La interminable lista de reproches por no haber actuado antes tiene aquel sesgo de “a toro pasado”. Habrá tiempo para que los expertos analicen la capacidad de respuesta, que, desde luego, según ya apuntaba Bill Gates en una profética conferencia de TED hace cinco años: “ningún Estado está preparado para una nueva epidemia”. Las pandemias han formado parte de la existencia humana desde que acercamos las distancias entre continentes, y especialmente grave -por sus consecuencias- fue cuando rompimos el aislamiento biológico de América, como bien lo explicó el profesor Alfred Crosby en Imperialismo ecológico: la expansión biológica de Europa (900-1900). La suerte de vivir una pandemia «medieval» en el siglo XXI es que tenemos todo un mundo conectado paralelo, una “cuarta dimensión” que es internet. Tampoco debemos desdeñar la recuperación de las viejas redes sociales entre los balcones.
El instinto de supervivencia se expresa en cada ser humano de forma diferente, como lo hemos podido observar en los llamados comportamientos cívicos e incívicos, entre quienes tienen unas estrategias y unas circunstancias, privilegiadas u hostiles, diferentes. El peor de todos es el que se calla sus síntomas y, encima, improvisa. El que huye de un foco de infección no lo hace para irse de vacaciones, aunque sea una actitud irresponsable. Eran madrileños huyendo de madrileños. Y muchos de los que lo critican -si son sinceros consigo mismos- harían lo mismo en su lugar. E, incluso, el motivo de su crítica no es una toma repentina de conciencia ciudadano-sanitaria, sino que es el mismo motivo de los que huyen: salvar el pellejo, «¡qué no me contaminen!».
Ha habido algunos ciudadanos que han aprovechado la coyuntura para proyectar etnocentrismos baratos contra madrileños o chinos, incluso hay quien ha aprovechado para azuzar la matraca del conflicto territorial. Por suerte se está imponiendo la solidaridad, aunque haya tardado unos días. Todavía quedan muchos madrileños en Madrid. Y hay mucha casuística entre los ciudadanos que han salido de la ciudad. En Madrid vive mucha gente que no es madrileña y que volvió a su lugar de origen. Hay también el caso de madrileños (que también ha ocurrido en Barcelona) con segundas viviendas (playeras o de sierra) o casas del abuelo en el pueblo. Entre estos madrileños o barceloneses también hay población vulnerable con miedo. Hay que evitar estigmatizar territorios. En mi caso fue fácil porque ya tengo una rutina de teletrabajo. Lo hago desde el barrio madrileño de Aluche y la última vez que salí de casa fue hace cuatro días.
Repito, entre toda esa masa de gente, hay de todo, incluso los habrá con síntomas que hayan huido de forma temeraria. Espero que sirva esta intensa experiencia como lección para entender a los inmigrantes que entran en la frontera huyendo de guerras; aquí, cuando -como latinos- la autoconfianza fue sustituida rápidamente por el drama, hemos llenado nuestras maletas con rollos de papel higiénico como último recurso frente al miedo. Todos «cagaos».
Entre los alarmistas, que ponen el grito en el cielo por los eventos masivos políticos de la semana pasada, los hay que han participado en la irresponsabilidad de agolparse en los supermercados (lugares cerrados) con distancias menores de un metro. El efecto “avalancha en el super” lo veremos la próxima semana. Muchos ciudadanos no son conscientes que -en este momento- un supermercado lleno de personas es más peligroso que un supermercado vacío de productos.
No obstante, no es tiempo de reproches sino de actuar con determinación y de forma constructiva para el bien común. Los supermercados deben están tan controlados y desinfectados como un hospital, según mi visión. Y espero que las autoridades pongan remedio a la posible escasez de ventiladores mecánicos. Es momento de que cada ciudadano vigile y coopere para el cumplimiento del Estado de Alarma. Dado el número de infectados en relación a la población total, parece que la reacción del Estado se ha producido en el momento oportuno y de forma proporcional. El problema se concentra en la capacidad del sistema sanitario nacional de absorber el ritmo de nuevos infectados, descontando desafortunadamente los fallecidos y afortunadamente los recuperados.
Hace cinco días que cayó como un meteorito en la percepción general de que estamos ante una crisis sanitaria que no va ser localizada y que, además, va a ser económica, incluso con más intensidad (que no en duración) que la Gran Recesión del 2008. La gran pregunta es, ¿cuánto durará? O mejor, ¿por qué fases pasaremos hasta llegar a frenar su crecimiento, pararlo y hacer decrecer la epidemia? No lo sabemos, pero hay que ponerse metas.
Para nuestras expectativas es fundamental pensar en mayo como “luz al final del túnel”, tal como sostiene Jaume Reixach. Tenemos que seguir “produciendo” telemáticamente o aprovechando para realizar formaciones a distancia, manejando ese plazo de parón de 2 meses, y quien pueda, que reconvierta su actividad profesional y empresarial, ya sea bajo su iniciativa o la del gobierno.
Después de una fase de cuarentena forzada, habrá que hacer un primer balance de los daños. A lo largo de los dos meses posteriores el Gobierno, tendrá que tomar medidas graduales para ir a una normalización de la vida social, en coexistencia con el virus, una vez superado el pico. Esperemos, con más fe que ciencia, que la primavera y el verano ayude a los pacientes a resistir mejor a la enfermedad. El objetivo, por ahora, es modesto: frenar el crecimiento porque estamos todavía en la parte de la “cuesta” exponencial de la epidemia. Y, mientras tanto, nuestras vidas deben continuar, adaptándonos -de forma optimista y sin reproches- a la nueva situación. No es tiempo de apocalipsis autocumplidos con sabor a la hiel del “¡te lo dije!” del cascarrabias que todos llevamos dentro.
Pablo González Velasco es coordinador general de EL TRAPEZIO y doctorando en antropología iberoamericana por la Universidad de Salamanca