Por qué soy iberista

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Tiene el verbo ser en español (y en portugués) una fuerza semántica excesiva en comparación con otras lenguas. Al distinguir entre ser y estar, otorga a todo lo que es, una especie de esencia ontológica atemporal. El ser (sustantivo y verbo) es un desafío al tiempo y el espacio, un deseo categórico de eternidad y permanencia. La paradoja está en que, al mismo tiempo, sirve para decir que «somos» mortales y que nada en este mundo «es» permanente. Hechas estas reservas, pues sí, digo que soy iberista y, sobre todo, explico por qué lo soy.

Lo soy casi desde pequeño, porque estudié en Tuy y crucé muchas veces su puente metálico fronterizo para pasear por la amurallada Valença do Minho. Allí oí por primera vez a un niño referirse a la «Batalha de Aljubarrota» (la derrota castellana de 1385, que figura como hito fundacional de Portugal) y a mí aquello me sonó a lo de ¡Mala la hubisteis, franceses, / en esa de Roncesvalles! El niño lo contaba con una mezcla de orgullo y resentimiento.

Tan temprana educación patriótica me ha hecho pensar, y desde entonces entiendo mejor algo que, para ser iberista, uno debe aceptar: que ningún portugués deja de sentirse profunda y orgullosamente portugués. Es algo que, por desgracia, no podemos decir hoy de muchos españoles respecto a su nación. Los portugueses, es cierto, no han tenido ninguna leyenda negra que soportar y combatir, ni han sufrido movimientos internos disgregadores tan obstinados como los promovidos por los independentistas en Cataluña y el País Vasco.

Luego vino Unamuno, Pessoa, Eugénio de Andrade, Saramago… Es escandalosa la ignorancia que los españoles tenemos de la literatura portuguesa, cuando ya Cervantes nos habló en el Quijote de unas mozas de Sayago que recitaban a Camoens… ¡en portugués! (digo de paso que a estas pastoras, cantando y recitando a la vera del río, difícilmente las podemos imaginar por tierras manchegas, y sí por tierras de la Raya, de Zamora y de León, donde también se ubica la primera y más importante novela pastoril, Los siete libros de Diana, escrita por Jorge de Montemayor o de Metemor-o-Velho, hispanoportugués de origen judío).

No puedo dejar de recordar, en este breve recorrido sentimental, el impacto que en los jóvenes de mi generación dejó la Revolución de los Claveles. Estuve en Lisboa al poco de triunfar esa «revolución» que coincidió con los estertores del franquismo. Todavía resuena en mis oídos el Grândola, Vila Morena de Zeca Alfonso, uno de los cantos más bellos y emotivos que conozco. Pero vayamos a otros motivos «sentimentales».

Soy iberista porque siempre que veo el mapa de la Península Ibérica me cuesta trazar la frontera entre España y Portugal; es algo que siento «contra natura». La vista se me va espontáneamente a la totalidad, que luego debo corregir «por imperativo histórico y legal». Lo que más absurdo me resulta es el mapa meteorológico… ¡Como si el viento, el sol o las nubes entendieran de fronteras!

Soy iberista también porque siempre me he imaginado qué hubiera sido de nosotros, portugueses y españoles, si en lugar de separarnos definitivamente en 1640 hubiéramos unido fuerzas y construido el imperio luso-español. (No olvidemos que esta separación se precipitó como consecuencia de la rebelión simultánea de Cataluña, propiciada por las mismas potencias europeas que siempre han estado interesadas en impedir la unión política de Iberia).

Evocando este pasado siento una extraña nostalgia retrospectiva de algo que nunca existió, pero que pudo existir, y aclaro, de paso, que nada tiene esto que ver con ningún sueño «imperialista». En mi libro De la naturaleza del olvido escribí hace mucho un poema breve que decía: ¿Quién me arrancó de donde nunca estuve / y a donde no puedo regresar? Puede aplicarse esta nostalgia de lo imposible a todo lo que uno ha deseado, desde cualquier amor pasado, al paraíso de la infancia perdida, pero también a esa Iberia mítica y soñada, nacida de un impulso que, al menos en mí, y creo que en otros muchos compatriotas, estimula los mejores sentimientos humanos.

Pero soy iberista no sólo porque así me lo pide el corazón, sino la razón. Cualquier ciudadano portugués o español puede comprender hoy fácilmente, teniendo en cuenta criterios económicos, geográficos, políticos y culturales, que nada sería más beneficioso para todos que una unión «federal» de las dos naciones, adopte esta relación la forma de confluencia, integración, cooperación o coordinación, que de todo podría haber. Dos naciones soberanas que unen sus fuerzas y recursos para potenciar su economía, su turismo, su cultura, su agricultura, sus lenguas, sus vías de comunicación (trenes, autopistas, rutas marítimas y aéreas), la protección de la naturaleza y el patrimonio histórico, organizar su defensa, promover la igualdad, etc.

Un plan así nos protegería, no sólo ante un mundo global sometido a imprevisibles tensiones geoestratégicas y políticas, sino ante una Europa que está empezando a dar peligrosos síntomas de desconcierto y desvarío.

Santiago Trancón Pérez es filólogo, escritor, profesor de lengua y literatura y miembro de la Plataforma por la Federación Ibérica.

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