Bajo la calzada, Iberia

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Si la red de calzadas romanas unieron a la antigua Hispania, en la actualidad las redes nacionales de carreteras, ferrovías y medios de comunicación pueden ser una metáfora de una desunión superficial. Es por ello que EL TRAPEZIO se dispone, desde el respeto a las soberanías políticas, a establecer un diálogo entre sus opiniones públicas.

Sólo un espejismo, fruto de ocho siglos de terca inercia institucional, hizo posible la normalización de la falsa impresión de que España y Portugal son culturalmente extranjeros entre sí. Tampoco fue fácil. Este antiiberismo teórico, que, a veces, si se rasca, viene acompañado de iberofobia disimulada o inconsciente, cristalizó en tiempos tardíos de nacionalización ideológica de los Estados durante el siglo XX, puesto que el ascendente movimiento político iberista eclosionó en el siglo XIX como proyecto competidor de los nacionalismos portugués y español. El siglo XXI ha llegado para revisar todos esos conceptos aunque Ángel Ganivet ya nos había alertado de un secreto: las reacciones hiperidentitarias vienen estimuladas más por las semejanzas que por las diferencias.

La Península, como referencia geográfica, y por su profundidad arqueológico-cultural, evidencia que bajo la calzada nacional sigue estando Iberia. Así fue para hispano-romanos, visigodos, sefardíes, andalusíes, hispánico-católicos y todavía lo es para iberistas.

Reconocer el marco cultural ibérico no supone cuestionar la admirable personalidad de Portugal. Los choques culturales entre ibéricos son superficiales, pero no por ser superficiales dejan de tener un valor patrimonial incalculable. El desencuentro muchas veces tiene más que ver con malentendidos por la falta de gimnasia de los macizos oídos castellanos –afinados sólo para las cinco vocales iberovascas–. La paradoja consiste en constatar una fonética lusitana difícil de percibir como nítida para los oídos castellanos a pesar de que la lengua de Camões tiene una versión escrita totalmente nítida para los ojos castellanos.

El tópico verdadero de ser países que «se dan la espalda» está atravesado de numerosas y silenciosas excepciones. La rueda de la historia portuguesa y la española giran en paralelo, desacompasadas, pero con vasos comunicantes. Sus gobiernos y élites intelectuales se miran de reojo. Sus habitantes de frontera se reconocen en un espacio compartido llamado La Raya.

Con mismo cordón umbilical cultural y religioso acumulado hasta la modernidad, estos mellizos ibéricos –separados al nacer– no podrían haber desarrollado culturas tan diferentes. El geógrafo portugués Orlando Ribeiro rompió el paradigma identitario de la exclusiva «atlanticidad» de Portugal: agregando también su «mediterraneidad«. Del mismo modo España nunca fue exclusivamente mediterránea por los siguientes motivos geográficos atlánticos: la cornisa cantábrica y Galicia, además de los propios y permanentes vasos comunicantes de La Raya castellana, extremeña y andaluza con Portugal.

Nadie puede negar que las piedras portuguesas (“calçada”) son una seña de identidad lusa e incluso lusotropical, siendo el paseo marítimo de Copacabana (Rio de Janeiro) el bulevar de mosaicos de estilo portugués más conocido en el mundo. En Madrid también existe –a modo de homenaje–  este tipo de pavimento en la Avenida de Portugal. Este empedrado portugués está inspirado estéticamente, aunque no coincida en el tamaño unitario de las piedras, en mosaicos romanos, como se aprecia en el Museo Nacional de Arqueología –sito en el Monasterio de los Jerónimos de Lisboa– o en España con los espectaculares mosaicos de Noheda (Cuenca) o de la Plaza de Armas de Écija.

Por todo esto conviene decir que –en términos históricos– la época de los nacionalismos de los pueblos ibéricos es un fugaz capítulo de la longeva historia de los habitantes de la balsa de piedra peninsular. Bajo la calzada, sigue estando Iberia.

 

Pablo González Velasco es coordinador general de El Trapezio y doctorando en antropología iberoamericana por la Universidad de Salamanca