese momento adverso, fui invitado a otro evento cultural al País Vasco, y observé, con gran agrado, que la atmósfera había cambiado notablemente. El carlismo básico, telúrico, persistente, tozudo, cainita, ya estaba pasando.
Lo más grave, sin embargo, está ocurriendo ante nuestros ojos, creo, y poca o ninguna importancia se le está prestando. Me refiero a la península despoblada demográficamente. Es un fenómeno tanto español como portugués. La concentración de población, a veces hasta límites insoportables, en torno a conurbaciones costeras, y en el centro geográfico está vaciando la península a pasos agigantados. León, por poner un ejemplo cualquiera, pierde población continuamente, a razón de varios miles de habitantes por año. Esta política demográfica, que no recibe ninguna atención de choque, tiene tintes de perversidad en el momento ecológico y político que vivimos. No podemos olvidar que esta población neourbana, desarraigada en buena medida, podría ser el destinatario último de los regionalismo o nacionalismos excluyentes. Si se lee a Eric Hobsbawm, Ernest Gellner, Benedict Anderson y otros autores, sobre cómo se formó el nacionalismo europeo se comprueba que se hizo gracias al desarraigo de las masas rurales que, en el medio hostil nuevo, de las ciudades, ansiaban un mundo arcádico, o suerte de edad de oro, y se constituían en ese proceso en “comunidades imaginadas”. Quizás se podría esgrimir también en contra de este argumento, que las grandes ciudades son más propensas al cosmopolitismo, y por ende reluctantes al nacionalismo. Cierto, asimismo. La diferencia entre la Catalunya Vella y Barcelona, con sus diferencias de sensibilidad, parecen marcar la pauta. El transpaís frente a las ciudades, podríamos decir. Empero, sea cual sea la explicación última para el surgimiento del nacionalismo, un movimiento contradictorio, e incluso antagónico, está en marcha. Las tensiones entre territorios colindantes dejan constancia de las oposiciones. Quizás, por eso, algo que no parece interesar a nadie cuestionar es la división provincial que hizo Francisco Javier de Burgos en 1833, que ha pervivido incólume a todos los regímenes casi dos siglos. Mundo, por lo tanto, muy paradójico.
La patria, que no era otra cosa que la patria local, o sea la polis y su hinterland, se iba mutando en un ente abstracto, fuera del alcance de los ciudadanos. Una entelequia, vamos. Iberia, ahí se presenta más tempranamente como una historial dual, con una raya, que más que frontera era ante todo una delimitación de campos de influencias político-comerciales, con el patronato pontificio, y sus órdenes religiosas tramando por su verdadero destino: la ecúmene católica. La península, en su conjunto no pudo separar su destino de la mariolatría divinal. Entre la Inmaculada Concepción hasta las apariciones de Lourdes, fronteriza, en los Pirineos, y Fátima, se extiende una profunda aspiración peninsular. Ganivet señaló a finales del siglo XIX que fue un obstáculo para la constitución de la nación en el sentido moderno del término, con la predominancia de lo secular. Una Mater Dolorosa, como Álvarez Junco la designó, incompleta por mor de la religión.
El momento presente, derivado de las restauraciones democráticas de los sesenta, y de la normalización europea, que acabaría con la excepción ibérica, ha resultado tensionado con los recientes acontecimientos políticos, que no es necesario detallar. La única salida, hacia adelante es el federalismo peninsular, que necesariamente será desigual y foralista. No hay más “patriotismo” que el constitucional, y una parte que deben asumir derechas e izquierdas, es el principio federativo, como J. Habermas sostenía para liberar a Alemania del irredentismo nacionalista amenazante. La crisis ibérica, quizás inevitable, tiene que ser resuelta en esa clave. Empero, el principio de autodeterminación, pensado esencialmente para medios descolonizados, debe quedar limitado por lo federal. Las independencias, en el caso europeo, sería un error geoestratégico, que incrementaría las dependencias de los grandes bloques. Por tanto, en esta crisis epocal es necesario más iberismo, federalismo y europeísmo que nunca. Al fin y al cabo, no podemos tolerar que nos roben nuestra interzona de libertad por intereses espurios de terceros agentes estratégicos, que no atienden a ninguno de los principios arriba invocados.
Frente a las ideas “picudas”, enarbolemos las “redondas”, como quería el filósofo molinero Ganivet, cuyo aniversario –el 125– de su muerte se cumplió este 29 de noviembre. Sería una manera de equilibrar el pensamiento negativo, asociado a la “krisis”, que en el plano intelectual tiene un largo recorrido europeo. Massimo Cacciari trazaba el recorrido desde Nietzsche hasta Wittgenstein. Hace poco adquirí en Italia el libro Figure di Apocalisse. La potenza del negativo nella storia d’Europa, de Biagio di Giovanni. Se trata de obtener fuerza de lo negativo, puesto que, según Giovanni, Europa siempre ha sido “plural, fragmentada, plurilingüe, polifónica” y que sólo ha estado “unida en el conflicto”. Iberia se conforma una parte esencial en ese pensamiento, y se alza como un antídoto frente a la posibilidad de retornar a los reinos de taifas o el cantonalismo. Iberia será federal o no será. Como la mismísima Europa.
José Antonio González Alcantud